1
Hacía un calor horrible, cargado de humedad. Se diría que toda la enorme ciudad, con sus inmuebles inhumanos, sus parques extraordinarios, sus variopintas gentes y perros había llegado al límite de la fase sólida y que al poco tiempo seres semilíquidos iban a aparecer flotando en aquel aire transformado en caldo.
La ducha estaba siempre ocupada: en su puerta se formaban colas. Hacía tiempo que nadie llevaba ropa; solo Valentina seguía conservando el sujetador, pues si dejaba que sus enormes pechos se balancearan libremente, debajo de ellos se formaban ronchas a causa del calor. Cuando el tiempo era normal, nunca se lo ponía. Estaban todos empapados, el agua no se evaporaba de la piel, las toallas permanecían húmedas y solo era posible secarse el cabello con un secador.
Los estores estaban medio levantados y la luz caía formando franjas. Hacía años que el aire acondicionado no funcionaba.
Había cinco mujeres en la habitación. Valentina, con su sostén rojo. Nina, con el cabello largo, una cruz de oro y tan demacrada que Alik le había dicho:
—Nina, empiezas a parecerte a una cesta. Una cesta para serpientes.
La cesta a la que se refería estaba allí mismo, en un rincón. En sus años de juventud, Alik había ido a India en busca de la sabiduría ancestral, pero lo único que había conseguido era esa cesta.
En la habitación estaba también Gioia, una italiana bastante fea, vecina de Nina y Alik, que había elegido aquel lugar tan peregrino para estudiar ruso y apenas salía de casa. Siempre estaba enfadada con alguien, pero como nadie reparaba en las retorcidas ofensas de las que se sentía víctima, se veía obligada a perdonar generosamente a todo el mundo.
Irina Pearson, antaño acróbata de circo y en la actualidad abogada de elevada posición, estaba espléndida con su pubis artísticamente rasurado y su pecho completamente nuevo, rehecho tan bien como el antiguo por cirujanos americanos que no conocían la vacilación. Su hija Maika, a la que apodaban Tee-shirt, una muchacha de quince años, regordeta, de contornos indefinidos, la única de todos los presentes que se cubría con ropa, estaba acuclillada en un rincón. Llevaba unas bermudas gruesas y, por descontado, una camiseta. La camiseta tenía dibujadas una bombilla y una inscripción fluorescente en no se sabe qué lengua: «¡HODER!». Se la había hecho Alik para su cumpleaños el año anterior, cuando sus manos aún podían moverse un poco...
Alik, por su parte, estaba tumbado en un ancho diván, tan pequeño y tan joven que parecía su propio hijo. Pero Nina y él no habían tenido hijos. Y era evidente que ya no los tendrían, porque Alik estaba a punto de morir. Una lenta parálisis devoraba los últimos restos de sus músculos. Sus brazos y sus piernas yacían resignados e inertes, sin responder siquiera al tacto, ni vivos ni muertos, sino en un dudoso estado intermedio, como una escayola fría. Lo más vivo en él eran los cabellos, rojizos, alegres, peinados hacia delante en espesos mechones, y su tupido bigote, que se había vuelto demasiado grande para su enjuto rostro.
Hacía ya dos semanas que estaba en casa. Les había dicho a los médicos que no quería morir en el hospital. Había también otras razones que ellos no conocían y que no debían conocer. Aunque en ese hospital, tan ajetreado como un restaurante de comida rápida, incluso los médicos, que no tenían tiempo de mirar el rostro de los enfermos y examinaban solo su boca, su trasero o la parte dolorida, le habían cogido cariño.
Pero su casa era un lugar abierto a todos. De la mañana a la noche no paraba de entrar gente, y siempre había alguien que se quedaba a pasar la noche. El lugar, excelente para reuniones, no permitía llevar una vida normal: un loft, un almacén habilitado como vivienda con un extremo escindido en el que se habían organizado una minúscula cocina, un baño con ducha y un estrecho dormitorio con un trozo de ventana. Además, había un taller enorme, iluminado por dos ventanales.
