Relatos

María Kodama

Fragmento

ESTABA ARRODILLADO EN LA PLAYA. No sabía cuántas horas había permanecido allí. Ante la inmortalidad que lo rodeaba, el tiempo era un detalle. La arena blanca, las piedras, se extendían infinitas y el mar, a su espalda, infinito. Sólo el cielo marcaba su carácter mortal; lo obligaba a recordar. Era el atardecer.

Con un esfuerzo de su mente, agotada por la debilidad y el cansancio, se desafió a rememorar, uno a uno, los pasos que lo habían llevado a ese templo, perdido en los caminos de su niñez y recuperado casi al azar, para su reivindicación, ya hombre. Había llegado. Había tocado la campana de viejo bronce que dilató un sonido lúgubre, casi un lamento interminable para su conciencia agotada. Luego, los monjes, de blanco, relucientes de óleo las cabezas, se acercaron, descorrieron los postigos y le dieron las escudillas con arroz y agua y un rosario de frutos de árbol. Nada le preguntaron. Nada preguntó. Tomó en sus manos temblorosas lo que le entregaban y se alejó dos o tres varas. Después de seguir con lentitud el vuelo de una bandada de aves marinas con sus ojos empañados, giró lentamente sobre sí hasta quedar de cara al templo y se arrodilló, rememorando un viejo rito de sumisión y de triunfo sobre su propio orgullo.

A partir de ese instante quedaba declarada la guerra a su carne, a sus sueños. Durante tres días debía permanecer inmóvil. Cada mañana le renovarían el alimento y la bebida pero nada debía probar si quería ser admitido.

Todo eso era menos terrible que sentir la carne, cubierta sólo por los jirones de su ropa, atravesada por el viento del mar o por el implacable sol del mediodía que quemaba su piel y secaba, en costras saladas y blancas, la humedad del mar sobre su espalda.

El ritmo de las olas le trajo un metálico rumor de katanas que hacía saltar del sueño a un niño y lo llevaba a mirar, fascinado, a hombres recios que se adiestraban para la gloria; los rostros concentrados, rápidos y brillantes los aceros. Todo eso había quedado en algún lugar, en un jardín de la que fue su casa. Ahora, como entonces, sólo le importaba el jardín y de él un árbol, un cerezo.

Nunca pudo imaginar cómo esa cosa cambiaría el curso de su vida. Fue un acto simple hecho con la inocencia del niño que arroja una piedra a las aguas del lago y se asombra al ver los crecientes círculos concéntricos que el descenso provoca. Ahora recién podía ver claro esa fatídica gravitación de las cosas pequeñas en la vida de algunos seres, impotentes para romper la maraña de tradiciones aceptadas, sin ser realmente vividas, nunca llevadas hasta el fin.

Entonces no pudo explicarse por qué veía a los guerreros saltar, inclinarse, erguirse, tenderse a fondo con sus katanas como en un escenario, ajenos, sintiendo que no penetraban en él, que no lo impulsaban a la acción.

Con el cerezo fue distinto. Desde el instante en que sus manos apisonaron la tierra junto al brote, sólo él lo preocupaba. Recordó el primer otoño, cómo tembló cuando recibió el llanto de sus flores sobre la cara y ese invierno de interminable nieve, al que nada le importaba de su espera ansiosa por la primavera. Conoció entonces la indiferencia. Buscaba refugio en esos atardeceres neblinosos junto a su abuelo, ese hombre lejano, que permanecía horas encerrado en el pequeño cuarto que daba al jardín, sentado sobre el “tatami”, dibujando con largos pinceles sobre infinitas tiras de papel signos que encerraban toda una idea sobre el amor y la fragilidad del alma humana mientras esperaba la salida de la luna.

Recordaba cómo él, acurrucado en el rincón más oscuro, espiaba los cambios de ese rostro cincelado por finas arrugas y por cicatrices a medida que la mano, con precisión y obediencia, trazaba los caminos que expresaban sus sentimientos, y la sonrisa al concluir que dulcificaba las facciones duras.

Intuía que esta dureza era distinta de la que tenían los hombres que se reunían en el salón, junto al fuego, y que hablaban con voces que eran casi rugidos sobre las tácticas de la guerra y los códigos del honor. Él quería ser como su abuelo. Era un niño y todavía podía querer. No sabía que en su mundo había otras palabras que era necesario aprender y cumplir; tradición, honor, ante todo deber. Le fueron reveladas súbitamente, como sucede con las cosas esenciales, sin poder resistir o negarse.

Sus rodillas estaban ahora dormidas. Los tendones acalambrados por la posición incómoda y la humedad de la arena. Quiso levantase pero se negó esa piedad, sólo así podría borrar aquella mirada de desprecio, impersonal, del hombre que había sido su abuelo y que se convirtió en un extraño unido a los otros en el consejo de la familia cuando llegó el momento de asumir su vida adulta. Supo que esta nunca sería la suya, la que iría hasta los otros, a aquellos que no conocían el gozoso juego del viento con los pinos, hasta aquellos que habían olvidado la melancolía y el llanto.

Tendría que enterrar su ser y representar. Los signos que encierran la belleza, la soledad, le estaban vedados. Del equilibrio y el dolor nacería luego la poesía, si estaba en él. En ese instante no podía servir de excusa a su debilidad. Otras cosas se aguardaban y esa espera era un pacto, que no podría romper sin ser un traidor.

Un día le entregaron dos katanas. Una larga para la muerte, otra corta para el honor.

Supo del tiempo al tomar el acero frío en sus manos; ese frío marcó el instante tan próximo que aún parecía presente, pero ya irrecuperable. El fin de su niñez a la que velaba con dos katanas y un terror de espera.

Se incorporó él también al escenario del vasto jardín, desde el alba, golpeando y recibiendo golpes, acostumbrando a sus músculos a obedecer las órdenes. Hasta que arma y brazo fueran uno y respondieran a un mandato, vencer.

Libró mil veces la primera batalla, en lugares distintos, acosado por fantasmas, con sus hombres muertos, presintiendo la agonía, pero despertaba siempre en el instante decisivo. Entonces buscaba paz en la naturaleza, bajo la noche, por los senderos del jardín, hasta que allí, de pie frente a él, el cerezo le recordaba la otra batalla, la que no dejaba de atormentar su corazón. Esa inútil batalla contra lo imposible de conciliar acción y contemplación, como lo había hecho su abuelo y el padre de su abuelo. Con obstinación desviaba la vista, la posaba en las estrellas, en las piedras, en lo que trajera la paz sin agitar recuerdos o deseos.

Y comprendió que sólo el combate podía traer la serenidad, la verdad. Ahora, también todo su ser pendiente de un hecho externo que probaría su fuerza y, desde adentro, su debilidad dándole la cara. Esta vez tiene que vencer. Suya fue la decisión y también lo que encontraría en el camino hacia su interior, de

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