Amor armado

Jennifer Clement

Fragmento

Amor armado

2

¿Yo? Me crié adentro de un carro, y cuando vives en un carro no te preocupan las tormentas ni los relámpagos, lo que atemoriza es una grúa.

Mi madre y yo nos mudamos al Mercury cuando ella tenía diecisiete años y yo era una recién nacida. Así, nuestro carro, a la orilla de un campamento de casas remolque en medio de Florida, fue el único hogar que conocí. Vivíamos el día a día, sin pensar demasiado en el futuro.

Mi madre había comprado el viejo carro cuando cumplió dieciséis años de edad.

Era un Mercury Topaz automático de 1994 que alguna vez había sido rojo, pero al que se le había recubierto con varias capas de color blanco; pues mi madre lo pintaba de año en año como si se tratara de una casa. La pintura roja aún se asomaba debajo de los rayones y las raspaduras. Por la ventana de enfrente se veía el campamento y un gran anuncio que decía: “BIENVENIDOS AL CAMPAMENTO DE CASAS REMOLQUE INDIAN WATERS”.

Nuestro carro yacía apagado debajo de un letrero que decía “ESTACIONAMIENTO PARA VISITAS”. Mi madre creyó que estaríamos allí sólo por uno o dos meses, pero nos quedamos durante catorce años.

A veces, cuando la gente le preguntaba cómo era vivir adentro de un carro, mi madre respondía: “Siempre anda uno en busca de una regadera”.

Lo único que realmente nos preocupaba era que llegara alguien de los Servicios de Bienestar de la Infancia. Mi madre temía que a alguien de mi escuela o de su trabajo se le ocurriera llamar al número telefónico de asistencia contra el maltrato y que a mí me llevaran a un albergue temporal.

Reconocía las siglas semejantes a las letras de descanse-en-paz que aparecen en las lápidas. SLPI (Servicios Legales de Protección para la Infancia), CT (Cuidado Tutelar), FS (Familia Sustitutiva).

—No podemos andar por ahí haciendo demasiados amigos —decía mi madre—. Nunca falta alguien que quiera ser santo y sentarse en una silla en el cielo. Un amigo puede convertirse en alguien dispuesto a presentarte ante un juez en cualquier momento.

—¿Desde cuándo a vivir en un carro se le puede llamar maltrato? —me preguntaba sin esperar respuesta.

El campamento se localizaba en el condado de Putnam. La tierra había sido desbrozada para que alojara al menos quince casas remolque pero eran sólo cuatro las que estaban ocupadas. En una de ellas vivía mi amiga April May con sus padres, Rose y el sargento Bob. El pastor Rex habitaba una para él solo mientras que la señora Roberta Young y su hija Noelle ocupaban otra junto al deteriorado parque recreativo. Una pareja mexicana, Corazón y Ray, vivía en una que se encontraba en la parte trasera del campamento, lejos de la entrada y de nuestro carro.

No vivíamos al sur de Florida cerca de playas tibias ni del Golfo de México. Ni de naranjales o cerca de San Augustine, la ciudad más antigua de Estados Unidos. No estábamos cerca de la región de Everglades, donde nubes de mosquitos y un espeso follaje de vides resguardaban a delicadas orquídeas. Miami, con sus ritmos cubanos y sus calles llenas de convertibles, implicaba un largo viaje. El Reino Animal y el Reino Mágico se ubicaban a millas de distancia. Estábamos en ninguna parte.

Al campamento lo rodeaban dos carreteras y un riachuelo al que todos llamábamos río pero era sólo un pequeño cauce que salía del río Saint John. El basurero público estaba en la parte trasera del campamento por entre los árboles. Respirábamos del tufo de la basura. Respirábamos de los gases de lo podrido y la corrosión, de baterías oxidadas, de comida descompuesta, de residuos letales del hospital, de olores a medicamentos y nubes de químicos de limpieza.

Mi madre decía:

—¿Quién escombraría el suelo para construir un campamento de casas remolque y un basurero encima de una sagrada tierra de indios? Esta tierra pertenece a las tribus Timucua y sus espíritus andan por todos lados. Si plantas una semilla, crece algo diferente. Si plantas una rosa, surge del suelo un clavel. Si plantas un limonero, esta tierra te devolverá una palmera. Si plantas un roble blanco, brotará un hombre alto. Aquí la tierra es un rompecabezas.

Mi madre tenía razón. En nuestro pedazo de Florida todo estaba al revés. La vida era como un zapato en el pie equivocado.

Cuando yo leía los titulares de los periódicos alineados en el mostrador de la tienda cercana, a un lado de los chicles y de los caramelos, me enteraba de que Florida algo reclamaba. Yo leía: “NO LLAMES AL 911, COMPRA UN ARMA”, “EL OSO REGRESA A LA CIUDAD TRAS SER REUBICADO”, “LA LETAL HEROÍNA MEXICANA MATA A CUATRO”, Y “EL HURACÁN SE CONVIERTE EN UN DÍA NUBLADO”.

Un verano aparecieron dos caimanes siameses cerca de nuestro río. Tenían cuatro patas y dos cabezas.

Fue mi amiga April May quien los encontró. Paseaba río abajo cuando vio a las crías en la arenosa tierra a un lado del muellecito de madera. Todavía tenían pedacitos blancos de cascarón en el verde y escamoso lomo que compartían.

April May no se quedó mucho tiempo por ahí. Sabía lo que todos sabíamos: que si hay un huevo de caimán, muy cerca anda una furiosa madre caimán.

Aquella tarde, después de que se corrió la voz por el campamento, todo el mundo se dirigió río abajo para ver si las crías seguían allí todavía. Había trocitos blancos de cascarones de huevo rotos alrededor de los caimanes, pues las criaturas no se habían movido del lugar donde habían nacido, pero nunca apareció ninguna madre caimán. Las crías eran sólo un poco más grandes que un pollito.

A la mañana siguiente empezaron a llegar los primeros periodistas locales. Hacia la tarde los reporteros de la televisión nacional se habían instalado con sus camionetas de equipo de filmación. Antes de que anocheciera alguien le había atado —con un delgado hilo para coser, color azul— una de las cuatro patas a una de las criaturas a una palmera para que no pudiera escapar.

Durante dos días nuestra apacible zona del estacionamiento para visitas afuera del campamento se llenó de carros y camiones de los noticieros con todo su equipo de transmisión. Nuestras crías siamesas de caimanes, nacidas de nuestra tierra rompecabezas, salieron en los noticieros nacionales.

Sólo una reportera, una mujer negra, alta y esbelta, de ojos verde claro, que traía una gorra de beisbol del noticiero CNN, se interesó en nuestra casa-carro. Dio con nosotros por accidente. Cuando iba hacia el río algo la hizo detenerse delante de la ventana abierta de nuestro carro.

Mi madre se hallaba en el trabajo. Trabajaba como afanadora en el hospital de veteranos. Yo acababa de regresar de la escuela y me estaba preparando un sándwich de mermelada y crema de cacahuate encima del tablero.

La reportera se inclinó y metió la cabeza por la ventana del Mercury. Echó un vistazo.

—¿Aquí vives? —preguntó y se asomó al asiento trasero.

Asentí.

—¿Es tuyo? —preguntó, señalando un dibujo con crayones del Sistema Solar que estaba pegado, co

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