La furia del silencio

Carlos Dávalos

Fragmento

cap-2

1

Puedo quedarme dormido en cualquier sitio. Una vez me pasó mientras jugaba al fútbol. Frente al arquero, cuando estaba a punto de marcar un gol en el último minuto, me quedé frito. Al despertarme tenía a todo el equipo a mi alrededor gritándome por haberles hecho perder el partido. Otra vez me quedé dormido mientras nadaba en una piscina. Casi me ahogo. Cuando era más pequeño, mamá solía decirme que yo era un pez dormilón. Según mamá, cuando me venían esos ataques de sueño, ponía cara de pez. Los peces son los únicos animales que duermen con los ojos abiertos: eso no lo sabía hasta que vi uno en una pecera. Parecía despierto, pero en realidad estaba dormido.

Entré en el colegio cuando en el Perú todo volaba en pedazos, la luz se iba todos los días y el agua escaseaba. El sonido de los coches bomba era algo a lo que ya nos estábamos acostumbrando, y mamá siempre nos decía que antes de irnos a dormir rezáramos un poco. Para ser honesto, nunca he sido religioso. Quiero decir que no creo que exista un señor allá arriba que esté mirando todos y cada uno de nuestros actos, como si llevara la contabilidad de nuestras buenas y malas acciones. No hay nada que me dé más sueño que la religión. Mis padres, a veces, van a misa, pero si me lo preguntan, no sabría decir a ciencia cierta si mi padre es un enfervorecido creyente. Mi madre, en cambio, sí lo es. Nací en Lima, y en ciudades como esta es muy común que la religión esté en todas partes. El miedo lleva a la gente a aferrarse a algo. Lo que sea. Si nunca has sentido miedo, es difícil que comprendas lo que quiero decir. El miedo se parece mucho a una descarga eléctrica: puede dejarte paralizado y, antes de no poder moverte, prefieres matricular a tus hijos en un colegio religioso o terminar votando por un presidente como Fujimori. El miedo me da náuseas. Y era eso con lo que quería acabar cuando hice lo que hice. No fue gran cosa, pero alguien tenía que hacerlo. Fue hace nada, en quinto de media, mi último año de secundaria. No quería hacerle daño a nadie, solo acabar de una vez por todas con esa farsa.

Nuestro colegio ocupa una manzana entera en un barrio de Lima llamado San Isidro. Fue fundado por un grupo de hermanas y curas católicos de origen anglosajón que llegaron a Sudamérica a finales de 1950. Entré ahí porque mi padre era amigo del director. Mi padre siempre ha tenido buenos contactos y a menudo me solía recordar que los contactos en la vida son demasiado importantes para dejarlos de lado. Quizá tenga razón. Mucha gente cree que por ser religioso, cristiano o como quieras llamarlo, vas a tener ciertos contactos en la otra vida. Algunos islamistas musulmanes, por ejemplo, tienen la certeza de que luego de volarse en pedazos van a encontrarse con setenta y dos vírgenes en el paraíso. Mi padre decía con ironía que si supieran que con el petróleo que tienen bajo tierra en Oriente Próximo podrían, en su lugar, comprar setenta y dos putas cada día, dejarían de matarse tanto en nombre de Alá. Por eso se lo pasan intentando aparentar cosas que no son o creyendo cosas en las que realmente no creen. A mi padre siempre le ha gustado hacer relaciones públicas, por eso no fue muy difícil que me aceptaran en el colegio. La verdad era que en ese momento no sabía que entrar en un colegio así iba a resultar tan aburrido. De haberlo sabido, quizá, hubiera dicho que no. Pero cuando eres pequeño, las decisiones no las tomas tú, claro, y mis padres habían decidido matricularme en un colegio similar al de mi hermana mayor, Alexia; de alguna forma teníamos que crecer bajo la misma educación.

Alexia es un año mayor que yo y lo que le pasó tiene mucho que ver con lo que hice ese día. El primer recuerdo que tengo de ella es el de mi fiesta de cumpleaños número cuatro. Mis padres habían contratado a un payaso para que hiciera reír y entretuviera a los niños invitados. Era un payaso grande y colorido. No sé si alguna vez has estado frente a un payaso, pero algunos pueden ser bastante escalofriantes. Aquel tenía la mirada triste y se parecía mucho a esos payasos que piden monedas en la calle y no tienen donde dormir. No hay nada más perturbador que un payaso con la mirada triste. Cuando lo vi, me asusté tanto que me quedé dormido.

—No tengas miedo —dijo mi hermana cogiéndome de la mano y despertándome—, solo es un payaso.

Alexia siempre ha tenido la capacidad de hacerme creer que no todo es tan grave como parece. Realmente es una buena chica y, por eso, no se merecía lo que le pasó.

—Tengo que contarte algo —me dijo esa tarde cuando estábamos los dos en casa—. Es muy importante.

—¿Estás bien? —Su habitación era más grande que la mía y casi nunca estaba ordenada—. ¿Qué es lo que ha pasado?

—¿Ves esto? —Me mostraba algo que jamás había visto—. ¿Sabes lo que es?

Levanté los hombros.

—Es una prueba de embarazo —Alexia se había puesto de pie junto a una especie de maniquí sin cabeza que estaba al lado de su cama y que siempre tenía una blusa colorida y muy retro encima—; acabo de hacérmela.

—No me digas que...

—Sí, Facundo. Estoy embarazada.

La mirada de mi hermana era indescifrable. Imaginaba lo que podía estar pasando por su cabeza, pero me era muy difícil llegar a percibir lo que podía estar sintiendo. Lo único que recuerdo con claridad es que me puse triste. Aunque la tristeza y el sueño eran dos cosas a las que ya me había acostumbrado.

—¿Tienes idea de lo que vas a hacer?

—No mucha —dijo dándome la prueba.

Después nos quedamos en silencio. La primera vez que Alexia trajo a Julián a casa había sido hacía un par de años. Ese día se metieron en su habitación y comenzaron a escuchar música. Antes de conocerlo, Alexia había tenido siempre una debilidad por los años sesenta y su música. Solía repetirme que le hubiera gustado ser joven en esa época, cuando los adolescentes descubrieron, en medio de la psicodelia, que había algo más que convertirse en adulto y formar una familia. Pero cuando conoció a Julián también le empezó a gustar la música electrónica. Julián tenía una mirada brillante y al mismo tiempo desoladora y desamparada. Quizá por eso mi hermana se había fijado en él. Siempre le han atraído los chicos vulnerables, aquellos que a primera vista no han ganado nada y buscan algo más que el resto de los de su edad. Su madre había muerto cuando él tenía poco más de siete años, y desde entonces vivía solo con su padre, un constructor inmobiliario que intentaba ocultar el dolor con generosas propinas que a Julián no parecían entusiasmarlo. Como nosotros, él estudiaba en un colegio que tenía fama de ser de los más exigentes de la ciudad y en el que solamente podías estudiar si el comité de admisión te consideraba uno de los suyos. Julián había conocido a mi hermana en una fiesta que nuestra escuela hacía un par de veces al año y a la que acudían chicos y chicas de otros colegios. Alexia se había fijado en él porque lo vio solo, de pie, en un rincón, con una lata de cerveza escondida en una bolsa de papel en una mano y un cigarrillo en la otra, como si realmente no le importara mucho estar ahí. Se acercó y le pidió si podía invitarle un cigarrillo.

—¿Crees que las sisters te permitan fumar aquí? —preguntó Julián.

Pero Alexia lo cogió de la mano y lo sacó del coliseo techado donde se hacía la fiesta. Fu

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos