Willa Drake y Sonya Bailey se disponían a vender chocolatinas de puerta en puerta. El dinero recaudado se destinaría a la orquesta de la escuela Herbert Malone, donde estudiaban primaria. Si conseguían vender suficientes, podrían ir a Harrisburg y participar en los concursos regionales. Willa nunca había ido, pero le gustaba el sonido áspero y rocoso de aquel nombre. Sonya sí había estado, pero no se acordaba porque por entonces era muy pequeña. Las dos aseguraban que si no conseguían ir esta vez, se morirían sin remedio.
Willa tocaba el clarinete y Sonya la flauta. Ambas tenían once años. Vivían, a dos manzanas de distancia, en Lark City (Pennsylvania), que desde luego no era una ciudad y que casi ni llegaba a pueblo, porque, de hecho, el único sitio donde había aceras era en la calle donde estaban las tiendas. Cuando Willa se imaginaba otras aceras, eran siempre enormes. Y estaba decidida a, de mayor, no vivir nunca en un lugar que no las tuviera.
Como no había aceras, a ninguna de las dos se les permitía salir de casa después de anochecer. De manera que se pusieron en camino por la tarde, Willa acarreando una gran caja de chocolatinas y Sonya con un sobre marrón para el dinero que esperaban recolectar. Salieron de casa de Sonya, donde antes habían tenido que terminar los deberes. La madre de Sonya les hizo prometer que volverían a casa tan pronto como el sol —que de todos modos a mediados de febrero era de una palidez lechosa— se ocultara detrás de los desiguales árboles que coronaban Bert Kane Ridge. La madre de Sonya era de las que se preocupaban mucho, bastante más que la de Willa.
Habían planeado empezar muy lejos, en Harper Road, y terminar en su barrio. Nadie de la orquesta vivía en aquella calle, así que esperaban recoger un dineral si llegaban antes que los demás. Era lunes, el primerísimo día de la campaña de las chocolatinas; probablemente la mayor parte de los demás participantes esperasen al fin de semana.
A los tres voluntarios que recaudaran más se los invitaría a una comida de dos platos y postre con el señor Budd, el profesor de música, en un restaurante del centro de Harrisburg, todo pagado.
Las casas de Harper Road eran bastante nuevas. Se las calificaba de estilo «rancho». De una sola planta y de ladrillo, las personas que vivían en ellas también eran recientes: casi todos empleados de la fábrica de muebles inaugurada en Garrettville un par de años antes. Willa y Sonya no conocían a nadie y eso era bueno, porque no se sentirían incómodas por ir vendiendo de puerta en puerta.
Antes de intentarlo en la primera casa, se detuvieron detrás de un arbusto de hoja perenne de buen tamaño para prepararse. Se habían lavado las manos y la cara en casa de Sonya, a quien además no le había costado peinarse porque por su pelo, liso y oscuro, el peine se deslizaba sin problemas. La nube de rizos dorados de Willa requería un cepillo, y no un peine, pero Sonya no tenía, de manera que Willa tuvo que atusarse los bucles con las manos lo mejor que pudo. Las dos vestían chaquetas de lana casi iguales y capuchas con un ribete de piel sintética, además de vaqueros con los bajos vueltos para que se viera el forro de franela de cuadros. Sonya calzaba zapatillas de deporte, pero Willa llevaba los clásicos zapatos marrones con cordones del colegio: no había querido pasar por su casa, ya que temía que la entretuviera su hermana pequeña, que insistiría en acompañarlas.
—Levanta mucho la caja de chocolatinas cuando abran la puerta —le dijo Sonya a Willa—. No enseñes solo una. Pregunta: «¿Querría comprarnos unas chocolatinas?». En plural.
—¿Soy yo la que tiene que preguntar? —dijo Willa—. Creía que ibas a ser tú.
—Me sentiría ridícula preguntando.
—¿Sí? ¿Y crees que yo no voy a sentirme ridícula?
—Pero a ti se te dan mucho mejor las personas mayores.
—Y ¿qué harás tú?
—Me encargaré del dinero —contestó Sonya, agitando el sobre marrón.
—Vale —dijo Willa—, pero luego, en la segunda casa, preguntarás tú.
—De acuerdo —dijo Sonya.
Claro que estaba de acuerdo, porque en la casa siguiente todo sería ya mucho más fácil. Aun así, Willa se abrazó a la caja de las chocolatinas y Sonya se dio la vuelta para encabezar la expedición por el sendero de baldosas.
