Mis últimos 10 minutos y 38 segundos en este extraño mundo

Elif Shafak

Fragmento

cap-1

Fin

Se llamaba Leila.

Tequila Leila, como la conocían sus amigos y clientes. Tequila Leila, como la llamaban en casa y en el trabajo, en aquel edificio de color palisandro de un callejón sin salida adoquinado no lejos del muelle y enclavado entre una iglesia y una sinagoga, en medio de tiendas de lámparas y restaurantes de kebab: la calle que albergaba los burdeles autorizados más antiguos de Estambul.

No obstante, si los oyera expresarlo así, se ofendería y les lanzaría en broma un zapato..., un zapato de tacón de aguja.

«“Me llamo”, tesoro, no “me llamaba”... Me llamo Tequila Leila.»

Jamás en la vida habría consentido que se hablara de ella en pasado. Solo de pensarlo se habría sentido pequeña y derrotada, y lo último que deseaba en este mundo era sentirse de ese modo. No, habría insistido en el uso del presente..., aunque de pronto advirtió con un sentimiento de zozobra que el corazón acababa de dejar de latirle, que su respiración había cesado de golpe y que, lo mirara por donde lo mirase, no podía negar que estaba muerta.

Ninguno de sus amigos lo sabía aún. A esas horas de la mañana debían de dormir a pierna suelta, cada uno tratando de encontrar la forma de salir de su propio laberinto de sueños. Leila habría deseado estar en casa como ellos, envuelta en la calidez de la ropa de cama y con el gato ovillado a sus pies y ronroneando con soñolienta satisfacción. El gato era negro, con excepción de una mancha nívea en una pata, y estaba sordo como una tapia. Ella le había puesto el nombre de Mister Chaplin por Charlie Chaplin, ya que, al igual que los ídolos de los primeros tiempos del cine, el animal vivía en un mundo mudo.

Tequila Leila habría dado lo que fuera por estar en su apartamento. En cambio, se hallaba en las afueras de Estambul, junto a un campo de fútbol húmedo y a oscuras, metida en un cubo de la basura metálico de asas oxidadas y pintura desconchada. Era un contenedor con ruedas, de poco más de un metro de alto y la mitad de ancho. Ella medía uno setenta, más los veinte centímetros de los zapatos destalonados de color violeta y tacón de aguja que aún calzaba.

Había muchas cosas que deseaba saber. Reproducía mentalmente una y otra vez los últimos momentos de su vida preguntándose en qué punto se había torcido todo: un ejercicio inútil, pues el tiempo no podía desenrollarse como un ovillo de hilo. Su piel ya empezaba a adquirir un tono ceniciento pese a que las células aún bullían de actividad. No podía dejar de percibir lo mucho que estaba ocurriendo dentro de sus órganos y miembros. La gente da por sentado que los cadáveres no tienen más vida que un árbol caído o un tocón hueco, carentes de conciencia. Sin embargo, si se le hubiera brindado la posibilidad, Leila habría dado fe de que, por el contrario, los cadáveres rebosan de vida.

Le costaba creer que su existencia mortal hubiera llegado a su fin. El día anterior, sin ir más lejos, había cruzado el barrio de Pera, y su sombra se había deslizado por calles que llevaban el nombre de jefes militares y héroes nacionales, calles con nombre de varón. Esa misma semana, su risa había resonado en las tabernas de techo bajo de Gálata y Kurtuluş, y en los pequeños antros mal ventilados de Tophane, locales que nunca aparecían en las guías de viaje ni en los mapas turísticos. La Estambul que Leila había conocido no era la Estambul que el Ministerio de Turismo habría querido que vieran los extranjeros.

La noche anterior había dejado sus huellas dactilares en un vaso de whisky y un rastro de su perfume —Paloma Picasso, regalo de cumpleaños de sus amigos— en el fular de seda que había lanzado a un lado de la cama de un desconocido, en la suite de la última planta de un hotel de lujo. En lo alto del cielo se vislumbraba todavía un filo de la luna de la víspera, luminosa e inalcanzable, como el vestigio de un recuerdo alegre. Leila aún formaba parte de este mundo, y seguía habiendo vida en su interior; por tanto, ¿cómo era posible que hubiera muerto? ¿Cómo era posible que ya no existiera, igual que si fuera un sueño que se desvanece con el primer atisbo del alba? Hacía tan solo unas horas cantaba, fumaba, soltaba palabrotas, pensaba...; bueno, también pensaba ahora. Era increíble que su mente funcionara a todo trapo..., aunque a saber cuánto duraría. Habría deseado volver atrás para informar a todo el mundo de que los muertos no morían al instante; de que seguían reflexionando, incluso sobre su propio fallecimiento. Supuso que la gente se asustaría al enterarse. Ella misma se habría asustado cuando estaba viva. Aun así, le pareció que era importante que todos lo supieran.

En opinión de Leila, los seres humanos mostraban una profunda impaciencia ante los hechos fundamentales de la existencia. Para empezar, daban por sentado que una persona se convertía automáticamente en esposa o marido con solo decir «Sí, quiero», cuando lo cierto era que se tardaba años en aprender a estar casado. Del mismo modo, la sociedad contaba con que el instinto maternal —o el paternal— se activara con el nacimiento de un hijo. En realidad, a veces se tardaba bastante en entender lo que era ser madre o padre..., o, ya puestos, abuela o abuelo. Otro tanto ocurría con la jubilación y la vejez. ¿Cómo podía alguien cambiar de onda en cuanto salía de una oficina en la que había pasado media vida y donde había dado al traste con la mayor parte de sus sueños? No era tan sencillo. Leila había conocido a profesores jubilados que se levantaban a las siete, se duchaban y, tras arreglarse, se derrumbaban ante la mesa del desayuno al recordar de repente que ya no trabajaban. Todavía no se habían adaptado.

Quizá con la muerte ocurriera algo parecido. La gente creía que una persona se convertía en cadáver en cuanto exhalaba su último aliento. Sin embargo, los límites nunca eran tan nítidos. Del mismo modo que había numerosos tonos entre el negro azabache y el blanco deslumbrante, existían multitud de fases en eso que se denominaba «descanso eterno». Leila concluyó que, de existir una frontera entre el Reino de la Vida y el Reino del Más Allá, debía de ser porosa como la arenisca.

Esperaba a que saliera el sol. Entonces sin duda alguien la encontraría y la sacaría de aquel cubo inmundo. Suponía que las autoridades no tardarían mucho en averiguar su identidad. Solo tenían que encontrar su ficha. En el transcurso de los años la habían cacheado, arrestado y fotografiado, además de tomarle las huellas dactilares, más veces de las que le habría gustado admitir. Aquellas comisarías apartadas tenían un olor característico: ceniceros rebosantes de colillas del día anterior, posos de café en tazas desportilladas, aliento apestoso, trapos mojados y el fuerte hedor de los urinarios, que no desaparecía por más lejía que se echara. Policías y delincuentes compartían el escaso espacio de las salas. A Leila siempre le había fascinado pensar que las células muertas de la piel de unos y otros caían al mismo suelo y que los ácaros del polvo las devoraban todas por igual, sin distinción ni preferencia. En ciertos aspectos que el ojo humano no captaba, los opuestos se fundían de maneras inesperadas.

Suponía que, después de identificarla, las autoridades informarían a su familia. Sus padres vivían en la histórica ciudad de Van, a más de mil kilómetros de distancia. Sin embargo, no contaba con que acudieran a llevarse su cuerpo, pues

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