La furia del silencio

Carlos Dávalos

Fragmento

cap-2

1

Puedo quedarme dormido en cualquier sitio. Una vez me pasó mientras jugaba al fútbol. Frente al arquero, cuando estaba a punto de marcar un gol en el último minuto, me quedé frito. Al despertarme tenía a todo el equipo a mi alrededor gritándome por haberles hecho perder el partido. Otra vez me quedé dormido mientras nadaba en una piscina. Casi me ahogo. Cuando era más pequeño, mamá solía decirme que yo era un pez dormilón. Según mamá, cuando me venían esos ataques de sueño, ponía cara de pez. Los peces son los únicos animales que duermen con los ojos abiertos: eso no lo sabía hasta que vi uno en una pecera. Parecía despierto, pero en realidad estaba dormido.

Entré en el colegio cuando en el Perú todo volaba en pedazos, la luz se iba todos los días y el agua escaseaba. El sonido de los coches bomba era algo a lo que ya nos estábamos acostumbrando, y mamá siempre nos decía que antes de irnos a dormir rezáramos un poco. Para ser honesto, nunca he sido religioso. Quiero decir que no creo que exista un señor allá arriba que esté mirando todos y cada uno de nuestros actos, como si llevara la contabilidad de nuestras buenas y malas acciones. No hay nada que me dé más sueño que la religión. Mis padres, a veces, van a misa, pero si me lo preguntan, no sabría decir a ciencia cierta si mi padre es un enfervorecido creyente. Mi madre, en cambio, sí lo es. Nací en Lima, y en ciudades como esta es muy común que la religión esté en todas partes. El miedo lleva a la gente a aferrarse a algo. Lo que sea. Si nunca has sentido miedo, es difícil que comprendas lo que quiero decir. El miedo se parece mucho a una descarga eléctrica: puede dejarte paralizado y, antes de no poder moverte, prefieres matricular a tus hijos en un colegio religioso o terminar votando por un presidente como Fujimori. El miedo me da náuseas. Y era eso con lo que quería acabar cuando hice lo que hice. No fue gran cosa, pero alguien tenía que hacerlo. Fue hace nada, en quinto de media, mi último año de secundaria. No quería hacerle daño a nadie, solo acabar de una vez por todas con esa farsa.

Nuestro colegio ocupa una manzana entera en un barrio de Lima llamado San Isidro. Fue fundado por un grupo de hermanas y curas católicos de origen anglosajón que llegaron a Sudamérica a finales de 1950. Entré ahí porque mi padre era amigo del director. Mi padre siempre ha tenido buenos contactos y a menudo me solía recordar que los contactos en la vida son demasiado importantes para dejarlos de lado. Quizá tenga razón. Mucha gente cree que por ser religioso, cristiano o como quieras llamarlo, vas a tener ciertos contactos en la otra vida. Algunos islamistas musulmanes, por ejemplo, tienen la certeza de que luego de volarse en pedazos van a encontrarse con setenta y dos vírgenes en el paraíso. Mi padre decía con ironía que si supieran que con el petróleo que tienen bajo tierra en Oriente Próximo podrían, en su lugar, comprar setenta y dos putas cada día, dejarían de matarse tanto en nombre de Alá. Por eso se lo pasan intentando aparentar cosas que no son o creyendo cosas en las que realmente no creen. A mi padre siempre le ha gustado hacer relaciones públicas, por eso no fue muy difícil que me aceptaran en el colegio. La verdad era que en ese momento no sabía que entrar en un colegio así iba a resultar tan aburrido. De haberlo sabido, quizá, hubiera dicho que no. Pero cuando eres pequeño, las decisiones no las tomas tú, claro, y mis padres habían decidido matricularme en un colegio similar al de mi hermana mayor, Alexia; de alguna forma teníamos que crecer bajo la misma educación.

Alexia es un año mayor que yo y lo que le pasó tiene mucho que ver con lo que hice ese día. El primer recuerdo que tengo de ella es el de mi fiesta de cumpleaños número cuatro. Mis padres habían contratado a un payaso para que hiciera reír y entretuviera a los niños invitados. Era un payaso grande y colorido. No sé si alguna vez has estado frente a un payaso, pero algunos pueden ser bastante escalofriantes. Aquel tenía la mirada triste y se parecía mucho a esos payasos que piden monedas en la calle y no tienen donde dormir. No hay nada más perturbador que un payaso con la mirada triste. Cuando lo vi, me asusté tanto que me quedé dormido.