Aquella casa tenía delante una escultura de metal que no era más que una curva, sencilla y alta, muy moderna. El timbre tenía iluminación propia y brillaba incluso en pleno día. Sonya lo pulsó. Una agradable melodía de dos notas se dejó oír en algún lugar del interior, seguida de un silencio tan intenso que las dos niñas empezaron a abrigar la esperanza de que no hubiese nadie en casa. Pero enseguida oyeron unos pasos que se acercaban; la puerta se abrió y dejó ver a una mujer que les sonrió. Era más joven que sus madres y más estilosa, llevaba el pelo castaño corto, un llamativo lápiz de labios y minifalda.
—Vaya, ¿qué tal, chicas? —dijo.
Tras ella apareció dando traspiés un niño muy pequeño, que arrastraba un juguete con ruedas y que preguntó:
—¿Quién es, mamá? ¿Quién es, mamá?
Willa miró a Sonya. Sonya miró a Willa. A esta, algo en la expresión de Sonya, tan confiada, tan expectante, con los labios húmedos y ligeramente entreabiertos como si se dispusiera a empezar a hablar al mismo tiempo que su amiga, le resultó cómico, y sintió que le subía por el pecho un pequeño estallido de risa que le cosquilleaba en la garganta. El repentino y sorprendente sonido que salió también resultó cómico —hilarante, de hecho—, y el estallido se convirtió en un vendaval, una auténtica cascada de risas; Sonya, a su lado, no pudo contenerse y se desternilló mientras la dueña de la casa seguía mirándolas, todavía sonriendo de manera inquisitiva.
—¿Querría? —empezó a decir Willa—. ¿Querría usted? —Pero no pudo acabar; era superior a sus fuerzas; le faltaba la respiración.
—¿Estáis proponiéndome que os compre algo? —sugirió con amabilidad su interlocutora.
Willa se dio cuenta de que probablemente también ella había tenido ataques de risa a su edad, aunque, seguro que no, Dios del cielo, seguro que nunca unas risas tan histéricas, unas risas tan irremediables, irresistibles, incontrolables. Aquellas risas eran como un líquido que inundaba todo el cuerpo de Willa, provocando que de los ojos le cayeran lágrimas a raudales y forzándola a encogerse sobre la caja de las chocolatinas y a juntar mucho las piernas para no orinarse encima. Se avergonzó y, por la expresión desesperada y los ojos desorbitados de Sonya, se percató de que a su amiga le pasaba algo parecido, aunque al mismo tiempo lo que sentía era de lo más maravilloso, liberador y relajante. Le dolían las mejillas y los músculos del estómago parecían habérsele ablandado hasta convertirse en seda. Podría haberse derretido, transformarse en un charco allí mismo, en los escalones de la entrada.
Sonya fue la primera en rendirse. Sacudió sin fuerzas un brazo en dirección a la dueña de la casa y se dio la vuelta para marcharse por la senda de baldosas. Willa se volvió también y la siguió sin decir una palabra. Al cabo de un momento oyeron que la puerta se cerraba suavemente a sus espaldas.
Habían dejado ya de reírse. Willa se sentía muerta de cansancio, vacía y un poco triste. Y quizá a Sonya le pasara lo mismo, porque, aunque el sol seguía colgado como una monedita blanca sobre Bert Kane Ridge, dijo:
—Deberíamos esperar hasta el fin de semana. Es demasiado duro con todos los deberes que tenemos que hacer en casa.
Willa no se lo discutió.
Cuando el padre de Willa le abrió la puerta, tenía una expresión pesarosa. Detrás de las gafas sin montura y pequeñas, sus ojos parecían de un azul todavía más pálido que de ordinario y carecían del brillo habitual; además, se pasaba la palma de la mano por la cabeza, calva y suave, de aquella manera lenta e insegura que significaba que había sufrido alguna decepción. Lo primero que se le ocurrió a Willa fue que de algún modo se había enterado de su ataque de risa. Sabía que no era probable —y, de todos modos, su padre no era de esas personas que ponen mala cara en tales casos—, pero ¿cómo explicar si no su expresión?
—Hola, cariño —dijo con una voz que traslucía desaliento.
—Hola, papi.
Su padre se dio la vuelta y se dirigió al cuarto de estar sin propósito fijo; Willa tuvo que cerrar la puerta de la calle. Él todavía llevaba puestos la camisa blanca y los pantalones grises con los que iba a trabajar, pero se había cambiado los zapatos por las zapatillas de pana, de manera que ya debía de llevar un rato en casa. (Daba clases de manualidades en el instituto de enseñanza media de Garrettville y regresaba a casa antes que otros padres.)
La hermana de Willa estaba sentada en la alfombra con el periódico abierto por la página de las viñetas. Tenía seis años y de la noche a la mañana había pasado de ser una monada a convertirse en una criatura fea de verdad: uñas mordidas hasta dejarse los dedos en carne viva, ausencia de incisivos y trenzas de color castaño preocupantemente escuchimizadas.
