Los alegres funerales de Alik

Ludmila Ulitskaya

Fragmento

cap-1

1

Hacía un calor horrible, cargado de humedad. Se diría que toda la enorme ciudad, con sus inmuebles inhumanos, sus parques extraordinarios, sus variopintas gentes y perros había llegado al límite de la fase sólida y que al poco tiempo seres semilíquidos iban a aparecer flotando en aquel aire transformado en caldo.

La ducha estaba siempre ocupada: en su puerta se formaban colas. Hacía tiempo que nadie llevaba ropa; solo Valentina seguía conservando el sujetador, pues si dejaba que sus enormes pechos se balancearan libremente, debajo de ellos se formaban ronchas a causa del calor. Cuando el tiempo era normal, nunca se lo ponía. Estaban todos empapados, el agua no se evaporaba de la piel, las toallas permanecían húmedas y solo era posible secarse el cabello con un secador.

Los estores estaban medio levantados y la luz caía formando franjas. Hacía años que el aire acondicionado no funcionaba.

Había cinco mujeres en la habitación. Valentina, con su sostén rojo. Nina, con el cabello largo, una cruz de oro y tan demacrada que Alik le había dicho:

—Nina, empiezas a parecerte a una cesta. Una cesta para serpientes.

La cesta a la que se refería estaba allí mismo, en un rincón. En sus años de juventud, Alik había ido a India en busca de la sabiduría ancestral, pero lo único que había conseguido era esa cesta.

En la habitación estaba también Gioia, una italiana bastante fea, vecina de Nina y Alik, que había elegido aquel lugar tan peregrino para estudiar ruso y apenas salía de casa. Siempre estaba enfadada con alguien, pero como nadie reparaba en las retorcidas ofensas de las que se sentía víctima, se veía obligada a perdonar generosamente a todo el mundo.

Irina Pearson, antaño acróbata de circo y en la actualidad abogada de elevada posición, estaba espléndida con su pubis artísticamente rasurado y su pecho completamente nuevo, rehecho tan bien como el antiguo por cirujanos americanos que no conocían la vacilación. Su hija Maika, a la que apodaban Tee-shirt, una muchacha de quince años, regordeta, de contornos indefinidos, la única de todos los presentes que se cubría con ropa, estaba acuclillada en un rincón. Llevaba unas bermudas gruesas y, por descontado, una camiseta. La camiseta tenía dibujadas una bombilla y una inscripción fluorescente en no se sabe qué lengua: «¡HODER!». Se la había hecho Alik para su cumpleaños el año anterior, cuando sus manos aún podían moverse un poco...

Alik, por su parte, estaba tumbado en un ancho diván, tan pequeño y tan joven que parecía su propio hijo. Pero Nina y él no habían tenido hijos. Y era evidente que ya no los tendrían, porque Alik estaba a punto de morir. Una lenta parálisis devoraba los últimos restos de sus músculos. Sus brazos y sus piernas yacían resignados e inertes, sin responder siquiera al tacto, ni vivos ni muertos, sino en un dudoso estado intermedio, como una escayola fría. Lo más vivo en él eran los cabellos, rojizos, alegres, peinados hacia delante en espesos mechones, y su tupido bigote, que se había vuelto demasiado grande para su enjuto rostro.

Hacía ya dos semanas que estaba en casa. Les había dicho a los médicos que no quería morir en el hospital. Había también otras razones que ellos no conocían y que no debían conocer. Aunque en ese hospital, tan ajetreado como un restaurante de comida rápida, incluso los médicos, que no tenían tiempo de mirar el rostro de los enfermos y examinaban solo su boca, su trasero o la parte dolorida, le habían cogido cariño.

Pero su casa era un lugar abierto a todos. De la mañana a la noche no paraba de entrar gente, y siempre había alguien que se quedaba a pasar la noche. El lugar, excelente para reuniones, no permitía llevar una vida normal: un loft, un almacén habilitado como vivienda con un extremo escindido en el que se habían organizado una minúscula cocina, un baño con ducha y un estrecho dormitorio con un trozo de ventana. Además, había un taller enorme, iluminado por dos ventanales.

Los visitantes tardíos y los huéspedes ocasionales dormían en un rincón, sobre la alfombra. A veces llegaba a haber hasta cinco personas. La vivienda carecía de puerta de entrada propiamente dicha, y se accedía a ella directamente desde un ascensor de carga que, antes de la llegada de Alik, subía hasta allí fardos de tabaco, cuya presencia fantasmagórica seguía percibiéndose en el lugar. Alik se había instalado hacía mucho tiempo, casi veinte años, después de firmar sin leer un contrato que con el paso del tiempo se había revelado extremadamente ventajoso. Aún seguía pagando por el apartamento una auténtica miseria. Aunque no era él quien lo pagaba. Hacía mucho tiempo que no tenía dinero, ni un céntimo.

El ascensor chirrió. Fima Gruber entró y se quitó la sencilla camisa azul. Las mujeres desnudas no le prestaron atención y él ni siquiera les dirigió la mirada. Llevaba un viejo maletín de médico heredado de su abuelo que había traído desde Járkov. Fima era un médico de la tercera generación, original y con una vasta cultura, pero sus asuntos no marchaban nada bien, no había pasado los exámenes locales y trabajaba provisionalmente desde hacía cuatro años como auxiliar de laboratorio sobrecualificado en una clínica cara. Pasaba por allí todos los días, con la esperanza de que la suerte le sonriera y tuviera la oportunidad de serle útil a Alik. Se inclinó sobre él.

—¿Cómo va todo, viejo?

—Ah, eres tú... ¿Has traído el horario?

—¿Qué horario? —preguntó con sorpresa Fima.

—El del transbordador... —respondió Alik, con una débil sonrisa.

Es el final, pensó Fima. La conciencia empieza a fallarle.

Entró en la cocina y empezó a sacudir con estrépito las bandejas con cubitos de hielo pegadas en el interior del frigorífico.

Idiotas, qué idiotas son todos. Los odio, pensó la muchacha.

Acababa de estudiar mitología griega y era la única que había adivinado que Alik no se refería al South Ferry. Con expresión enfadada y desdeñosa se acercó a la ventana, apartó el borde del estor y contempló la calle. Allí siempre pasaba algo.

Alik era el primer adulto al que había honrado con su conversación. Como a muchos niños americanos, la habían llevado al psicólogo desde la más tierna infancia, y no sin fundamento. Solo hablaba con niños; hacía una excepción, aunque a regañadientes, con su madre. En cuanto a los adultos restantes, para ella simplemente no existían. Los profesores recibían sus trabajos de forma escrita, hechos siempre con puntualidad y laconismo. Le ponían las mejores notas y se encogían de hombros. Los psicólogos y psicoanalistas construían hipótesis complejas y totalmente fantasiosas sobre la naturaleza de su extraño comportamiento. Les gustaban los niños que escapaban a la norma; constituían su sustento.

Había conocido a Alik en una inauguración a la que Irina había llevado a su desgarbada hija. Acababan de trasladarse de California a Nueva York, y Tee-shirt, que había perdido de golpe a todos sus amigos, accedió a acompañar a su madre. Esta había conocido a Alik en Moscú, durante su juventud de acróbata circense, pero en América habían pasado muchos años sin verse. Tantos que Irina había dejado de pensar en lo que le diría cuando volvieran a encontrarse. El día de la inauguración, él había cogido con la mano izquierda un botón de s

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