—No tengas miedo —dijo mi hermana cogiéndome de la mano y despertándome—, solo es un payaso.

Alexia siempre ha tenido la capacidad de hacerme creer que no todo es tan grave como parece. Realmente es una buena chica y, por eso, no se merecía lo que le pasó.

—Tengo que contarte algo —me dijo esa tarde cuando estábamos los dos en casa—. Es muy importante.

—¿Estás bien? —Su habitación era más grande que la mía y casi nunca estaba ordenada—. ¿Qué es lo que ha pasado?

—¿Ves esto? —Me mostraba algo que jamás había visto—. ¿Sabes lo que es?

Levanté los hombros.

—Es una prueba de embarazo —Alexia se había puesto de pie junto a una especie de maniquí sin cabeza que estaba al lado de su cama y que siempre tenía una blusa colorida y muy retro encima—; acabo de hacérmela.

—No me digas que...

—Sí, Facundo. Estoy embarazada.

La mirada de mi hermana era indescifrable. Imaginaba lo que podía estar pasando por su cabeza, pero me era muy difícil llegar a percibir lo que podía estar sintiendo. Lo único que recuerdo con claridad es que me puse triste. Aunque la tristeza y el sueño eran dos cosas a las que ya me había acostumbrado.

—¿Tienes idea de lo que vas a hacer?

—No mucha —dijo dándome la prueba.

Después nos quedamos en silencio. La primera vez que Alexia trajo a Julián a casa había sido hacía un par de años. Ese día se metieron en su habitación y comenzaron a escuchar música. Antes de conocerlo, Alexia había tenido siempre una debilidad por los años sesenta y su música. Solía repetirme que le hubiera gustado ser joven en esa época, cuando los adolescentes descubrieron, en medio de la psicodelia, que había algo más que convertirse en adulto y formar una familia. Pero cuando conoció a Julián también le empezó a gustar la música electrónica. Julián tenía una mirada brillante y al mismo tiempo desoladora y desamparada. Quizá por eso mi hermana se había fijado en él. Siempre le han atraído los chicos vulnerables, aquellos que a primera vista no han ganado nada y buscan algo más que el resto de los de su edad. Su madre había muerto cuando él tenía poco más de siete años, y desde entonces vivía solo con su padre, un constructor inmobiliario que intentaba ocultar el dolor con generosas propinas que a Julián no parecían entusiasmarlo. Como nosotros, él estudiaba en un colegio que tenía fama de ser de los más exigentes de la ciudad y en el que solamente podías estudiar si el comité de admisión te consideraba uno de los suyos. Julián había conocido a mi hermana en una fiesta que nuestra escuela hacía un par de veces al año y a la que acudían chicos y chicas de otros colegios. Alexia se había fijado en él porque lo vio solo, de pie, en un rincón, con una lata de cerveza escondida en una bolsa de papel en una mano y un cigarrillo en la otra, como si realmente no le importara mucho estar ahí. Se acercó y le pidió si podía invitarle un cigarrillo.

—¿Crees que las sisters te permitan fumar aquí? —preguntó Julián.

Pero Alexia lo cogió de la mano y lo sacó del coliseo techado donde se hacía la fiesta. Fueron hacia las canchas de baloncesto, donde los niños pequeños jugaban a la hora del recreo, pero que esa noche estaba salpicada de adolescentes excitados experimentando la sensación de un primer beso con lengua.

—Aquí no nos verá nadie —dijo Alexia, y lo miró a los ojos—. Tu mirada me recuerda al cielo de noche. ¿Has visto el cielo de noche fuera de Lima?

Lo más probable es que Julián jamás hubiera salido de la ciudad, porque negó con la cabeza.

—Eres precioso —dijo entonces mi hermana, y esta vez él sí entendió.

Cuando se besaron, mi hermana vació su cuerpo y vertió su alma dentro de la boca de Julián. Desde aquel día comencé a verlo a menudo, por las tardes, después del colegio, o cuando venía a visitar a Alexia.

—Tengo miedo, Facundo —dijo mi hermana frente a mí con la prueba de embarazo en la mano.

