¿Quién te crees que eres?

Alice Munro

Fragmento

cap-1

Palizas soberanas

Una soberana paliza. Esa era la promesa de Flo. «Vas a llevarte una soberana paliza.»

La palabra «soberana» se arrellanaba en su lengua, revestida de boato. Rose tenía la necesidad de hacerse una imagen de las cosas, de detectar absurdos, que era más fuerte que la necesidad de no meterse en líos, y en lugar de tomarse la amenaza a pecho, meditaba: ¿cómo es soberana una paliza? Recreó una avenida arbolada, una multitud de espectadores ceremoniosos, varios caballos blancos y esclavos negros. Alguien arrodillado, y la sangre saltando a borbotones, como estandartes. Una ocasión a la vez salvaje y espléndida. En la vida real no adquirían tanta dignidad, y era solo Flo quien intentaba dotar al suceso de cierto aire de fuerza mayor y penitencia. Rose y su padre pronto traspasaron los límites del decoro.

Su padre era el rey de las palizas soberanas. Las de Flo nunca llegaron a ser gran cosa; unos cachetes rápidos y bofetadas al tuntún, como si tuviese la cabeza en otra parte. «Quítate de en medio», decía. «Ocúpate de tus asuntos.» «No eches esas miradas.»

Vivían en la parte posterior de una tienda en Hanratty, Ontario, los cuatro: Rose, su padre, Flo y el hermanastro menor de Rose, Brian. La tienda, de hecho, era una casa que el padre y la madre de Rose habían comprado cuando se casaron y se instalaron allí, en el negocio de la restauración y la tapicería de muebles. Su madre sabía tapizar. Rose debería haber heredado de ambos unas manos diestras, una afinidad inmediata con los materiales, un ojo para los arreglos mañosos, pero no fue así. Era torpe, y cuando se rompía algo se impacientaba por barrerlo y tirarlo a la basura.

Su madre había muerto. Una tarde le dijo al padre de Rose: «Tengo una sensación muy difícil de describir. Como un huevo duro en el pecho, con cáscara y todo». Murió antes de la noche, tenía un coágulo de sangre en el pulmón. Entonces Rose era un bebé, aún estaba en un moisés, así que por supuesto no se acordaba de nada. Sabía la historia por Flo, que debía de habérsela oído contar a su padre. Flo llegó poco después, para ocuparse de Rose en el moisés, casarse con su padre, abrir una tienda de alimentación en la parte delantera de la vivienda. Rose, que no había conocido más casa que aquella, que no había conocido más madre que Flo, veía los dieciséis meses escasos que sus padres pasaron allí como una época pacífica, mucho más dulce y ceremoniosa, con ligeros toques de bonanza. No podía agarrarse a nada salvo unas hueveras de porcelana que su madre había comprado, con una cenefa de vides y pájaros, pintadas con delicadeza, como en tinta roja; el dibujo empezaba a borrarse. No quedaban libros, ni ropa o fotografías suyas. Su padre debió de deshacerse de todo, o tal vez había sido Flo. La única historia que Flo contaba de su madre, la de su muerte, era curiosamente mezquina. A Flo le gustaba recrearse en los detalles de una muerte: las cosas que la gente decía, cómo protestaban o intentaban levantarse de la cama, o si insultaban o se reían (a algunos les daba por ahí), pero cuando mencionaba el huevo duro en el pecho de su madre hacía que la comparación sonara un poco ridícula, como si de verdad su madre hubiese sido una de esas personas capaces de creer que te puedes tragar un huevo entero.