—¿Cuántas has vendido? —le preguntó a Willa—. ¿Las has vendido todas? —pues Willa había dejado la caja de las chocolatinas en casa de Sonya y solo llevaba la cartera con los libros de texto.
La dejó en el sofá y se quitó la chaqueta. No perdía de vista a su padre, que no se había detenido en el cuarto de estar y se dirigía a la cocina. Willa fue detrás. En la cocina, su padre echó mano de una sartén que colgaba de un tablero de clavijas junto al fogón.
—¡Esta noche, sándwiches de queso fundido! —dijo con voz falsamente alegre.
—¿Dónde está mamá?
—Vuestra madre no cena con nosotros.
Willa esperó a que dijera algo más, pero su padre estaba muy ocupado ajustando la intensidad del fuego; luego dejó caer en ella un trozo de mantequilla y cuando empezó a derretirse ajustó de nuevo el quemador. Enseguida se puso a silbar, de manera apenas audible, una melodía sin pies ni cabeza.
Willa regresó al cuarto de estar. Elaine había terminado de leer las viñetas y estaba doblando el periódico: otra mala señal, porque lo hacía con cuidado extremo, algo muy excepcional, esforzándose por portarse bien.
—¿Está mamá arriba? —preguntó Willa en voz muy baja.
Elaine negó ligeramente con la cabeza.
—¿Se ha marchado?
—Humm…
—¿Qué ha pasado?
Elaine se encogió de hombros.
—¿Enfadada?
—Humm…
—¿Por qué?
Otro encogimiento de hombros.
Bueno, ¿cómo saber qué era lo que pasaba todas las veces, en realidad? Su madre era la más guapa de su instituto, y la más despierta y la más lista, pero luego, de repente, sucedía algo, y tenía un arrebato. A menudo empezaba con su padre. O con Willa o Elaine, pero sobre todo con él. Era de creer que su padre aprendería, opinaba Willa. Pero ¿aprender qué? A su hija mayor le parecía perfecto tal como era, y lo quería más que a nadie en el mundo. Siempre divertido y amable, nunca levantaba la voz ni era gruñón como el padre de Sonya, ni eructaba, como el de Madeline. Sin embargo, su mujer le decía: «Ay, ¡te conozco bien! ¡Te tengo más que calado! Mucho “Sí, cariño” y “No, cariño”, pero tienes más conchas que un galápago».
Willa no estaba segura de lo que quería decir aquello exactamente. En cualquier caso, su padre debía de haber hecho algo mal. Se dejó caer en el sofá y vio que Elaine colocaba el periódico, muy bien doblado y perfectamente alineado, encima de un montón de revistas.
—Ha dicho que estaba hasta las narices —comentó Elaine al cabo de un minuto. Hablaba muy bajito y casi sin mover los labios, como si no quisiera que se notara que estaba hablando—. Le ha dicho que tratara de llevar él la casa si estaba convencido de que podía hacerlo mejor. Ha dicho que papá era «la personificación de la bondad». Y le ha llamado «san Melvin».
—¿San Melvin? —preguntó Willa, frunciendo el ceño. Le sonaba a una cosa buena—. ¿Qué ha respondido él? —quiso saber.
—Al principio, nada. Luego, que sentía que se lo tomara así.
Elaine se sentó en el sofá junto a Willa, aunque casi en el borde mismo.
Habían renovado el cuarto de estar hacía poco; estaba más a la moda que antes. Después de consultar libros sobre decoración de la biblioteca de Garrettville y a una de sus amigas del Little Theatre, su madre había llegado con muestras de telas para distribuirlas aquí y allá sobre el sofá y el respaldo de los dos sillones a juego. Los muebles idénticos estaban desfasados, había dicho. Ahora un tweed azulado cubría un sillón y una tela verde y azul a rayas el otro. Habían arrancado la moqueta para reemplazarla por una alfombra color marfil con flecos, de manera que a lo largo de todo el perímetro se veían las tablas de madera oscura. Willa echaba de menos la moqueta. Su hogar era una vieja casa de madera, pintada de blanco, que crujía cuando soplaba el viento, y la moqueta hacía que pareciese más sólida y cálida. También echaba de menos el cuadro encima de la chimenea que representaba un barco con las velas desplegadas en un mar descolorido. (Lo que había ahora era algo así como un círculo borroso.) Pero estaba orgullosa de lo demás. Sonya había dicho que le gustaría que la madre de Willa se ocupara de redecorar su diminuto cuarto de estar, demasiado anticuado.
