El mejor de los pecados

Mario Benedetti

Fragmento

cap-1

Los novios

1

Al principio yo la saludaba desde mi vereda y ella me respondía con un ademán nervioso e instantáneo. Después se iba a los saltos, golpeando las paredes con los nudillos, y, al llegar a la esquina, desaparecía sin mirar hacia atrás. Desde el comienzo me gustaron su cara larga, su desdeñosa agilidad, su impresionante saco azul que más bien parecía de muchacho. María Julia tenía más pecas en la mejilla izquierda que en la derecha. Siempre estaba en movimiento y parecía encarnizada en divertirse. También tenía trenzas, unas trenzas color paja de escoba que le gustaba usar caídas hacia el frente.

Pero, ¿cuándo fue eso? El viejo ya había puesto la mercería y mamá hacía marchar el fonógrafo para copiar la letra de «Melenita de oro», mientras yo enfriaba mi trasero sobre alguno de los cinco escalones de mármol que daban al fondo; Antonia Pereyra, la maestra particular de los lunes, miércoles y viernes, trazaba una insultante raya roja sobre mi inocente quebrado violeta, y a veces rezongaba: «¡Ay, Jesús, doce años y no sabe lo que es un común denominador!». Doce años. De modo que era en 1924.

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Vivíamos en la calle principal. Pero toda avenida 18 de Julio en un pueblo de ochenta manzanas, es bien poca cosa. A la hora de la siesta yo era el único que no dormía. Si miraba a través de la celosía, transcurría a veces un bochornoso cuarto de hora sin que ningún ser viviente pasase por la calle. Ni siquiera el perro del señor Comisario, que, según decía y repetía la negra Eusebia, era mucho menos perro que el señor Comisario.

Por lo general, yo no perdía tiempo en esa inercia contemplativa; después del almuerzo me iba al altillo y, en lugar de estudiar el común denominador, leía como un poseído a Julio Verne. Leía sentado en el suelo, incómodamente tirado hacia adelante, con la prevista consecuencia de unos alegres calambres en las pantorrillas o una opresión muscular en el estómago. Bueno, qué importaba. Después de todo, era un placer cerrar la puerta que me comunicaba con el mundo y con mamá, no porque yo fuera un solitario vocacional, ni siquiera por vergüenza o resentimiento. Tan sólo era un disfrute disponer de dos horas para mí mismo, construirme una intimidad entre esas paredes rugosamente blancas, y acomodarme en la franja de sol, cuidando, claro, de que Verne permaneciera en la sombra.

La dulce modorra, el compacto silencio de esas tardes, estaban aliviados por voces lejanísimas, gritos que eran casi susurros, ruidos indescifrables, y también unas bocinas tan gangosas como después no he vuelto a escuchar. Frente a mí el cielo estaba quieto, sin una nube, como otra pared. A veces esa monotonía celeste me ponía los párpados pesados y mi cabeza acababa por inclinarse hacia un costado, por lo menos hasta que encontraba la pared y el polvo de cal me llenaba la oreja.

No guardo una excesiva nostalgia de mi infancia. Conservo en cambio un melancólico recuerdo de ese altillo vacío, sin muebles ni estanterías, con sus toscas paredes, su cielo incandescente y sus baldosas de un desvaído color remolacha.

La soledad es un precario sucedáneo de la amistad. Yo no tenía amigos. Los mellizos de Aramburu, el hijo del boticario Vieytes, el Tito Lagomarsino, los primos Alberto y Washington Cardona, venían a menudo a casa, ya que sus madres y la mía mantenían una antigua relación llena de hábitos comunes, de chismes cruzados, de comuniones compartidas. Así como hoy se habla de profesionales de la misma promoción, en 1924 las mujeres de una capital departamental se sentían amigas a partir de su encuentro en un solo nivel histórico: el de la primera comunión. Confesar, por ejemplo: «Con Elvira y con Teresa tomamos juntas la primera comunión», significaba, lisa y llanamente, que a las tres las unía un vínculo casi indestructible, y si alguna vez, por un imprevisto azar que podía tomar la forma de un viaje repentino o una pasión avasallante, una compañera de comunión se apartaba del grupo, de inmediato su descomedida actitud era incorporada a la lista de las más increíbles traiciones.

Que nuestras madres fueran amigas y se besuquearan toda vez que se encontraban en la plaza, en el Club Uruguay, en los Grandes Almacenes Gutiérrez, en la afelpada penumbra de sus días de recibo, no alcanzaba para decretar una gentil convivencia entre los más ilustres de sus vástagos. Cualquiera de nosotros que acompañase a la madre en alguna de sus visitas semanales, después de pronunciar un respetuoso: «Yo bien, ¿y usted, doña Encarnación?», pasaba automáticamente al fondo a jugar con los hijos de la dueña de casa. Jugar significaba las más de las veces apedrearse de árbol a árbol, o, en mejores ocasiones, acabar a las trompadas, revolcados en la tierra, los bolsillos desgarrados y las solapas definitivamente mustias. Si yo no me peleaba con más asiduidad era por temor a que María Julia se enterase. Por encima de sus pecas, María Julia contemplaba el mundo con una sonrisa de satisfecha comprensión, y lo curioso era que esa comprensión abarcaba también al equipo de adultos.

Era un año menor que yo; sin embargo, cuando le hablaba tenía que sobreponerme previamente a esa misma bocanada de timidez que complicaba mis relaciones con los viejos, con Antonia Pereyra, con los respetables en general.

Ella vivía en la calle Treinta y Tres, a cuatro cuadras de la plaza, pero pasaba muy a menudo (por lo menos, tres veces en la tarde) por la puerta de la mercería. Eso al menos había oído decir a mamá y a Eusebia, pero la muerte de sus padres era un tema prohibido. El Tito Lagomarsino me procuró la versión que circulaba en la cocina de su casa: que el padre, antiguo empleado de la sucursal del Banco República, había falsificado cuatro firmas y se había suicidado antes de que nadie hubiera descubierto la módica estafa de veinticinco mil pesos. Según la misma fuente de rumores, poco después «la madre había muerto de dolor».

Había, por lo tanto, dos sentimientos muy diversos, casi contradictorios, en las relaciones del pueblo con María Julia: la lástima y el desprecio. Era la hija de un estafador, estaba por lo tanto deshonrada. De modo que no resultaba una compañía especialmente deseable, ni siquiera una aceptable camarada de juegos para el renglón hijas en aquel reducido mercado departamental. No obstante ello, era una inocente, y esta teoría había sido convenientemente difundida por el padre Agustín, un sacerdote panzón y gallego, que aprovechaba sus engoladas recomendaciones de piedad para cargar las tintas sobre el suicida, «un impío que jamás había pisado los umbrales de la casa de Dios». El resultado de esa dualidad era que las buenas familias estaban siempre dispuestas a sonreírle a María Julia cuando la encontraban en la calle, incluso a pasarle la mano sobre el pelo en desorden y después murmurar: «Pobrecita, ella no tiene la culpa». Con eso quedaba cumplida la cuota de cristiana misericordia, y a la vez se ahorraban fuerzas para cuando llegara la hora de cerrarle las puertas de todas las casas, apartarla de todas las cofradías infantiles y hacerle sentir que estaba algo así como marcada.

2

Si hubiera depend

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