Su padre tenía un cobertizo fuera, detrás de la tienda, donde se dedicaba a arreglar y restaurar muebles. Tejía asientos y respaldos de mimbre, remendaba labores de rejilla, tapaba grietas, ensamblaba patas, todo a conciencia y con maña y de lo más barato. Ese era su orgullo: asombrar a la gente con un trabajo tan magnífico a precios tan módicos, hasta ridículos. En los años de la Depresión la gente no podía permitirse pagar más, quizá, pero él continuó con la misma práctica durante la guerra, durante los años de prosperidad después de la guerra, hasta que murió. Nunca hablaba con Flo de lo que cobraba o lo que se debía. Tras su muerte, ella tuvo que salir y abrir con llave la puerta del cobertizo y sacar toda clase de trozos de papel y sobres rasgados de unos ganchos de aspecto siniestro que le servían de archivo. Advirtió que en muchos casos no eran cuentas o recibos ni nada por el estilo, sino registros del clima, datos sobre la huerta, cosas que se había sentido impulsado a anotar.

Comimos patatas nuevas el 25 de junio. Insólito.

Día Oscuro, 1880, nada sobrenatural. Nubes de ceniza de los bosques quemados.

16 de agosto, 1938. Tormenta colosal al anochecer. Rayo cae sobre iglesia presb., mun. Turberry. ¿Voluntad de Dios?

Escaldar fresas para quitar el ácido.

Todo está vivo. Spinoza.

Flo creyó que Spinoza debía de ser una nueva hortaliza que su marido pensaba cultivar, como el brécol o la berenjena. A menudo probaba plantando algo nuevo. Le enseñó el trozo de papel a Rose y le preguntó si sabía qué era Spinoza. Rose lo sabía, o tenía una idea, pero contestó que no. Estaba ya en la adolescencia, una edad en la que creía que no soportaba saber nada más, ni de su padre ni de Flo; apartaba cualquier descubrimiento a un lado con vergüenza y temor.

Había una estufa en el cobertizo, y muchas estanterías toscas cubiertas de latas de pintura y barniz, laca y aguarrás, tarros con pinceles en remojo y también algunos frascos de medicina para la tos. ¿Por qué un hombre que tosía constantemente, un hombre con los pulmones dañados por el gas en la guerra (a la que cuando Rose era pequeña no llamaban la Primera, sino la Última Guerra), se pasaba los días respirando los vapores de la pintura y el aguarrás? Entonces esas preguntas no se planteaban tanto como ahora. En el banco que había junto a la entrada de la tienda de Flo varios viejos del vecindario se sentaban a contar chismes, a dormitar, cuando hacía buen tiempo, y algunos de esos viejos también tosían sin parar. El hecho es que se estaban muriendo, lenta y discretamente, de lo que se llamaba, sin el menor asomo de victimismo, «el mal de la fundición». Habían trabajado toda la vida en la fundición del pueblo, y ahora se pasaban el día sentados, con aquellas caras ajadas y amarillentas, tosiendo, riendo por lo bajo, haciendo comentarios verdes de las mujeres o de cualquier jovencita en bicicleta que veían por la calle.

Del cobertizo no solo llegaban toses, sino también frases, un murmullo continuo, rezongón o alentador, normalmente justo por debajo del volumen en el que las palabras podían discernirse unas de otras. Languidecía cuando su padre se enfrascaba en un trabajo minucioso, y se animaba cuando hacía algo menos exigente, como lijar o pintar. Cada tanto algunas palabras se abrían camino y quedaban suspendidas, claras y absurdas, en el aire. En cuanto se daba cuenta, las enmascaraba con unos carraspeos, o tragaba saliva, o se hacía un silencio inusual, atento.

—Macarrones, salami, Botticelli, alubias…

¿Qué podía significar? Rose solía repetirse aquellas cosas para sus adentros. Nunca se atrevió a preguntarle. Quien pronunciaba esas palabras y quien le hablaba como su padre no eran la misma persona, aunque parecían ocupar el mismo espacio. Hubiese sido de muy mal gusto reconocer la presencia de alguien que supuestamente no estaba allí; no se le habría perdonado. De todos modos, ella merodeaba y escuchaba.

«Las torres coronadas de nubes», lo oyó decir una vez.

—Las torres coronadas de nubes, los esplénd

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