El silencio del contador de historias

Pierre Jarawan

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Todo late, todo brilla. Beirut de noche, esa belleza resplandeciente, una diadema de luces centelleantes, una banda que quita la respiración. Ya de niño, me encantaba soñar con venir aquí algún día. Ahora, sin embargo, siento la navaja clavada entre las costillas, y el dolor que me atraviesa el tórax es tan intenso que ni siquiera soy capaz de hablar. «Pero si somos hermanos», quiero gritar mientras me arrancan la mochila de la espalda y me patean hasta hacerme caer de rodillas. El asfalto está caliente. Desde la Corniche llega la brisa, oigo el mar acariciando la orilla y la música de los restaurantes del paseo. Huelo la sal del aire, y el polvo, y el calor. Noto el sabor de la sangre en los labios, un reguero metálico sobre piel seca. Siento que me invade el miedo. Y la rabia. «No soy un extranjero», quiero gritar tras ellos. El eco de sus pasos se burla de mí. «Aquí tengo mis raíces», quiero vociferar, pero solo me sale una gárgara.

Veo el rostro de mi padre. Su silueta en el vano de la puerta de mi habitación infantil antes de que se me cerraran los ojos, nuestro último momento juntos. Me pregunto si el tiempo y los remordimientos le habrán pasado factura.

Recuerdo los versículos que el anciano de la barba murmuraba hace un rato: «Nadie podría ayudarles y no se salvarían».

«La mochila», pienso, y con ello no me refiero al dinero ni al pasaporte, que ya han volado. Me refiero a la fotografía del compartimento secreto de la parte delantera. Y a su diario. Todo ha desaparecido. El dolor casi me hace perder la consciencia.

«Soy responsable de la muerte de un hombre», pienso.

Y después, mientras la sangre mana de la herida: «Serénate, esto tiene que significar algo. Es una señal».

Los pasos de los hombres se pierden a lo lejos, estoy solo, no oigo más que los latidos de mi corazón.

«Si sobrevives a esto —me digo, y de repente siento una extraña calma—, es que hay un motivo. Es que tu viaje no ha terminado aún. Es que realizarás un último intento de dar con él».

Capítulo 1

1

1992.

Mi padre estaba subido al tejado. Mejor dicho: hacía equilibrios sobre él. Yo estaba abajo, haciéndome visera con la mano mientras entornaba los ojos para mirar a lo alto, donde él se recortaba como un acróbata oscuro contra el cielo estival. Mi hermana, sentada en la hierba, agitaba un diente de león y observaba las piruetas que hacían sus diminutos paracaídas. Tenía las piernas dobladas de una forma tan complicada como solo los niños pequeños son capaces de ponerlas.

—¡Ya falta poco! —exclamó nuestro padre con alegría, y siguió girando la parabólica mientras separaba mucho las piernas para apuntalarse mejor—. ¿Está bien así?

Abajo, en el piso, Hakim asomó la cabeza por la ventana.

—No, ahora salen unos coreanos por la tele —informó.

—¿Unos coreanos?

—Sí, jugando al tenis de mesa.

—Al tenis de mesa… ¿Y los comentaristas? ¿Hablan en coreano?

—No, en ruso. En tu tele hay unos coreanos jugando al tenis de mesa mientras un ruso lo va comentando.

—¿Y qué hacemos nosotros viendo tenis de mesa? —gritó mi padre.

—Creo que te has ido demasiado a la derecha.

Mi cabeza también había quedado atrapada en una partida de tenis de mesa al seguir el diálogo entre ambos y dirigir la mirada de uno a otro. Mi padre se sacó una llave inglesa del bolsillo del pantalón y aflojó las fijaciones; después consultó la brújula y giró un poco la parabólica hacia la izquierda.

—Recuerda: veintiséis grados este —exclamó Hakim, y su cabeza de pelo gris desapareció de nuevo en el salón.

Antes de subir al tejado, de pie en la estrecha franja de hierba que había delante de nuestro edificio, mi padre me lo había explicado con todo detalle. Ya tenía la escalera apoyada en la pared, la luz del sol se colaba por entre las hojas del cerezo y proyectaba sombras caprichosas sobre el asfalto.

—En el espacio hay satélites que orbitan alrededor de la Tierra —había dicho—. Más de diez mil satélites. Nos dicen qué tiempo va a hacer, miden la Tierra, además de otros planetas y estrellas, y también se encargan de que podamos ver la televisión. La mayoría ofrece unos canales bastante malos, pero hay alguno que tiene cosas buenas. Nosotros buscamos el satélite con la mejor televisión, y ese está más o menos por ahí. — Miró la brújula y la hizo girar en su mano hasta que la aguja se alineó con el norte. Después señaló al cielo siguiendo la marca de veintiséis grados del lado derecho, y mi mirada siguió su dedo.

—¿Siempre? —quise saber.

—Siempre —respondió. Se inclinó, acarició a mi hermana en la cabeza y cogió dos cerezas que habían caído en la hierba. Se comió una y sostuvo la otra a la altura de nuestros ojos. Luego tomó el hueso roído de la primera con la punta de dos dedos y lo hizo girar a cierta distancia de la segunda—. Da vueltas alrededor de la Tierra a la misma velocidad que la Tierra gira sobre sí misma. —Despacio, fue dibujando una semicircunferencia con el hueso en el aire—. Por eso siempre está en la misma posición.

Me gustó esa idea de una televisión extraterrestre, pero aún me gustó más la idea de que en algún lugar, allá en lo alto, hubiera un satélite que, aun desplazándose, siempre estuviera en el mismo lugar, siempre siguiendo la misma órbita, constante e inalterable. Sobre todo ahora que también nosotros habíamos encontrado nuestro lugar en el mundo.

—¿Ahora va? —volvió a preguntar mi padre desde el tejado.

Miré hacia la ventana del salón, por donde Hakim asomó la cabeza enseguida.

—La verdad es que no.

—¿Más tenis de mesa?

—Hockey sobre hielo con comentarista italiano. Creo que te has ido demasiado a la izquierda.

—Pues yo creo que voy a volverme loco —respondió mi padre.

A esas alturas, varios hombres habían salido a la calle y se habían reunido frente al edificio, donde compartían unos pistachos. En los balcones del otro lado, las mujeres habían dejado de colgar la ropa en los tendederos y contemplaban el espectáculo con semblante divertido y los brazos en jarras.

—¿Arabsat? —preguntó uno de los hombres en dirección al tejado.

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