Me acerqué. Quise abrazarla, pero en vez de eso le dije si pensaba decírselo a papá o mamá. Era una pregunta absurda, porque ella también se lo estaría preguntando.

—Por ahora solo lo sabes tú.

En ese momento sentimos un ruido y nos dimos cuenta de que alguien se acercaba. Pensamos que era mamá, pero vimos que era Dolina.

—¿Van a quedarse a comer esta noche? —Dolina se había asomado dentro de la habitación—. Lo digo para dejarles la comida lista.

Dolina era una mujer menuda, de manos alargadas, pero toscas y ásperas. Tenía una sonrisa blanquísima y cuando hablaba su español a veces sonaba distinto. Ella misma nos había contado que el primer idioma que aprendió a hablar no había sido el español, sino el quechua. Había llegado a Lima cuando tenía doce años y fue la abuela la que cuidó de ella y la llevó a vivir a su casa. Poco antes de morir, una de las cosas que la abuela dejó dicho era que mis padres se trajeran a Dolina a vivir con nosotros. Mamá sabía que Dolina había hecho mucho por la abuela, así que le hizo caso.

—Sí —se adelantó a responderle mi hermana—, si quieres déjanos algo en el microondas.

Luego se dirigió a mí.

—¿Tú tienes hambre, Facundo? —Pero antes de que yo pudiera decir sí o no, agregó—: ¿Estás bien, Alexia?

—¿Por qué lo preguntas?

—Se te nota preocupada, mijita. —Dolina se acercó.

—Estoy bien —contestó Alexia escondiendo rápidamente la prueba de embarazo que había dejado encima de la mesa de su escritorio—. Un poco cansada, nada más.

—¿Estás segura? Estás un poco pálida, mijita.

—Sí, Dolina, no pasa nada.

—¿Vas a salir? —intervine tratando de cambiar el tema de conversación.

—Voy un rato a ver a mi hermana Erminda —Dolina se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel—; me dice que está por aquí cerca.

—No sabía que tenías una hermana que se llamaba Erminda.

—La Erminda, pues, la más joven de todas.

—Es que tienes tantas. —Alexia intentaba desviar la atención de Dolina—. ¿Cuántas eran?

—Trece.

—¡Trece hermanos! —agregó Alexia con una media sonrisa—. A tus padres no les gustaba ver la televisión.

Dolina soltó una carcajada.

—¡Ay joven, Alexia!, ¡tú siempre tan ocurrente!

—O sea que tu hermana Erminda está por aquí —dije tratando de ayudar a Alexia y llevarme fuera a Dolina—. ¿Hace cuánto que no la ves?

—No... —respondió ella mientras salíamos de la habitación—, si nos vemos regularmente, lo que pasa es que ella no suele venir mucho por acá, por este barrio, quiero decir.

—¿Dónde es que viven, entonces? —pregunté bajando las escaleras—. ¿Muy lejos?

—¡Ay!, Facundo, si supieras, lejísimos. —Hizo un gesto con la mano como señalando al infinito—. Bueno, con el tráfico que hay en Lima te demoras mucho. Por eso digo que es lejísimos.

—Claro —habíamos entrado en la cocina—, y ahora que tu hermana está por aquí, quieres aprovechar para verla un ratito.

—Sí, pues. —Comenzó a manipular ollas, a abrir y cerrar armarios. Con ella dentro de la cocina todo se veía en orden—. Siempre tiene algo que contarme la muy bandida, no ves que es mucho más joven que yo, y mira que salió coqueta la forajida. Que si un día una historia con un chico, que otro día una historia con otro.

—¿Tiene un enamorado, entonces? —Me serví un vaso de Inca Kola de la refrigeradora.

—Enamorado, enamorado, lo que se dice enamorado, parece que uno tiene. —Dolina lavaba un par de vajillas y me daba la espalda, hablándome con el cuello torcido—. No sé, siquiera... Ya te dije que es muy bandida.

Hubo un silencio.

—¿Y tú, Dolina? —me senté a la mesa con el vaso—, ¿por qué nunca te has casado?

—¡Ay, Facundo! —pareció encogerse y esconder la cabeza entre los hombros con cierto pudor, sin dejar de manipular la vajilla que estaba lavando—, qué preguntas haces.