Su padre apareció en la puerta con una espumadera en la mano.
—¿Guisantes o judías verdes? —les preguntó.
—¿Por qué no vamos a Bing’s Drive-In, papá? ¡Por favor! —dijo Elaine.
—¡Cómo! —replicó él, haciéndose el ofendido—. ¿No preferirás la comida de un drive-in a mis famosos sándwiches de queso fundido à la Maison?
Sándwiches de queso fundido era lo único que su padre sabía hacer. Los freía a fuego fuerte y despedían un olor intenso y salado que Willa había llegado a asociar con las ausencias de su madre, con sus migrañas insoportables, con sus ensayos en el teatro y con las veces en que se marchaba dando un portazo.
—Tammy Denton va con su familia al Bing’s todos los viernes por la noche —dijo Elaine.
Su padre puso los ojos en blanco.
—¿Acaso Tammy Denton ha apostado últimamente en las carreras por un caballo ganador? —preguntó.
—¿Qué?
—¿Se le ha muerto una tía rica y le ha dejado una fortuna? ¿Ha encontrado, enterrado en su patio de atrás, el cofre del tesoro?
Echó a andar hacia Elaine moviendo cómicamente los dedos de la mano que tenía libre, amenazando con hacerle cosquillas, y la pequeña chilló y se encogió, entre risas, antes de esconderse detrás de su hermana. Willa mantuvo las distancias poniéndose rígida y pegando los codos al cuerpo.
—¿Cuándo vuelve mamá? —preguntó.
—Ah, muy pronto —dijo su padre, irguiéndose.
—¿Dijo adónde iba?
—No, no lo dijo, pero ¿sabes qué?, estoy pensando que nosotros tres deberíamos bebernos una Coca-Cola con la cena.
—¡Viva! —gritó Elaine, asomando por detrás de su hermana.
—¿Se ha llevado el coche? —preguntó Willa.
Su padre se pasó la mano por el cuero cabelludo.
—Bueno, sí —contestó.
Era una mala noticia. Quería decir que no se había limitado a marcharse, calle abajo, a casa de su amiga Mimi Prentice; a saber adónde se habría ido.
—Entonces, nada de Bing’s Drive-In, ¿no? —dijo Elaine, entristecida.
—¡Olvídate del dichoso Bing’s Drive-In! —gritó Willa, volviéndose hacia ella.
Elaine se quedó con la boca abierta.
—¡Cielos! —exclamó su padre.
Pero entonces empezó a salir humo de la cocina, y dijo: «Oh, oh» y se precipitó hacia ella, con el consiguiente estrépito de sartenes y cacerolas.
El coche de la familia era antiguo, tenía un parachoques de otro color desde que su madre chocó contra un guardarraíl en la autovía Este-Oeste, y siempre iba lleno de desechos de su padre: vasos de papel, revistas con las hojas onduladas, envoltorios de dulces y un montón de sobres con manchas circulares de café. Su madre llevaba años queriendo un coche propio, pero eran demasiado pobres. Era ella quien decía que eran demasiado pobres. Su padre aseguraba que les iba muy bien. «Tenemos lo suficiente para comer, ¿no?», preguntaba a sus hijas. Sí, y además tenían un cuarto de estar nuevo de lo más elegante, pensó Willa, que sintió desprecio y resentimiento, y se descubrió inesperadamente adulta al recordar aquellas palabras.
Los sándwiches de queso fundido tenían un aspecto escamoso donde su padre había tenido que raspar las partes quemadas, pero no estaban mal de sabor. Sobre todo con Coca-Cola. La verdura eran judías verdes congeladas que no se habían cocinado lo suficiente, por lo que, además de tener una consistencia húmeda, le crujieron entre los dientes cuando las masticó. Así que escondió la mayoría debajo de las cortezas del sándwich.
Cuando le tocaba hacer la cena, su padre no se ocupaba de los pequeños detalles, como, por ejemplo, retirar cuanto se hubiera acumulado en la mesa antes de ponerla, o doblar las servilletas de papel en forma de triángulo y colocarlas debajo de los tenedores, o bajar los estores para combatir la fría oscuridad que ya presionaba contra los cristales de las ventanas. Todo aquello le provocaba a Willa un sentimiento de vacío. Además, su padre parecía haberse quedado sin ganas de conversación. No habló mucho durante la cena y apenas probó la comida.
Cuando terminaron, él pasó al cuarto de estar y, como era su costumbre, encendió el televisor para ver las noticias. Por lo general, Elaine iba tras él, pero aquella noche se quedó en la cocina con Willa, que tenía que quitar la mesa. Willa amontonó los platos sucios en la encimera junto al fregadero, luego retiró la cacerola del fogón y fue al cuarto de estar para preguntarle a su padre qué hacía con las judías verdes.
