El chico nuevo

Tracy Chevalier

Fragmento

cap-1

 

Dee reparó en él antes que nadie. Se alegró, y atesoró esa sensación. Se sentía especial por haberlo tenido unos pocos segundos para ella sola, antes de que el mundo que los rodeaba se detuviera un instante y no volviera a recuperarse en todo el día.

El patio estaba ajetreado antes de clase. Habían llegado ya niños suficientes para empezar juegos de tabas, pelota y rayuela, que tendrían que interrumpir cuando sonara el timbre. Dee no había llegado pronto, su madre la había enviado arriba a cambiarse la camiseta por otra más ancha, con la excusa de que se había manchado de huevo, aunque Dee no vio la mancha de yema por ninguna parte. Tuvo que correr parte del camino, con las trenzas golpeándole la espalda, hasta que, por el reguero de estudiantes que iban en la misma dirección, supo que no llegaba tarde. Llegó al patio solo un minuto antes de que sonara el primer timbre.

No le dio tiempo de ir con su mejor amiga, Mimi, que estaba saltando a la comba con las otras chicas, así que Dee se dirigió a la puerta del edificio que daba al patio, donde el señor Brabant se encontraba con los otros profesores esperando a que se formasen las filas de las clases. Su profesor llevaba el pelo tan corto que siempre se le quedaba de punta y parecía que tuviese la cabeza cuadrada. Alguien le había contado a Dee que había combatido en Vietnam. Dee no era la mejor alumna de la clase —ese honor le correspondía a la mojigata de Patty—, pero le gustaba complacer al señor Brabant siempre que podía, lo bastante para que se fijara en ella, aunque sabía que a veces decían que era una enchufada.

Ocupó su sitio al principio de la fila, miró a su alrededor y se fijó en las chicas que seguían saltando a la comba. Entonces lo vio, una presencia inmóvil al lado del carrusel. Había cuatro chicos dando vueltas en él: Ian, Rod y dos niños de cuarto. Iban tan deprisa que Dee estaba segura de que uno de los profesores acabaría haciéndoles parar. Una vez un chico había salido despedido y se había roto un brazo. Los dos niños de cuarto parecían asustados, pero no podían controlar el carrusel, pues Ian estaba impulsándose en el suelo para mantener la velocidad.

El chico que había al lado de aquel movimiento frenético no iba vestido como los demás, con vaqueros, camiseta y zapatillas. Llevaba unos pantalones grises acampanados, una camiseta blanca y zapatos negros, como un alumno de un colegio privado. Pero lo que más llamaba la atención era su piel, cuyo color le recordó a Dee a los osos que había visto unos meses antes en el zoo, durante una visita escolar. Aunque se llamaban osos negros, su pelaje era de color marrón oscuro, con un tono rojizo en las puntas. Se habían pasado casi todo el rato durmiendo u olisqueando la pila de comida que les había echado el guarda en el comedero. Solo cuando Rod lanzó un palo a los animales para impresionar a Dee, respondió uno de los osos y mostró los dientes amarillos con un gruñido que hizo gritar y reír a los niños. Pero a Dee no le pareció gracioso; miró a Rod con el ceño fruncido y se marchó.

El chico nuevo no estaba mirando el carrusel, sino observando el edificio en forma de ele. Era un típico colegio de las afueras, construido ocho años antes como dos cajas de zapatos de ladrillo rojo unidas sin demasiada imaginación. Cuando Dee empezó a ir a la guardería todavía olía a nuevo. Ahora, sin embargo, era como un vestido que se hubiese puesto demasiadas veces, con desgarrones, manchas y marcas donde se había descosido el dobladillo. Conocía todas las aulas, todas las escaleras, todas las barandillas, todos los cubículos de los baños. Conocía también hasta el último centímetro del patio igual que el de los niños más pequeños, situado al otro lado del edificio. Dee se había caído de los columpios, arañado los muslos en el tobogán y quedado atrapada en las barras a las que se había encaramado y de donde luego no se había atrevido a bajar. Una vez había declarado que la mitad del patio de recreo era la Ciudad de las Niñas, y ella, Mimi y Blanca habían expulsado a los niños que se atrevieron a cruzar la línea. Se había escondido con otras a la vuelta de la esquina, cerca de la entrada del gimnasio, donde los profesores de guardia no podían verlas y podían ponerse lápiz de labios, leer tebeos y jugar a la botella. Había vivido su vida en el patio, había reído y llorado, se había enamorado, había hecho amigos y unos cuantos enemigos. Era su mundo, tan familiar que lo daba por supuesto. Al cabo de un mes lo abandonaría para pasar a secundaria.

Ahora alguien nuevo y diferente había entrado en el territorio, y esto hizo que Dee volviera a ver aquel espacio, que de pronto le pareciese sucio y desvencijado, y que se sintiera una extraña en él. Lo mismo que el nuevo.

En ese momento se movió. No como un oso, con su paso lento y torpe. Más bien como un lobo o —Dee intentó pensar en animales oscuros— una pantera, un gato doméstico amplificado. Pensara en lo que pensase —probablemente en ser el chico nuevo en un patio lleno de desconocidos con un color de piel distinto al suyo—, se dirigió hacia la puerta del colegio, donde lo esperaban los profesores con la seguridad inconsciente de quien sabe cómo funciona su cuerpo. Dee notó una opresión en el pecho. Contuvo el aliento.

—Vaya, vaya —observó el señor Brabant—. Me parece que oigo los tambores de la selva.

La señorita Lode, la otra maestra de sexto de primaria que estaba a su lado, soltó una risita.

—¿De dónde ha dicho la señora Duke que es?

—Creo que de Guinea. ¿O era de Nigeria? De África, en cualquier caso.

—Es suyo, ¿no? Mejor usted que yo.

La señorita Lode se alisó la falda y se toqueteó los pendientes, tal vez para asegurarse de que aún seguían allí. Era un hábito nervioso que repetía a menudo. Siempre iba muy pulcra, excepto por la media melena corta y rubia que los rizos hinchaban. Ese día llevaba una falda de color verde lima, una blusa amarilla y unos discos verdes enganchados a las orejas. Los zapatos también eran verdes, con el tacón bajo y cuadrado. A Dee y a sus amigas les encantaba hablar sobre el atuendo de la señorita Lode. Era joven, pero su ropa no se parecía en nada a las camisetas rosas y blancas y los tejanos acampanados con flores bordadas en el dobladillo que llevaban sus alumnas.

El señor Brabant se encogió de hombros.

—No creo que me dé problemas.

—No, claro que no.

La señorita Lode fijó los grandes ojos azules en su colega como si no quisiera perderse ni una sola migaja de sabiduría que pudiera ayudarla a convertirse en mejor profesora.

—¿Cree que deberíamos..., en fin, decirle algo a los demás alumnos? No sé..., ¿que es diferente? Para que lo acojan mejor.

—Déjese de remilgos, Diane —le espetó el señor Brabant—. No hay que darle un trato especial solo porque sea neg... nuevo.

—No, pero... No. Claro. —Los ojos de la señorita Lode se humedecieron.

Mimi le había contado a Dee que una o dos veces la maestra había llorado en clase. Sin que ella lo supiera, sus alumnas la llamaban Lody la Bebé Llorica.

Brabant posó la mirada en Dee, que esperaba delante de él, y carraspeó.

—Dee, ve a buscar a las demás. —Indicó por gestos a las que estaban saltando a la comba—. Diles que si siguen saltando después de que suene el primer timbre les qu

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