Luego volvió a girar el cuello y me miró. Entonces decidí que lo mejor era salir a dar una vuelta por el barrio, y subí a mi habitación a buscar mis llaves. El cuarto de Alexia tenía la puerta cerrada y me di cuenta de que estaba escuchando música. Pensé en tocarle y decirle algo, pero no quise molestarla. Querría estar sola. Cuando bajé, Dolina se había quitado el mandil y estaba en el vestíbulo con las llaves de casa en las manos.

—¿Vas a salir, Facu?

Asentí sin decirle nada.

—Yo también, que la Erminda está acá en la esquina. —Se asomó a la cocina y se cercioró de que todas las hornillas estuvieran apagadas—. Salgo contigo.

Salimos por la cocina y atravesamos el garaje, que a esa hora estaba vacío. Una vez en la calle, me metí una de las manos en el bolsillo para comprobar que llevaba el encendedor conmigo. Enseguida, escuchamos:

—¡Dolina, Dolina! —Una mujer gritaba desde la esquina y le hacía una seña con la mano para que se acercara.

—Ahí está la Erminda, pues —dijo Dolina—. Mírala.

Caminamos hacia ella.

—¡Qué casas más bonitas hay en este barrio! —dijo la mujer cuando la tuvimos enfrente. Luego me miró—: ¿Y este quién es?

Erminda era mucho más joven que Dolina, o por lo menos eso era lo que aparentaba. Estaba vestida completamente de negro, con unos jeans ceñidos, el pelo recogido en un moño sobre la cabeza y unos enormes tacones rojos que parecían hacerla tambalear.

—Él es el joven Facundo, el hijo de la señora Bea, pues. ¿Te acuerdas que te lo había mencionado?

—Pero no me habías dicho que era tan buen mozo. —La mujer acercó su mano a una de mis mejillas—. Yo soy Erminda. ¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis.

—No seas bandida —Dolina se interpuso entre los dos—; vamos acá a la bodega a tomarnos una Inca Kolita.

—Ay, no seas tan malgeniuda, caricho —Erminda hablaba con un acento tan marcado como su hermana mayor—, solo estaba preguntando. Pero tienes razón, vámonos que tengo algo muy importante que contarte.

—¡Ahora con qué me saldrás, Erminda! —dijo Dolina, y en ese momento yo levanté las cejas, como despidiéndome, y me alejé de ellas—. Nos vemos más tarde, Facundo; tu mami ya sabe que estoy con la Erminda. No me demoro mucho.

A los pocos pasos me giré y vi que Erminda todavía seguía caminando y me hacía adiós con la mano sin dejar de sonreírme.

Me metí las manos en los bolsillos y seguí caminando. San Antonio, nuestro barrio, estaba en una zona de Miraflores en la que había algunos parques. En uno que llamaban Reducto se había librado una importante batalla contra los chilenos en la guerra del siglo pasado. Todos los parques tenían nombres de personas ya muertas, héroes olvidados que nadie reconocía, combatientes perdedores del Pacífico que así quedaban inmortalizados. Se supone que era un barrio heroico. No era un mal sitio para crecer. El color verde de los jardines es lo primero que se me viene a la mente. Seguí andando y me perdí entre las calles hasta llegar a uno de los parques. Me senté en una banca. Quería fumarme un cigarrillo en paz, sin que nadie me molestara. Sobre el césped había un grupo de niños jugando. No tenían más de diez años. Eran unos seis o siete, quizá ocho. Un par jugaba muy bien. Sabían darle a la pelota con la parte interna del pie, como deben darse los pases a tu compañero de equipo. De pequeño intenté jugar al fútbol, también lo intenté con el tenis. La verdad es que nunca fui bueno en los deportes, no sé muy bien por qué. Creo que porque nunca me ha gustado competir. Cuando jugaba al tenis, me gustaba darle duro a la pelota, pero me daba pena ganarle a mi rival. Odio competir. Me da sueño. Mi padre siempre se enfadaba. Para él la competencia lo es todo. Quizá por eso es tan bueno en los negocios. La primera y única vez que intenté jugar al fútbol en un equipo de verdad terminé magullado. Eran las canteras de la U y mi padre me llevó para probar suerte. El entrenador nos decía que había que entrar con fuerza, sin importar que te llevaras por delante al contrincante. Se lo tomaba muy en serio. Los deportes dejan de ser divertidos cuando te toca perder. Y yo sabía más perder que ganar. Por eso los abandoné cuando había que tomárselo en serio. Me gustaba más jugar con otros niños y salir corriendo cuando venía el guachimán que se encargaba de mantener verde los jardines. En clase de inglés nos dijeron que guachimán venía de watchman, o sea, alguien que mira. Lo recordé, mientras estaba sentado en la banca viendo a los niños, porque apareció uno con un silbato en la boca. Es lo peor que le puedes hacer a alguien que se está divirtiendo: decirle que deje de hacerlo. No sé muy bien de quién habría sido la idea, pero eso de querer mantener verde el césped a costa de prohibir que se juegue en él no tiene sentido. ¿Para qué están los parques entonces? La culpa era de las vecinas. En el barrio había muchas viejas cascarrabias, a las que no les gustaban los críos. Les gustaban más los jardines y los árboles que los niños. Por eso contrataban a los guachimanes, como el que se había puesto en medio y les estaba haciendo una seña para que dejaran de jugar.