—¿Mmm…? —respondió él. Estaba viendo las noticias sobre Vietnam.
—¿Debo guardarlas?
—¿Cómo? No. No lo sé.
Willa esperó. Sintió tras ella la presencia de Elaine, que la había seguido como un perrito.
—¿Quizá mamá vuelva tarde esta noche y le apetezca comérselas? —dijo al fin.
—Tíralas —repuso él al cabo de un momento.
Cuando se volvió para regresar a la cocina, se dio de bruces con Elaine; así de cerca había estado siguiéndola.
En la cocina volcó las judías en el cubo de la basura y dejó la cacerola en la encimera. Limpió la mesa con un trapo húmedo, que luego dejó sobre el grifo, y apagó la luz. Después regresó con Elaine al cuarto de estar y vieron el resto de las noticias, pese a lo aburridas que les parecían. Se sentaron a los lados de su padre, muy pegadas a él, que las rodeó con los brazos y que de vez en cuando las apretaba contra sí, aunque seguía muy callado.
Al acabar las noticias, sin embargo, pareció animarse.
—¿Alguien quiere jugar al parchís? —preguntó, frotándose las manos con gran energía.
Willa, más o menos, había superado ya el parchís, pero exclamó: «¡Yo!» con el mismo tono entusiasta, y Elaine fue a buscar el tablero.
Jugaron en la mesa baja, las dos niñas en el suelo y el padre en el sofá porque, como siempre decía, estaba demasiado viejo y anquilosado para sentarse en el suelo. Se suponía que el parchís era bueno para que Elaine aprendiese aritmética; todavía contaba con los dedos para hacer sumas. Aquella noche, sin embargo, no hizo el menor esfuerzo. Al tirar los dados y sacar un cuatro y un dos, anunció: «Un, dos, tres, cuatro; un, dos», golpeando la ficha sobre cada espacio con la fuerza suficiente para hacer saltar a las demás.
—Seis —la corrigió su padre—. Súmalos, cariño.
Elaine se limitó a sentarse mejor sobre los talones y cuando volvió a jugar, contó primero hasta cinco y luego hasta tres. Esa vez su padre no dijo nada.
La hora de acostarse para Elaine eran las ocho, y para Willa, las nueve, pero cuando su padre mandó subir a la pequeña para que se pusiera el pijama, Willa la acompañó y también se lo puso. Compartían habitación; tenían camas iguales, pegadas a paredes opuestas. Elaine se metió en la suya.
—¿Quién me va a leer? —preguntó, porque la mayoría de las noches era su madre quien se encargaba.
—Te leo yo —dijo Willa.
Se deslizó bajo las sábanas junto a Elaine, y tomó La casa del bosque, el libro que tenía en la mesilla.
Willa pensaba siempre que el personaje del padre de aquel libro se parecía a su padre. Era una idea descabellada, porque en la ilustración misma de la cubierta aparecía el papá de la historia con mucho pelo y barba. Pero tenía el mismo carácter tranquilo e idéntico afán por explicar las cosas, y cada vez que decía algo en el relato, Willa trataba de leer sus palabras con la voz un tanto afelpada de su padre y, como también hacía él, sin pronunciar apenas el final de las palabras.
Al concluir el capítulo, Elaine dijo:
—Otro.
Pero Willa cerró el libro con mucha decisión y replicó:
—Ni hablar. Tendrás que esperar hasta mañana.
—¿Mañana habrá vuelto mamá?
—Claro —dijo Willa—. ¿Qué te imaginabas? Me apuesto lo que sea a que volverá esta noche; es lo más probable.
Luego bajó de la cama de Elaine y fue hasta la puerta, con idea de pedir a su padre que subiera a arroparlas, pero él estaba hablando por teléfono; se dio cuenta porque alzaba la voz más de lo normal y por los silencios entre las frases.
—¡Estupendo! —exclamó él con gran energía, y luego, tras un silencio—: Las siete y cuarto está muy bien. También yo tengo que llegar pronto.
Debía de estar hablando con el señor Law, que enseñaba álgebra, o quizá con la señora Bellows, que era la directora adjunta. Ambos vivían también en Lark City y a veces pasaban a recoger a su padre para llevarlo al instituto cuando su madre necesitaba el coche.
De manera que su madre no iba a estar en casa al día siguiente, eso parecía desprenderse de la conversación. Aunque antes nunca había pasado fuera toda una noche.
Willa apagó la luz, llegó a tientas hasta su cama, se metió bajo las sábanas y se quedó tumbada boca arriba con los ojos muy abiertos. No tenía ni pizca de sueño.
