La chica

Edna O'Brien

Fragmento

cap-1

 

En otro tiempo fui una chica, pero ya no lo soy. Huelo mal. Tengo sangre reseca y costras por todo el cuerpo, y llevo la tela de la iro hecha jirones. Mi interior, una ciénaga. Me precipito por este bosque que vi aquella primera noche horrenda en la que nos raptaron en el colegio a mis amigas y a mí.

El repentino pam, pam de los disparos en nuestro dormitorio de la residencia y muchos hombres, con la cara tapada y los ojos feroces, que dicen que son las fuerzas militares que van a protegernos porque hay una insurrección en el pueblo. Tenemos miedo, pero los creemos. Algunas chicas bajaron trastabillando de la cama y otras entraron desde la galería, donde se habían tumbado a dormir porque la noche era bochornosa.

En cuanto oímos «Allahu Akbar, Allahu Akbar», lo supimos. Habían robado los uniformes de nuestros soldados para burlar la seguridad. Nos acribillaron a preguntas: «¿Dónde estudian los chicos? ¿Dónde guardan el cemento? ¿Dónde están las provisiones?». Cuando les dijimos que no lo sabíamos, se volvieron locos. Entonces entraron algunos más y dijeron que no encontraban piezas de recambio ni gasolina en los cobertizos, y a partir de ahí se pusieron a discutir.

No podían irse con las manos vacías o su comandante se enfurecería. Entonces, en medio del clamor, uno sonrió con malicia y dijo: «Las chicas servirán», y enseguida oímos que ordenaban traer más camiones. Una compañera sacó el móvil para llamar a su madre, pero se lo quitaron al instante. Se puso a llorar; otras también se echaron a llorar, suplicando que las dejaran volver a casa. Una se arrodilló y repitió: «Señor, señor», pero su ruego solo sirvió para enfurecer aún más a quien había dado la orden, que empezó a maldecir y a mofarse de nosotras; nos insultaba diciendo que éramos zorras, putas, que debíamos casarnos cuanto antes.

Nos separaron en grupos de veinte y tuvimos que esperar, alborotadas y cobijándonos las unas en las otras, hasta que nos ordenaron vaciar el dormitorio de inmediato y dejar allí todo lo que tuviéramos.

El conductor del primer camión que esperaba junto a las puertas de la escuela tenía una pistola en la sien, así que condujo como un loco por el pueblo. No había nadie que pudiera dar aviso de un camión sospechoso, a una hora tan intempestiva y con un montón de chiquillas apretujadas dentro.

No tardamos en llegar a un pueblo fronterizo que se abría a un paisaje de selva tupida. Mandaron al conductor que parase el vehículo, y unos minutos después de que lo obligaran a salir oímos una ráfaga de disparos.

Habían llegado más conductores, y oímos gritos y discusiones sobre qué chicas iban a meter en cada camión. El terror nos había paralizado. La luna que habíamos perdido durante un rato reapareció más alta en el cielo; sus fríos rayos relucían sobre los árboles oscuros que se extendían sin fin, como si anticiparan la negrura de nuestro destino. No era como la luna que brillaba en el suelo del dormitorio del internado mientras recogíamos la ropa pero dejábamos atrás los cuadernos, las mochilas y las demás pertenencias, tal como nos habían mandado. Yo escondí mi diario, porque era el último vínculo con mi vida.

Sin embargo, todavía no habíamos perdido la esperanza. Sabíamos que a esas alturas ya habrían salido las partidas de búsqueda y rescate; sin duda nuestros padres, nuestros mayores, nuestros profesores estarían en marcha. Por los laterales abiertos del camión fuimos arrojando objetos con el fin de que nos siguieran la pista: un cepillo, un cinturón, papelajos arrugados con palabras garabateadas: ENCONTRADNOS, POR FAVOR. Hablábamos en voz baja e intentábamos consolarnos y darnos valor unas a otras.

Entramos en la selva tupida, hay árboles de todo tipo, entremezclados, que nos reciben en su vil abrazo. Aquí la naturaleza se ha desbocado. El terreno está tan maltrecho que incluso los motoristas, que han escoltado a los camiones todo el camino para impedir que escapemos, pierden el equilibrio con frecuencia y acaban en los altos terraplenes de la carretera. Rebeka me dice: «Vamos a saltar», pero no me decido. Me dice: «Mejor morir que acabar en sus manos». Desde que salimos de la escuela no ha parado de rezar a Dios, y Dios le ha dicho que son hombres malos y que debemos huir. Pasaron los segundos y yo seguí contemplándolo todo como si fuera un espejismo: el hueco entre dos camiones, Rebeka agarrada a una rama que colgaba alta, dándose impulso desde ahí y luego saltando. Pensé: «Estará perdida por aquí cerca, muerta, o quizá no esté muerta». Los nervios me gastaron una mala pasada y, además, uno de los líderes grita: «Si alguna salta, se llevará una bala». Debieron de dar por hecho que Rebeka había muerto.

Los camiones avanzan a trompicones y nos sacudimos, cada vez más apiñadas, zarandeadas de aquí para allá. Aisha, que se había quedado dormida, se despierta de sopetón y grita el nombre de su madre. Arrebatada de un sueño feliz, empieza a llorar. Alguien le tapa la boca con la mano para que no nos azoten a todas. Estamos aterradas. Ya no nos queda nada que vomitar. Nos hemos alejado tanto que no podrán seguirnos la pista.

Ahora solo estamos Babby y yo. Llora desde el pozo de su estómago vacío, unos roncos chillidos salvajes, y yo le digo: «No tienes nombre ni padre». Le grito como una fiera. Quiero matarla. Tengo los pechos del tamaño de una huevera y ella se aferra a los pezones, como si también quisiera matarme. Buscamos un pozo, porque el agua de las zanjas está sucia y embarrada. Sabe a podrido. Bebemos agua limpia acumulada en la cavidad de las piedras grandes. Hago un cuenco con las manos y ella lame el agua con avidez, la traga, parece que vaya a atragantarse. Esos son nuestros momentos de solaz, agua fresca, un ligero alivio contra la sed y la desesperación. No tengo noción alguna de qué día es, ni de qué mes, ni de qué año. Lo único que sé es que el aire está cargado de arena, arena que el viento transporta desde el Sahel, que nos araña los ojos y nos deja medio ciegas.

Donde no hay árboles, la tierra es de un amarillo ocre, surcada por profundas líneas en zigzag, casi un dibujo, y las tiernas hojas rizadas empiezan a brotar de las puntas de las ramas. Por la noche, cuando me tumbo despierta, contemplo el cielo. Una amplísima extensión de cielo violeta, un país de belleza que se ha convertido en un lugar de congoja. Tantas chicas muertas... El triste susurro de los árboles.

La tumbo con la cabeza apoyada en un retazo de hierba levantada. Es el único rato en que duerme. Yo duermo de forma intermitente, por miedo a lo que pueda acecharnos. Algunas veces me despierto de un sueño con los párpados mojados, tras soñar con una persona que debía de conocer o incluso haber amado. Pero ahora no es el momento del recuerdo ni del pathos. En alguna ocasión oigo el ladrido lejano de unos perros. No he visto a un solo ser humano desde hace días, y temo que cuando lo haga, acabemos arrastradas a nuestro fin más sangriento.

Soy incapaz de rezar en mi antigua lengua, pues nos han bombardeado con sus oraciones, sus edictos, su ideología, su odio, su devoción.

cap-2

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