Los visitantes tardíos y los huéspedes ocasionales dormían en un rincón, sobre la alfombra. A veces llegaba a haber hasta cinco personas. La vivienda carecía de puerta de entrada propiamente dicha, y se accedía a ella directamente desde un ascensor de carga que, antes de la llegada de Alik, subía hasta allí fardos de tabaco, cuya presencia fantasmagórica seguía percibiéndose en el lugar. Alik se había instalado hacía mucho tiempo, casi veinte años, después de firmar sin leer un contrato que con el paso del tiempo se había revelado extremadamente ventajoso. Aún seguía pagando por el apartamento una auténtica miseria. Aunque no era él quien lo pagaba. Hacía mucho tiempo que no tenía dinero, ni un céntimo.
El ascensor chirrió. Fima Gruber entró y se quitó la sencilla camisa azul. Las mujeres desnudas no le prestaron atención y él ni siquiera les dirigió la mirada. Llevaba un viejo maletín de médico heredado de su abuelo que había traído desde Járkov. Fima era un médico de la tercera generación, original y con una vasta cultura, pero sus asuntos no marchaban nada bien, no había pasado los exámenes locales y trabajaba provisionalmente desde hacía cuatro años como auxiliar de laboratorio sobrecualificado en una clínica cara. Pasaba por allí todos los días, con la esperanza de que la suerte le sonriera y tuviera la oportunidad de serle útil a Alik. Se inclinó sobre él.
—¿Cómo va todo, viejo?
—Ah, eres tú... ¿Has traído el horario?
—¿Qué horario? —preguntó con sorpresa Fima.
—El del transbordador... —respondió Alik, con una débil sonrisa.
Es el final, pensó Fima. La conciencia empieza a fallarle.
Entró en la cocina y empezó a sacudir con estrépito las bandejas con cubitos de hielo pegadas en el interior del frigorífico.
Idiotas, qué idiotas son todos. Los odio, pensó la muchacha.
Acababa de estudiar mitología griega y era la única que había adivinado que Alik no se refería al South Ferry. Con expresión enfadada y desdeñosa se acercó a la ventana, apartó el borde del estor y contempló la calle. Allí siempre pasaba algo.
Alik era el primer adulto al que había honrado con su conversación. Como a muchos niños americanos, la habían llevado al psicólogo desde la más tierna infancia, y no sin fundamento. Solo hablaba con niños; hacía una excepción, aunque a regañadientes, con su madre. En cuanto a los adultos restantes, para ella simplemente no existían. Los profesores recibían sus trabajos de forma escrita, hechos siempre con puntualidad y laconismo. Le ponían las mejores notas y se encogían de hombros. Los psicólogos y psicoanalistas construían hipótesis complejas y totalmente fantasiosas sobre la naturaleza de su extraño comportamiento. Les gustaban los niños que escapaban a la norma; constituían su sustento.
Había conocido a Alik en una inauguración a la que Irina había llevado a su desgarbada hija. Acababan de trasladarse de California a Nueva York, y Tee-shirt, que había perdido de golpe a todos sus amigos, accedió a acompañar a su madre. Esta había conocido a Alik en Moscú, durante su juventud de acróbata circense, pero en América habían pasado muchos años sin verse. Tantos que Irina había dejado de pensar en lo que le diría cuando volvieran a encontrarse. El día de la inauguración, él había cogido con la mano izquierda un botón de su chaqueta adornado con un águila tan grande como una gallina, lo había arrancado con un gesto brusco, lo había lanzado al aire y lo había vuelto a coger. Luego había abierto la mano y había echado una ojeada al águila centelleante.
—Tengo que decirte una cosa.
Su brazo derecho colgaba a lo largo del cuerpo como inerte. Con la mano izquierda había apretado la espesa cabellera castaña de Irina, peinada con esmero y adornada con una diadema de seda negra orlada de perlas naturales, y le había susurrado al oído:
—Irka, voy a morirme pronto.