¿Y si su madre no volvía?
No siempre estaba enfadada. Tenía muchos días buenos. En esos días ideaba proyectos muy emocionantes para las tres: cosas que pintar, cosas para decorar la casa, escenas cómicas que representar en vacaciones. Y cantaba con una voz maravillosa, muy nítida, que sonaba como algo líquido. A veces, si Willa y Elaine se lo suplicaban, se sentaba en el cuarto de sus hijas cuando ya estaban acostadas y les cantaba; luego, en el momento en que estaban quedándose dormidas, se levantaba y, sin dejar de cantar, aunque en voz más baja, salía del dormitorio y seguía cantando todo el rato mientras bajaba la escalera hasta que su voz se perdía en el silencio. A Willa le gustaba sobre todo que cantase «Down in the Valley», una canción folk, en especial la parte en que se le pedía a alguien que escribiera una carta y la mandase por correo a la dirección de la cárcel de Birmingham. Era una canción tan desoladora que a Willa le dolía oírla incluso en ese momento, cantándola para sus adentros. Pero era un tipo de dolor dulcemente pesado, agradable.
A la mañana siguiente, su padre, desde la puerta, entonó el silbido especial que utilizaba para despertarlas. «Fiu, fiu», silbó…, como las dos primeras notas de «Dixie»; Willa lo pensaba siempre que las oía. Llevaba siglos despierta, pero se esforzó para que no se notara, haciendo gestos ostentosos al abrir los ojos, desperezarse y bostezar. Ya sabía que su madre no había vuelto. La casa, demasiado vacía, resonaba como un eco y parecía muy vulnerable a la luz blanca y uniforme que entraba por las ventanas.
—¡Hola, cariño! —dijo su padre—. Os he dejado dormir todo lo que he podido, pero debo marcharme antes de que llegue vuestro autobús. ¿Crees que podrás apañarte para que las dos estéis preparadas para ir a clase?
—Sí —dijo Willa.
Se incorporó y miró a Elaine, que estaba tumbada de lado pero hacia ella. En aquel momento abrió los ojos y parpadeó. Willa tuvo la sensación de que también su hermana llevaba un rato despierta.
—He dejado la llave en la mesa de la cocina —prosiguió su padre—. Cuélgatela del cuello, ¿de acuerdo? Solo por si no hay nadie en casa cuando volváis esta tarde del colegio.
—Vale —dijo Willa.
Su padre esperó hasta asegurarse de que su hija mayor bajaba de la cama; luego les dijo adiós con la mano y bajó la escalera. Un momento después sonó fuera un claxon, y Willa oyó de inmediato que la puerta de la calle se abría y se cerraba.
Se pusieron la misma ropa del día anterior, porque a Willa no le apetecía tener que tomar tantas decisiones. Luego se tiró con fuerza del pelo con un cepillo. Elaine seguía llevando unas trenzas demasiado exiguas, pero aseguró que no era necesario tocarlas.
—¿Estás de broma? —dijo Willa—. Se te están deshaciendo.
Le soltó el pelo y se lo cepilló mientras Elaine se retorcía e intentaba escapar haciendo muecas; luego volvió a trenzárselo. Al ponerle en su sitio la segunda goma con un chasquido, se sintió competente y eficaz, pero entonces Elaine dijo:
—No están bien.
—¿Qué quieres decir?
—Las has apretado poco.
—Son iguales que las que mamá te hace todos los días —dijo Willa.
Era absolutamente cierto, pero Elaine fue a mirarse en el espejo del armario empotrado y cuando se volvió tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡No son iguales! —exclamó—. ¡Están demasiado blandas!
—Bueno, ¡lo he hecho lo mejor que he podido, jolín!
A Elaine empezaron a correrle las lágrimas por las mejillas, pero no dijo nada más.
Para desayunar tomaron cereales, zumo de naranja de un tetrabrik y unas pastillas de vitaminas que se masticaban. Luego Willa recogió la mesa y la limpió con un trapo húmedo. En la encimera se acumulaban ya numerosos platos sucios, los de la noche anterior y los del desayuno, lo que resultaba muy deprimente.
Constató que si bien su padre se había hecho café, no había dejado ni cuencos ni platos, de manera que no debía de haber comido nada.
Le preocupaba la posibilidad de perder el autobús escolar —no estaba acostumbrada a calcular el tiempo—, así que a toda prisa le puso la chaqueta a su hermana y se la puso ella, además de las manoplas; luego salieron corriendo de casa y también corrieron calle arriba hasta la parada del autobús, de manera que les sobró mucho tiempo. La parada era una marquesina con un banco y un viejo anuncio de una película X medio despegado. Se sentaron muy juntas, abrazando la cartera con los libros en busca de calor; el aliento, al expulsarlo, se les convertía en aire blanco. La cosa mejoró cuando llegaron otros colegiales: Eula Pratt y su hermano, y los tres Turnstile. Entre todos abarrotaron la marquesina y se movieron arriba y abajo, estremeciéndose y resoplando; Willa empezó a sentirse ya medio reconfortada.
