Los días del abandono

Elena Ferrante

Fragmento

cap-1

1

Un mediodía de abril, justo después de comer, mi marido me anunció que quería dejarme. Lo dijo mientras quitábamos la mesa, los niños se peleaban como de costumbre en la habitación de al lado y el perro gruñía en sueños junto al radiador. Me dijo que estaba confuso, que estaba atravesando una mala época, que se sentía cansado, insatisfecho, quizá también ruin. Habló largo y tendido de nuestros quince años de matrimonio, de nuestros hijos, y admitió que no tenía nada que reprocharnos, ni a ellos ni a mí. Mantuvo la compostura, como siempre, aparte de un movimiento exagerado de la mano derecha cuando me explicó, con una mueca infantil, que unas voces sutiles, una especie de susurro, lo empujaban hacia otro lado. Luego asumió la culpa de todo lo que estaba pasando y se fue, cerró con cuidado la puerta de casa y me dejó petrificada junto al fregadero.

Pasé la noche reflexionando, desolada en el gran lecho conyugal. Por más que analizaba la última etapa de nuestra relación, no conseguía encontrar signos reales de crisis. Lo conocía bien, sabía que era un hombre de sentimientos tranquilos: la casa y los ritos familiares eran indispensables para él. Hablábamos de todo, seguíamos abrazándonos y besándonos; a veces era tan divertido que me hacía reír hasta que se me saltaban las lágrimas. Me parecía imposible que quisiera irse de verdad. Luego caí en la cuenta de que no había cogido ni una sola de las cosas que le importaban, que incluso había olvidado despedirse de los niños, y entonces tuve la certeza de que no se trataba de algo grave. Estaba atravesando uno de esos momentos que se cuentan en los libros, cuando un personaje reacciona de modo ocasionalmente exagerado al normal descontento de vivir.

Por otro lado, no era la primera vez; a fuerza de dar vueltas en la cama, recordé el momento y los hechos. Muchos años antes, cuando solo llevábamos juntos seis meses, me había dicho, después de besarme, que prefería no verme más. Yo estaba enamorada de él, y al oírlo se me heló la sangre en las venas. Sentí frío, él se había ido y yo me había quedado en el parapeto de piedra que hay debajo de Sant’ Elmo, mirando la ciudad pálida y el mar. Cinco días después me llamó por teléfono. Estaba abochornado, se justificó, me dijo que había experimentado un súbito vacío de sentido. Aquella expresión se me quedó grabada, estuvo rondándome la cabeza durante mucho tiempo.

Volvió a usarla mucho después, hacía unos cinco años. En aquella época nos veíamos a menudo con una compañera suya del Politécnico, Gina, una mujer inteligente y culta, de familia adinerada, que se había quedado viuda poco antes, con una hija de quince años. Llevábamos solo unos meses viviendo en Turín, y ella nos consiguió una bonita casa junto al río. La ciudad, a primera vista, no me gustó, me pareció de metal; pero pronto descubrí que desde el balcón de casa era hermoso contemplar el paso de las estaciones: en otoño se veía el verde del parque Valentino amarillear o arrebolarse, deshojado por el viento, y las hojas revoloteaban por el aire brumoso y se alejaban sobre la lámina gris del Po; en primavera llegaba del río una brisa fresca y reluciente que animaba los brotes nuevos en las ramas de los árboles.

Me adapté rápidamente, sobre todo porque madre e hija se desvivieron por hacerme la vida fácil, me ayudaron a familiarizarme con las calles y me acompañaron a los comercios de confianza. Pero se trataba de amabilidades con un trasfondo ambiguo. En mi opinión, no había duda de que Gina se había enamorado de Mario. Demasiadas zalamerías. A veces, yo le gastaba bromas muy explícitas. Le decía: «Te ha llamado por teléfono tu novia». Él se defendía con cierta complacencia y nos reíamos, pero con el tiempo las relaciones con aquella mujer se hicieron más estrechas y no pasaba un día sin que llamase por teléfono. Unas veces le pedía que la acompañase a alguna parte; otras ponía como excusa a Carla, su hija, diciendo que no le salía un ejercicio de química; otras buscaba un libro que ya no estaba a la venta.

No obstante, Gina sabía corresponder con generosidad equilibrada; aparecía siempre con regalitos para mí y para los niños, me prestaba su coche, nos dejaba a menudo las llaves de su casa, cerca de Cherasco, para que pasáramos en ella el fin de semana. Nosotros aceptábamos encantados, se estaba bien allí, aunque siempre había que contar con la posibilidad de que madre e hija apareciesen de improviso, desbaratando nuestras costumbres familiares. Además, a un favor había que responder con otro favor, y las amabilidades terminaron por convertirse en una cadena que nos ataba. Poco a poco, Mario fue asumiendo el papel de tutor de la hija, habló con todos sus profesores, haciendo las veces del padre muerto y, aunque estaba agobiado de trabajo, en cierto momento se sintió obligado a darle clases de química. ¿Qué podía hacer yo? Durante un tiempo intenté vigilar a la viuda; cada vez me gustaba menos cómo cogía a mi marido del brazo o le susurraba al oído entre risas. Hasta que un día lo comprendí todo. Desde la puerta de la cocina vi a la pequeña Carla, que, al despedirse de Mario en el pasillo tras una de aquellas clases, en lugar de besarlo en la mejilla, lo besaba en la boca. Comprendí de golpe que no era de la madre de quien tenía que preocuparme, sino de la hija. Quizá sin darse cuenta siquiera, aquella chica llevaba quién sabe cuánto tiempo evaluando el poder que su cuerpo ondulado y sus ojos inquietos ejercían sobre mi marido; y él la miraba como se mira desde la sombra una pared blanca bañada por el sol.

Estuvimos discutiéndolo, pero con calma. Yo odiaba los tonos de voz altos, los movimientos demasiado bruscos. Mi familia era de sentimientos ruidosos, extrovertidos, y yo, sobre todo en la adolescencia —incluso cuando me quedaba callada, tapándome los oídos en un rincón de la casa de Nápoles, agobiada por el tráfico de la Via Salvator Rosa—, sentía dentro de mí una vida desbordante y tenía la impresión de que en cualquier momento se desencajaría todo por culpa de una frase demasiado hiriente o de un gesto poco sereno del cuerpo. Por eso había aprendido a hablar poco y de forma meditada, a no tener nunca prisa, a no correr siquiera para coger el autobús, a alargar lo más posible mis tiempos de reacción, llenándolos de miradas perplejas, de sonrisas inciertas. Más tarde, el trabajo me había proporcionado disciplina. Había dejado la ciudad con la intención de no volver nunca y había estado dos años en la oficina de reclamaciones de una compañía aérea en Roma. Hasta que, después de la boda, me despedí y seguí a Mario por el mundo, allí donde su trabajo de ingeniero lo reclamaba. Lugares nuevos, vida nueva. Del mismo modo, para mantener bajo control la angustia de los cambios, me había acostumbrado definitivamente a esperar con paciencia que la emoción cediera y tomara por fin el camino de la voz serena, contenida en la garganta para no dar el espectáculo.

Aquella autodisciplina resultó indispensable durante nuestra pequeña crisis conyugal. Pasamos largas noches de insomnio enfrentándonos con serenidad y en voz baja, para que los niños no nos oyeran, para evitar los ataques cargados de palabras que abriesen heridas incurables. Mario se expresaba con vaguedad, como un paciente que no sabe distinguir con precisión sus síntomas; en ningún momento conseguí que me dijera lo que sentía, lo que quería, lo que yo debía esperar. Unos días más tarde

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