Bueno, pues muérete, podía haber pensado, para mí estás muerto desde hace mucho tiempo... Pero había sentido que una fina y estrecha lima metálica se le hundía en las entrañas y se movía lentamente en su interior, mientras un intenso dolor le atravesaba todo el cuerpo, hasta la columna vertebral. La hija seguía a su lado, mirándolos atentamente.
—Vamos a mi casa —propuso Alik.
—He venido con mi hija. No sé si ella querrá.
Irina miró a Tee-shirt.
Hacía tiempo que la muchacha no la acompañaba a ninguna parte. Le había costado mucho convencerla para que fuera a la exposición. Le preguntó a su hija, completamente convencida de su negativa:
—¿Quieres que vayamos al taller de mi amigo pintor?
—¿De ese pelirrojo? Vale.
Y fueron a su casa. Los cuadros, aunque sin duda eran recientes, le recordaron mucho a los anteriores. Al cabo de unos días volvieron a su casa, casi por casualidad: pasaban por allí. Ese día Irina tenía una reunión de trabajo muy importante y había dejado a Tee-shirt en el taller durante unas tres horas; cuando regresó, se encontró con una escena inimaginable: se gritaban como dos pájaros encolerizados. Alik agitaba el brazo izquierdo —el derecho estaba encogido y apenas podía moverlo—, se ponía en cuclillas y daba pequeños saltos:
—¿Y nunca se te ha ocurrido pensar que todo es un problema de asimetría? ¡Esa es la cuestión! ¡La simetría es la muerte! ¡La parada total! ¡Un cortocircuito...!
—¡Pero no grites! —chillaba Tee-shirt, enrojeciendo con todas sus pecas, con un acento más pronunciado que de costumbre—. ¿Y si a mí me gusta? ¡Simplemente me gusta! ¿Por qué siempre queréis tener razón?
Alik dejó caer el brazo.
—¿Sabes...?
Irina había estado a punto de desmayarse junto al ascensor. Alik, sin saberlo, había quebrado en un santiamén la extraña forma de autismo que padecía su hija desde los cinco años. La llama de un antiguo rencor ardió en ella, pero enseguida se apagó: para qué llevarla al psiquiatra; mejor sería darle la oportunidad de tener contactos humanos, de los que carecía por completo...
2
De nuevo chirrió el ascensor. En el umbral de la puerta, Nina vio a una nueva visitante y corrió a su encuentro poniéndose su quimono negro.
Una mujer pequeña, de rara corpulencia, con aire atareado, depositó entre sus rodillas una bolsa de la compra repleta y se sentó jadeando en un sillón bajo. Estaba toda encendida, acalorada, y sus mejillas resplandecían como el metal de un samovar.
—¡María Ignátievna! ¡Llevo esperándola dos días!
La mujer estaba sentada en el borde mismo del asiento y separaba sus rosados pies calzados con unas zapatillas de fieltro que ya no se llevaban en ese continente.
—Pero yo no me olvido de ti, Ninochka. Estoy todo el tiempo trabajando para Alik. Ayer me ocupé de él desde las seis... —Acercó al rostro de Nina unos dedos triangulares con uñas verdosas de distrófica—. Puedes creerme, eso requiere concentración... Ha hecho que me suba la tensión, apenas puedo andar... Y encima este maldito calor... Mira, he traído las últimas.
Sacó de la bolsa de tela tres botellas oscuras con un líquido espeso.
—Aquí están. He fabricado un nuevo ungüento y un producto para hacer inhalaciones. Este es para las piernas. Mojas un trapo y lo aplicas en la planta de los pies, pones por encima una bolsa de celofán y haces un nudo. Dos horas. No te preocupes si la piel se pela un poco. En cuanto lo retires, te lavas inmediatamente.
Nina contempló con veneración a aquel espantapájaros y sus pócimas. Cogió las botellas. Apretó una de ellas, la más pequeña, contra su mejilla: estaba fría. Las llevó al dormitorio. Levantó el estor y depositó las botellas en el estrecho alféizar. Había allí ya toda una batería de ellas.
María Ignátievna se ocupaba de la tetera. Era la única persona capaz de beber té con ese calor, no el tipo americano, helado, sino el ruso, caliente, con azúcar y mermelada.
