El juego

Domenico Starnone

Fragmento

cap-1

Capítulo primero

1

Una noche Betta me llamó por teléfono más nerviosa que de costumbre para saber si me veía con ánimos de cuidar a su hijo mientras ella y su marido asistían a un congreso de matemáticos en Cagliari. Yo residía en Milán desde hacía un par de décadas y desplazarme a Nápoles, a la vieja casa que había heredado de mis padres y en la que mi hija vivía desde antes de casarse, no me entusiasmaba. Tenía más de setenta años y una larga viudedad me había desacostumbrado a la convivencia, me encontraba a gusto solo en mi cama y en mi cuarto de baño. Además, unas semanas antes me había sometido a una pequeña intervención quirúrgica que, ya en la clínica, parecía haber hecho más daño que otra cosa. Aunque los médicos pasaban por mi habitación tanto por la mañana como por la tarde para decirme que todo había ido como debía, tenía la hemoglobina baja, la ferritina dejaba bastante que desear y una tarde había visto pequeñas cabezas que, envueltas en revoque blanco, se proyectaban hacia mí desde la pared de enfrente. Enseguida me hicieron una transfusión, la hemoglobina subió un poco, al fin me mandaron a casa. Pero ahora me costaba recuperarme. Por la mañana me sentía tan débil que para ponerme de pie debía hacer acopio de fuerzas, clavarme los dedos en los muslos, inclinar el busto hacia delante como si fuera la tapa de una maleta, estirar los músculos de los miembros superiores e inferiores con una determinación que me dejaba sin aliento; y solo cuando el dolor de espalda se atenuaba, conseguía levantar del todo el esqueleto, pero con cuidado, despegando despacio los dedos de los muslos y abandonando los brazos a los costados con un estertor que duraba hasta que conseguía definitivamente la posición erecta. Por eso mi respuesta a la petición de Betta fue espontánea:

—¿Estás muy interesada en ese congreso?

—Es trabajo, papá. Yo tengo que dar la ponencia introductoria y Saverio presenta la suya el segundo día por la tarde.

—¿Cuánto tiempo estaréis fuera?

—Del veinte al veintitrés de noviembre.

—Entonces, ¿tendría que quedarme solo con el niño cuatro días?

—Salli vendrá todas las mañanas, recogerá, os hará la comida. Además, Mario es completamente independiente.

—A los tres años ningún niño es independiente.

—Mario tiene cuatro.

—Tampoco a los cuatro. Pero esa no es la cuestión: tengo un trabajo urgente que terminar y ni siquiera lo he empezado.

—¿Qué tienes que hacer?

—Ilustrar un cuento de Henry James.

—¿Cuál?

—Un hombre regresa a su vieja casa de Nueva York y se encuentra con un fantasma, o sea, con él mismo como habría sido de haberse convertido en hombre de negocios.

—¿Y cuánto tardas en hacer los personajes de un cuento así? Falta casi un mes, tienes tiempo. De todos modos, si para el veinte no has terminado, puedes traerte el trabajo, Mario está acostumbrado a no molestar.

—La última vez quería estar siempre en brazos.

—De la última vez hace dos años.

Me reprendió, dijo que había fallado como padre y como abuelo. Reaccioné con un tono afectuoso y le aseguré que me quedaría con el niño todo el tiempo que hiciera falta. Preguntó cuándo pensaba ir, me pasé con la respuesta. Puesto que notaba a mi hija más infeliz que de costumbre; puesto que durante mi hospitalización me había llamado por teléfono tres o cuatro veces como mucho; puesto que aquel desinterés suyo me había parecido una forma de castigarme por el mío, prometí que llegaría a Nápoles una semana antes del congreso, para que el niño se acostumbrara a mi compañía. Y con fingido entusiasmo añadí que tenía muchas ganas de hacer un poco de abuelo, que podía irse tranquilamente, que Mario y yo nos divertiríamos mucho.

Sin embargo, como siempre, no conseguí mantener la promesa. El joven editor para el que trabajaba me apremiaba, quería ver cómo lo llevaba. Yo, que no había conseguido hacer gran cosa por culpa de mi convalecencia interminable, traté de terminar un par de láminas deprisa y corriendo. Pero una mañana volví a perder sangre y tuve que ir corriendo al médico, que, aunque lo encontró todo en orden, me dio otra cita para una semana más tarde. Así, entre una cosa y la otra, acabé marchándome apenas el 18 de noviembre, tras enviarle al editor las dos láminas a medio terminar. Me encaminé a la estación en un estado de aburrida insatisfacción, con la maleta hecha a voleo y sin un regalito para Mario, aparte de los dos libros de cuentos que yo mismo había ilustrado unos cuantos años atrás.

Fue un viaje incómodo debido a los sudores de debilidad y a las ganas de regresar a Milán. Llovía, me notaba tenso. El tren cortaba las ráfagas de viento que opacaban la ventanilla con regueros temblorosos de lluvia. A menudo temí que los vagones, arrollados por la tormenta, patinaran y descarrilaran, y comprobé que cuanto más se envejece, más se aprecia el seguir vivos. Pero una vez en Nápoles, me sentí mejor pese al frío y la lluvia. Salí de la estación y al cabo de unos minutos llegué al edificio esquinero que conocía bien.

2

Betta me recibió con un afecto del que —a sus cuarenta años, atareada con los malabares de todos los días— no la veía capaz. Me sorprendió su preocupación por mi estado de salud, exclamó: ¡Qué pálido estás, y qué delgado!, y se disculpó por no haber ido a verme cuando estuve ingresado. Ya que me preguntó con cierta intranquilidad por los médicos y los análisis, sospeché que quería asegurarse de que no fuera un riesgo dejarme al niño. La tranquilicé y me puse a hacerle mil cumplidos con las frases hiperbólicas que yo utilizaba desde que era niña.

—Estás guapa.

—Qué va.

—Estás mejor que una actriz de cine.

—Sí, gorda, vieja y lunática.

—¿Bromeas? Nunca he visto una mujer más atractiva. Claro, el carácter es como una corteza de árbol, pero si lo descortezas, asoma una sensibilidad suave, de un color luminoso como el de tu madre.

Saverio había ido a la guardería a recoger a Mario, no tardarían en llegar. Esperé que me dijera que fuese a mi cuarto a descansar un rato. Las raras veces que iba a Nápoles dormía en la habitación grande al lado del baño, la que tenía un balconcito parecido a una plataforma de lanzamiento sobre la piazza Garibaldi. Me había criado allí con mis hermanos y era el único rincón de aquella casa que no detestaba. Me habría gustado meterme en la habitación, tenderme en la cama, estar a solas unos minutos. Pero Betta me retuvo en la cocina —a mí, con mi maleta y un bolso de tela— y empezó a quejarse de todo sin parar, del trabajo en la universidad, de Mario, de Saverio, que descargaba en ella la casa y el niño, de muchas otras tensiones insoportables.

—Papá —gritó casi en un momento dado—, estoy realmente hasta el gorro.

Se encontraba frente al fregadero lavando la verdura, pero al pronunciar la frase se volvió hacia mí con una torsión brusca, violenta. Por unos segundos la vi —nunca había ocurrido— como pura materia dolida que su madre y yo habíamos lanzado al mundo cuarenta años antes, con culpable ligereza. Mejor dicho, Ada no, yo: mi mujer había muerto hacía tiempo, ya no tenía ninguna responsabilidad. Betta era una de mis grandes células dispersas, solo mía, y ya tenía la membrana bastant

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