Aullando en los bosques

Reidar Müller

Fragmento

1. Hágase el bosque

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Hágase el bosque

«Esta excursión será diferente a todas las demás», pienso un gélido día de invierno mientras Oslo desaparece a mi espalda con sus edificios, su asfalto y los gases de los tubos de escape. En menos de diez minutos el bosque sale a mi encuentro, oscuro y compacto, nada que ver ya con las parcelas de un verde luminoso como las que se ven al recorrer Europa en coche, un paisaje de terrenos cultivados.

Se podría continuar conduciendo a través del bosque durante casi seis mil kilómetros en dirección este. Si observamos una imagen tomada vía satélite, la taiga, ese enorme cinturón verde de bosque de coníferas que se extiende desde Noruega hasta el océano Pacífico, de oeste a este, parece una bufanda verde que rodea el planeta.

No existe un ecosistema continuo, o bioma, mayor en toda la tierra firme. Mucha gente da por descontados los bosques, pero sin ellos la vida en la Tierra no sería la misma. No solo albergan millones de especies, sino que también son un gigantesco regulador de la temperatura: enfrían el globo terráqueo, ajustan la humedad impidiendo así la sequía y absorben los gases de efecto invernadero. Reducen las inundaciones y mantienen compacto el terreno. Sin bosques, la Tierra sería desconocida, un planeta irreconocible formado por desiertos, sabanas, praderas, campos de cultivo y tundra.

Como un amplio y sinuoso sendero, la carretera E18 atraviesa una vegetación densa pero cada vez más fragmentada a medida que me acerco a Ski, donde acaba siendo sustituida por los campos de cultivo, las urbanizaciones, las industrias y las granjas. Solo pequeños bosques de abetos y abedules despuntan aquí y allá en un paisaje de campos de labranza y prados nevados. Una gran superficie de árboles talados, tocones y ramas apiladas parece mirarme con sufrimiento, recordándome todas las veces que los hombres nos hemos servido de la madera para procurarnos cobijo y para calentarnos, además de usarla para hacer embarcaciones, herramientas y papel. La madera fue un requisito para la civilización, como señaló el filósofo romano Lucrecio hace dos mil años, y los términos griego y romano para referirse a ella eran, respectivamente, hyle y materia, ambos sinónimos de «elemento químico».[1] Después de muchos miles de años de civilización los humanos aún no hemos sido capaces de producir un material de construcción tan fuerte, flexible y resistente a la intemperie como la madera de los árboles.

Siguiendo hacia el este, paso por Hobøl y Askim. Los bosques de abetos se asemejan a largas naves verdes sobre un mar de terrenos cultivados y pastos vestidos de blanco. Solo un bosque frondoso y algún que otro abeto protegido por un barranco han quedado fuera del alcance de la maquinaria forestal. Nada más pasar Mysen me desvío de la carretera principal hacia mi destino, el bosque de Svarverud y la granja de Mats, mi amigo desde la adolescencia. Tras recorrer un trecho por un camino de gravilla lleno de baches, por una estrecha cuña de pastos, pantanos y lagos, aparece por fin la blanca casa principal de la granja de Svarverud y un bosque que parece infinito copa el horizonte.

Seamos conscientes o no de ello, todos nos relacionamos de algún modo con los bosques. Pero ¿cuál es el significado que le damos al bosque en realidad? ¿Es quizá algo que se limita a estar allí, casi como un elemento decorativo? ¿Una mancha verde que dejamos atrás mientras vamos de excursión al campo? ¿Un lugar donde hallamos silencio y calma, donde respiramos su aroma inconfundible y vemos la luz del sol inundar las copas de los árboles? ¿O es el bosque el escenario de caza, de excursiones de pesca y de la recolección de bayas en otoño? La mayoría asentirá ante alguna de estas preguntas. Pero insisto en que vale la pena saber más y preguntarse si conocemos de verdad el bosque, el intrincado recorrido que lo ha llevado a convertirse en un ecosistema de vital importancia para aves, reptiles, mamíferos, insectos y anfibios. Y en cómo hemos sabido los humanos darle forma e interpretarlo.

Justamente ese era el tipo de pregunta que había empezado a plantearme. A pesar de haber pasado mi infancia junto al bosque de Krokskogen en Bærum, me di cuenta de que nunca me había cuestionado por qué existen los colores otoñales. No sabía identificar a los animales a partir de las huellas que dejaban en la nieve ni apenas era capaz de distinguir un tipo de árbol de otro. Además, a pesar de que soy geólogo, la historia profunda de los bosques siempre me había parecido oscura y lejana. El bosque que se extiende a lo largo del camino rural de Østfold ¿siempre había sido como es ahora o había cambiado? En cierto modo me sentía como un noruego que no supiera quién era Harald Cabellera Hermosa (el primer rey vikingo), que en 1814 fue el año de la aprobación de la actual Constitución o que la invasión del ejército alemán se produjo el 9 de abril de 1940. El bosque parecía un escenario del que no entendía gran cosa, encarnaba un misterio de celulosa y lignina que debía investigar.

La necesidad de ir al bosque y explorarlo, que me ha llevado a dejar el trabajo este día de invierno para llegar a la zona de Østfold, no surgió de manera repentina, sino que nació poco a poco en mí. Durante la escritura de mi libro anterior ya atravesé zonas pantanosas, estudié gráficos de niveles de polen y me interesé fugazmente por la historia de los bosques tras la era glaciar. Después, el verano pasado, mi hija y yo realizamos nuestro propio proyecto arbóreo. Ella me acompañó con desgana, pero al ver a su padre cada vez más interesado por los bosques, no le quedó alternativa. Recogimos hojas, las secamos entre las páginas de varios libros e hicimos un pequeño herbario. El objetivo era conseguir el mayor número posible de especies de árboles. Por fin aprendí a reconocer el sauce y el aliso y a diferenciar entre el olmo y el fresno. Y cuando me di cuenta de que el extraño árbol que había junto a nuestra cabaña de vacaciones era un tilo, pude compartir con mi hija mi recién adquirido conocimiento acerca de que los nombres propios Linneo (en noruego, Linnea) y el del bulevar Unter den Linden de Berlín provienen todos de este árbol. A finales de verano, durante una excursión por la montaña en la yerma isla de Svalbard, encontré hojas fosilizadas, fragmentos de madera petrificada y carbón, restos de bosques desaparecidos hace largo tiempo, y me quedé contemplándolos con veneración y lleno de curiosidad. Uno de ellos, un trozo de madera petrificada de ciento cincuenta millones de años de antigüedad, casi parecía sacado de la leñera que tengo en el cobertizo de mi casa. Cuando lo levanté para contemplarlo, ocre y con los anillos de crecimiento claramente dibujados, fue como si el tiempo que me separaba de aquel objeto se diluyera. Pero no tenía ni idea de qué clase de historia me estaba contando.

A pesar de que llevo mucho tiempo sintiéndome fascinado por los bosques, solo hace un par de semanas que decidí explorarlos de manera sistemática y entregada. Dado que no soy un

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