La isla de Arturo

Elsa Morante

Fragmento

cap-9

Prólogo

Las geografías infinitas

Prócida, la isla en la que Elsa Morante y su entonces marido Alberto Moravia se refugiaron del fascismo durante algún tiempo, en plena Segunda Guerra Mundial, es uno de esos territorios de ficción que un escritor no deja escapar fácilmente. Morante reconstruyó sobre su geografía una las infancias más sugerentes de la historia de la literatura, como es la de Arturo Gerace, que junto con su padre Wilhelm y su madrastra Nunziata forman un triángulo cuyas esquinas son imposibles de enumerar, como si ese pequeño triángulo nunca se acabara de recorrer.

La gran escritora dispone para ellos una casa señorial e inhóspita, en una Prócida que es un universo del que Arturo se siente dueño y del que no sale hasta que su inocencia se rompe, y de pronto, en plena adolescencia, le llega la edad adulta. Entretanto, la isla es el escenario de esa clase de vendavales, a menudo secretos, que cambian a las personas.

Elsa Morante es una autora que captura como pocos ese movimiento perpetuo que se produce dentro de todo ser humano. Sus personajes jamás se detienen, aunque permanezcan tendidos, en silencio, o solo sueñen. Algo los zarandea continuamente. Viven una evolución constante, y en su interior van y vienen. No son los mismos ahora que dentro de unas páginas. Siempre hay un cambio, un salto, un vuelo. La autora, con su habilidad para poner en juego matices frase tras frase, acaba por crear personajes inagotables, de los que nunca lo sabemos todo. Esta habilidad permite que una novela como La isla de Arturo funcione como un tratado sobre los afectos y el hastío, mostrando de qué modo es a veces posible pasar de la ternura al odio, o del desprecio al apego de un modo casi natural, inapelable.

La relación del joven Arturo con su padre es paradigmática del tránsito de la admiración al desencanto. Abandonado entre hombres, después de que su madre muera sin llegar a conocerla, Arturo es un niño acompañado simplemente por su imaginación. Morante lo construye sobre las ausencias que lo rodean. No va a la escuela, no tiene amigos, no tiene reglas ni horarios, y casi podría decirse que carece de padre. Está Wilhelm, sí, pero es más personaje que persona, alguien que casi nunca está a su lado, y que cuando regresa de sus incontables viajes, siempre misteriosos, repudia los afectos. «Mis días transcurrían en absoluta soledad», hasta el punto de que «me parecía mi condición natural», sostiene Arturo. Y sin embargo, admira a su padre hasta convertirlo en una referencia mítica. «Él era la imagen de la certidumbre y cuanto decía o hacía representaba el dictamen de una ley universal de la que deduje los primeros mandamientos de mi vida.» Todo cuanto hace está encaminado a conquistar su aprecio y admiración. Lo idealiza, y lo hace sin importar que su amor por él jamás sea correspondido. Wilhelm repudia cualquier muestra de afecto o sentimiento. Arturo, que también está construido sobre los desdenes paternos, admite que algunas veces «anhelaba que me besara y me acariciara como hacen los demás padres con sus hijos». No recuerda que Wilhelm le haya dado un beso alguna vez.

Aferrado a su Código de Certezas Absolutas, que lo empujan a venerar a su padre, y a ejercitar el valor y la lealtad, será justamente una traición lo que acabe abriendo los ojos de Arturo, y lo que lo alejará de Wilhelm. La primera grieta en la relación padre-hijo se produce con la llegada de Nunziata a la isla. Con ella el chico experimenta su primer impulso en contra de su padre, aunque pasajero. Es un presagio, un movimiento del futuro. Arturo ha crecido en un mundo que desprecia a las mujeres. «La aventura, la guerra y la gloria eran privilegios viriles», mientras que «las mujeres, por su parte, encarnaban el amor», sentimiento que él atribuye a una invención de los libros. Jamás se enamorará de una de ellas, llega a prometerse. Al empujarlo a hacerse esa promesa, Morante se retaba a sí misma a provocar un giro narrativo de ciento ochenta grados. ¿Podría Arturo llegar a amar algo que odiaba con todas sus fuerzas?

La aversión hacia la nueva esposa de su padre parece difícil de superar. De acuerdo con los libros que ha leído en la biblioteca familiar, «una madrastra no podía ser sino una criatura perversa, hostil y digna de odio». Por lo que a él concierne, nunca la llamará mamá, o madre, ni siquiera por su nombre, Nunziata. Para dirigirse a ella le dice: «Oye, dime, tú», o si no, le silba. Ese es el punto de partida, que no hace sino agravarse con los celos.

Es una suerte que Arturo esté rodeado de huecos y ausencias. Cuando se da cuenta de que su madrastra ha ocupado algunos de ellos, ya es tarde. En silencio y lentamente ha empezado a tender afectos. El giro está dado, aunque no lo sepa. De hecho, casi sin ser muy consciente ni dominar en condiciones su propio cuerpo, en una acción inesperada, «la abracé y la besé en la boca». No es un beso cualquiera. Es todos los besos que su padre nunca le dio. Es un beso fatal, una señal de que el fin de la inocencia está cerca. Después de besar a su madrastra, que solo tiene dos años más que él, la odia más que nunca y se siente amargamente solo, a punto de hacer un magnífico y terrible descubrimiento: le guste o no, está enamorado de una mujer. Es la primera gran promesa rota; la segunda la desbarata su padre, y con ella se desmoronará el mundo que Arturo había construido en torno a su isla. Quizá haya llegado el momento de buscar nuevos horizontes y ensanchar su universo.

Es difícil no sentirse concernido por la historia de Arturo. Todos nos hicimos mayores casi de repente, sin esperarlo, después de alguna frustración que nos dejó con los pedazos de un sueño roto en las manos. Hay lecturas que se vuelven una experiencia, como la de ser el niño y el adolescente que fue Arturo, y al final de la novela descubrir que ya somos adultos. Inolvidable.

JUAN TALLÓN

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