Mientras Nina, agitando sus largos cabellos, que parecían estar perdiendo su brillo dorado para mostrar una profunda tonalidad plateada, aplicaba compresas en los pies de Alik y los cubría con un ligero paño a cuadros, cuyo dibujo seudoescocés no pertenecía a ningún clan, María Ignátievna conversaba con Fima. A él le interesaban sus resultados. Ella lo contemplaba con magnánimo desprecio.
—¡Efim Isakich! ¡Fimochka! ¡Pero de qué resultados me habla! Se huele ya la tumba... Pero todo está en manos de Dios, eso es lo que le digo. ¡Lo que no habré visto yo! Hay algunos que parece que se van, que se han ido ya del todo, pero no: no les deja partir. ¡En esas hierbas hay mucha fuerza! Su poder atraviesa las piedras. Está allí, en el ápice... Y eso es lo que yo cojo, el ápice, y también el extremo de las raíces... A veces el enfermo se inclina completamente sobre la tierra y de pronto se vuelve a levantar. Hay que creer en Dios, Fima. ¡Sin Dios ni siquiera crece la hierba!
—Así es —asintió Fima con un tono ligero, y se secó la mejilla izquierda, cubierta de unas marcas en forma de cráteres que atestiguaban las luchas hormonales de su juventud.
Gracias al curso de botánica del quinto año, conocía la fototaxia positiva de las plantas, sobre la que aquella mujer gorda, de rostro fofo y como de trapo hablaba en términos vagos y misteriosos, pero como era un especialista sabía también que la maldita enfermedad de Alik no iba a desaparecer: el último músculo que funcionaba, el del diafragma, empezaba a mostrar signos de debilidad, de modo que en los próximos días se produciría la muerte por asfixia. El problema que en esos casos se planteaba en el país —en qué momento apagar los aparatos— lo había resuelto Alik de antemano: había abandonado el hospital justo antes del final, renunciando de ese modo a un lamentable suplemento de vida artificial.
A Fima le angustiaba ahora la idea de que probablemente sería él quien tuviera que inyectarle a Alik, en un determinado momento, un somnífero que aliviara los sufrimientos del ahogo y cuyo efecto secundario —la opresión del centro respiratorio— le causaría la muerte... Pero no se podía hacer nada: ingresarlo de urgencia en el hospital, como habían hecho ya dos veces, probablemente no sería ya posible. Y buscar de nuevo documentos falsos requería muchas gestiones y era peligroso...
—Que os vaya bien —dijo en voz baja Fima y cogiendo su famoso maletín, salió sin despedirse. Allí no se prestaba atención a las minucias.
¿Se habrá ofendido?, pensó María Ignátievna.
No comprendía muy bien la vida del lugar. Había llegado de Bielorrusia el año anterior, invitada por una pariente enferma, pero cuando tuvo los papeles en orden y pudo emprender el viaje, ya no había nadie a quien cuidar. De modo que había atravesado el océano con su fuerza milagrosa y sus hierbas de contrabando para nada. En realidad, no del todo para nada, pues allí encontró a algunas personas interesadas en su arte y se había dedicado a su actividad ilícita y prohibida sin temor a posibles consecuencias. Sin embargo, no salía de su asombro: vaya unas leyes que tenéis aquí; curo a las personas, puede decirse que las traigo del otro mundo, ¿por qué debo tener miedo?... Nadie logró convencerla sobre las cuestiones de la licencia y de los impuestos. Nina la había conocido en una pequeña iglesia ortodoxa de Manhattan y enseguida decidió que Dios había enviado a aquella curandera para cuidar de Alik. En los últimos años, antes incluso de la enfermedad de Alik, Nina se había reconciliado con la ortodoxia y propinó un duro golpe al oscurantismo: consideró un pecado su pasatiempo favorito, las cartas del tarot, y se las regaló a Gioia.
María Ignátievna hizo a Nina una señal con el dedo. Esta se dirigió a la cocina, vertió zumo de naranja en un vaso, luego vodka y arrojó un puñado de cubitos de hi