—¡Mierda! —escuché a mi lado—. ¿Dónde están?

Ladeé la cabeza y vi a una mujer sentada al otro extremo de la banca. Estaba con las piernas cruzadas y buscaba algo en su bolso.

—Me he olvidado los cigarros —dijo y luego se dirigió a mí—. ¿Tú fumas?

En un principio no la reconocí porque su voz sonaba diferente. Pero era ella: Alicia Moll, una mujer voluptuosa, de manos grandes y largas que me estaban haciendo el ademán de fumar un cigarro invisible. No sé cuántos años tendría exactamente, podría bordear la mitad de los treinta o los cuarenta. Sus padres vivían a dos casas de la nuestra y si no había reconocido su voz era porque, esta vez, estaba sobria.

—No sé dónde he dejado los míos. —Seguía buscando.

Su historia era una especie de lastre que todos los vecinos llevaban con cierta resignación. Nadie podía entender cómo una mujer como ella, «tan guapa», como repetía siempre mi madre, pudo haber terminado de esa manera. Los primeros recuerdos que tengo de ella están marcados por los gritos y el delirio. Su alcoholismo comenzó a manifestarse desde que era muy joven y sus padres nunca supieron cómo manejarlo, más que nada por el entorno conservador del barrio y los vecinos que siempre parecían juzgarlo todo. Además, claro, del iracundo carácter de Alicia, que no ayudaba.

—Juro que tenía unos puchos en mi bolso.

—Toma —dije ofreciéndole el último cigarro que tenía—. Puedes fumarte este.

—¡Qué bien! Me moría por fumar. —Su voz sonaba áspera, grave y agradable, sobre todo comparada con los gritos que solía dar cuando iba ebria.

Luego de encenderlo, Alicia se cogió el codo con una de las manos, lo apoyó sobre sus piernas cruzadas y, mirando al horizonte, comenzó a fumar con una especie de alivio.

A los dieciocho años conoció al que luego sería el padre de su único hijo, un hombre adicto al juego y a las apuestas de peleas de gallos que se llamaba Rogelio. Según las historias que contaba mi madre, Rogelio fue el causante de su adicción al alcohol y quien la introdujo en la mala vida. Como cabía esperar, era muy mal visto por todos, pero ni siquiera el rechazo de sus padres pudo evitar que Rogelio se llevara a Alicia a vivir con él. Un par de años después, Alicia regresó al barrio peleada con Rogelio y embarazada.

Los niños ya habían dejado de jugar, apremiados porque el guachimán se había puesto a recoger los pocos desperdicios que había sobre el césped. Como no estábamos en el parque de nuestra cuadra, los críos no parecieron reconocer a Alicia, lo que en esa otra circunstancia los hubiera mantenido alejados; los exabruptos violentos de Alicia podían espantar a cualquiera.

—Qué cagada —dijo uno de ellos—, y ahora ¿qué hacemos?

—Vamos al otro parque —dijo el que tenía la pelota entre las manos—, quizá no haya nadie.

—¡Vamos! —intervino otro—. El que llega el último, tapa.

Durante un par de segundos escuchamos cómo los niños salían corriendo.

Un auto pasó a toda velocidad junto al parque.