En el autobús, Elaine solía sentarse con Natalie Dean, pero aquel día siguió a su hermana hasta la parte de atrás, donde Sonya le guardaba a Willa un sitio, y se instaló en un asiento vacío del otro lado del pasillo, en la misma hilera. Era verdad que sus trenzas no estaban bien hechas. Y los extremos sueltos eran demasiado largos. Su madre solo le dejaba unos dos centímetros.
Sonya dijo que, después de pensarlo mucho, había llegado a la conclusión de que si vendían las chocolatinas solo a sus respectivas familias no haría falta que fueran de casa en casa llamando a la puerta de desconocidos.
—Tengo cuatro tíos por parte de mamá —dijo— y un tío y dos tías por la de papá, pero mis tías viven muy lejos. Aunque da igual, porque me pueden mandar el dinero por correo y guardarles yo las chocolatinas para la próxima vez que vengan a vernos.
—Tu familia es más grande que la mía —dijo Willa.
—Y luego está mi abuela paterna, por supuesto —siguió Sonya—. Pero mis otros abuelos ya se han muerto.
Los abuelos de Willa seguían vivos, los cuatro, pero ella apenas los veía. Bueno, a los paternos nunca, porque su mamá decía que no tenía absolutamente nada en común con ellos. Además, eran granjeros, y no podían marcharse y abandonar a sus animales. Sus abuelos maternos iban a veces desde Philadelphia en vacaciones, pero no con mucha frecuencia ni por mucho tiempo; a su madre tampoco le gustaban en realidad ni su hermano ni su hermana, y casi nunca los visitaban. La madre de Willa decía que su hermano siempre había sido el preferido por ser chico, y que sus padres también preferían a su hermana porque era la pequeña y la más guapa; no podía estar más mimada, decía. Willa estaba casi segura de que si sugería que cualquiera de ellos le comprara chocolatinas, su madre soltaría un bufido. En cualquier caso, lo más probable era que no le comprasen nada si de verdad eran tan espantosos.
—Creo que solo probaré con gente de mi manzana —le explicó a Sonya—. Por lo menos será más fácil que si fueran desconocidos.
—Vale, pero recuerda que Billy Turnstile vive en tu manzana. Tendrás que darte prisa, porque si no llegará antes que tú.
Willa miró de reojo a Billy, que estaba forcejeando con su hermano para quitarle alguna cosa de comer envuelta en celofán.
—Billy Turnstile es uno de esos chicos que se sientan siempre al fondo de la clase —dijo—. Me juego lo que quieras a que ni siquiera se molestará en intentar vender nada.
—Ah, y también tengo una madrina —dijo Sonya.
—Tienes mucha, mucha suerte —le respondió Willa.
Cuando fuese mayor se casaría con alguien cuya familia fuera numerosa, una familia que estuviera muy unida y fuese alegre. Su futuro marido se llevaría bien con todos —sería una persona como su padre, amable y de trato fácil— y todos querrían a Willa y la tratarían como a una más. Tendría seis u ocho hijos, la mitad chicas y la mitad chicos, que crecerían jugando siempre con una multitud de primos.
—Tu hermana está llorando —señaló Sonya.
Willa la miró y vio que se limpiaba la nariz con el dorso de una mano enguantada.
—¿Qué te pasa? —le preguntó desde el otro lado del pasillo.
—Nada —respondió Elaine en voz muy baja. La manopla tenía ya una raya brillante, como una mancha de pegamento.
—No le pasa nada —le dijo Willa a Sonya.
Pero a mitad de la jornada escolar, inmediatamente después del descanso para el almuerzo, la enfermera del colegio entró en el aula de Willa y pidió a la profesora que permitiera salir a la alumna Willa Drake.
—A tu hermanita le duele la barriga —le dijo mientras iban camino de la enfermería—. No creo que sea nada serio, pero no consigo localizar a vuestra madre, y tu hermana ha preguntado si podías ir tú a estar con ella.
Aquello hizo que Willa, en un primer momento, se sintiera importante.
—Lo más probable es que sea todo pura imaginación —dijo con voz de experta.
Cuando llegaron a la enfermería, Elaine se incorporó en la camilla con cara de alegrarse de verla, y la enfermera le acercó una silla a Willa para que se sentara. Pero entonces su hermana se tumbó de nuevo y se tapó los ojos con un brazo, de manera que Willa se quedó sin nada que hacer. Estuvo viendo cómo la enfermera, al otro lado del cuarto, cumplimentaba en su escritorio algún formulario. Luego observó con detenimiento un póster de colores muy brillantes sobre la importancia de lavarse las manos. Alguien llamó a la puerta —la señora Porter, de sexto grado—, y cuando salió para hablar con ella, la enfermera la dejó entreabierta, de manera que Willa vio pasar a los alumnos de séptimo grado, que se agolpaban camino del almuerzo. Uno de ellos le dio un codazo a otro y casi consiguió tirarlo al suelo.
—¡Te he visto, Dickie Bond! —exclamó la señora Porter. Su voz resonó por el pasillo como si estuviera hablando desde el interior de una concha, y lo mismo sucedió con la voz de una chica de séptimo que decía:
—… un extraño color rosa anaranjado que hacía que mis dientes parecieran amarillos
¿Todos aquellos niños procedían de familias perfectamente felices? ¿Ninguno ocultaba algo que estuviera sucediendo en su hogar? No lo parecía. Daba la sensación de que no pensaban más que en la comida, los amigos y el lápiz de labios.
La enfermera volvió y cerró la puerta, y los ruidos del pasillo se desvanecieron. Willa, sin embargo, oyó los ensayos de la orquesta cuando empezaron. Qué rabia. Le encantaba formar parte de una orquesta. Estaban aprendiendo las «Danzas polovtsianas», de Borodin. Las primeras notas eran tan suaves e inciertas —notas débiles, pensaba siempre Willa— que tardó unos instantes en reconocerlas, pero enseguida cobraron más fuerza en la melodía principal. Era el tema de «Extraño en el paraíso» y los chicos del fondo de la clase siempre canturreaban: «Dame la mano, soy un parásito de aspecto bien extraño», hasta que el señor Budd golpeaba el atril con la batuta. El señor Budd era muy guapo, con rizos dorados algo largos y músculos abultados. Parecía una estrella de rock. Si Willa era la que vendía todas las chocolatinas posibles e iba a cenar con él, no sería capaz de decir una sola palabra. Casi no quería ir a cenar con él.
La orquesta se interrumpió y luego empezó de nuevo. El mismo comienzo débil, el mismo «Dame la mano», pero cada vez se la oía más fuerte, más segura de sí.
—¿Va a estar mamá cuando volvamos hoy a casa? —preguntó Elaine.
Willa la miró. Su hermana había bajado el brazo y fruncía el ceño, preocupada.
—Por supuesto que sí —dijo Willa.
Su madre habría vuelto, sin duda, pero Willa le dijo a Sonya en el autobús que aun así no podría ir a su casa después de clase. «Tengo que cuidar de mi hermana», le dijo en voz muy baja para que Elaine no lo oyera. Su hermana había vuelto a sentarse sola, al otro lado del pasillo.
Mirando la fachada de su casa no era fácil saber si en el interior había alguien. Cierto, no se veía luz del otro lado de las ventanas, pero, a fin de cuentas, aún era de día. El césped parecía aplastado, mustio, y las hojas del rododendro que había junto al porche estaban tan enrolladas como si fueran cigarros, tan intenso era el frío. Willa buscó la llave que le colgaba de un cordón por debajo de la chaqueta. Podría haber pulsado el timbre, pero no quería tener a su hermana esperando sin necesidad.
En el silencio del recibidor solo se oía un tictac. En el cuarto de estar no había más movimiento que el aleteo del borde de un visillo encima de un radiador.
—No está en casa —dijo Elaine con su delgada voz.
Willa tiró su cartera sobre el sofá.
—Dale tiempo —dijo.
—¡Pero si ya se lo hemos dado! ¡Le hemos dado toda la noche!
«Tiempo para pensar», lo llamaba su padre. Su madre le gritaba y daba patadas en el suelo, o le propinaba una bofetada a Willa (una experiencia tan hiriente y tan bochornosa que a una la abofeteen…, tan humillante a ojos de la ofendida…), o zarandeaba a Elaine como si fuese un muñeco de trapo, y luego se tiraba del pelo con ambas manos de manera que cuando lo soltaba, se le quedaba de punta a los lados de la cabeza. A continuación, antes de que nadie pudiera darse cuenta, ya se había ido, dejando la casa estremecida y temblorosa tras ella, y entonces su padre decía: «No os preocupéis, solo necesita un poquito de tiempo para pensar». No parecía nada preocupado. «Está demasiado cansada, eso es todo», añadía.
«Otras personas también se cansan mucho —le dijo Willa en