—¡Oye, huevón! —gritó Alicia con el cigarro en la mano—, ¿por qué no dejas jugar a los chibolos en el parque?

El guachimán seguía recogiendo cosas del suelo y se hizo el desentendido.

—¡Te estoy hablando, carajo! —insistió Alicia—. ¿Por qué chucha no los dejas jugar?

—No puedo, pues, señorita —el hombre se acercó—, me han dado órdenes.

—Órdenes, órdenes. —Alicia remedó al guachimán que iba vestido todo de marrón y con un gorro en la cabeza—. Qué órdenes ni qué ocho cuartos, ¿quién te ha dado esas órdenes? ¿Para eso chucha te pagan?

—Sí, pues, señorita. —El hombre era enjuto, tenía el ceño fruncido—. Órdenes me han dado las vecinas.

—¡Qué chucha le haces caso a esas viejas de mierda! ¡Son unas amargadas!

—Hay que mantener los jardines verdes, me han dicho. Los niños con el fútbol lo maltratan.

—¡Huevadas, carajo! ¿Dónde van a jugar los pobres chibolos? Por las huevas tenemos tantos parques en este barrio, entonces. ¡Esas viejas son una cojudas!

El tipo se quedó ahí de pie, sin decir nada. Alicia ya se había acabado el cigarrillo y apagó la colilla debajo de sus pies.

—En este barrio hay una doble moral que me jode como mierda —dijo Alicia.

En ese momento un auto se detuvo en la esquina del parque e hizo sonar el claxon. Alicia lo reconoció, levantó una mano, se colgó el bolso del hombro y se levantó.

—¡Espérame —gritó dirigiéndose al auto—, espérame!

No supe distinguir quién iba dentro del vehículo, pero no era la primera vez que lo veía.

Cuando volví a casa ya era de noche. Mamá había llegado, su camioneta estaba en el garaje. Rómulo, el chófer, le pasaba un trapo al limpiaparabrisas. Me saludó. Entré por la cocina y vi que Dolina estaba llorando.

—¿Ha pasado algo? —dije—. ¿Todo bien con tu hermana Erminda?

—No, Facundo —Dolina seguía sollozando—, bueno, lo de la Erminda es otra historia. Pero algo ha pasado con la Alexia.

—¡Mierda —mascullé—, Alexia!

Subí a las habitaciones y mientras me acercaba escuché gritos. Caminé hasta su cuarto y vi que mamá estaba dentro. La puerta estaba cerrada. Las dos estaban discutiendo.

—¿Qué piensas hacer? —gritaba mamá.

Me asomé por una rendija y vi sus ojos enfurecidos. Abrí la puerta.

—¡Facundo —dijo mi madre—, por favor, vete a tu habitación! —Luego volvió a dirigirse a Alexia—. ¡Respóndeme, pues!, ¿qué piensas hacer ahora? ¡Acabas de comenzar la universidad y mira con lo que nos sales! ¡Apenas tienes diecisiete años!

—No lo sé —Alexia estaba al borde del llanto—, no lo sé.

Me encerré en mi habitación y miré una foto en la que aparecemos mi hermana y yo cuando éramos pequeños. Salíamos sonriendo en un día soleado, en medio de la playa. A un lado, en mi mesa de escritorio, estaba el cuadernillo que me habían dado tiempo atrás en clase de religión. Uno de los capítulos decía: «La familia es el núcleo vital de la sociedad».

Los gritos de mamá traspasaban la pared.

cap-3

2

Dolina me contó que la producción de un canal de televisión había llamado a su hermana Erminda para invitarla como panelista al programa de Lara Bosfia. Sus programas eran los más sintonizados del país y podían verse todos los días. No había nada más horrible que esos programas de televisión. Desde que Fujimori había dado el golpe de Estado, la televisión y la prensa comenzaron a llenarse de mierda. En serio. No es una exageración. Lara Bosfia había tenido la genial idea de implantar un formato televisivo de telerrealidad, donde los problemas de la gente eran expuestos ante las cámaras bajo un enfoque retorcido y sórdido. Alexia me decía que en Estados Unidos lo llamaban televisión basura. Ella pareció darse cuenta de que algo así tendría mucho éxito y no se equivocó, porque inmediatamente la audiencia de ese tipo de programas comenzó a subir como la espuma. Eran tan malos que cada vez que los veía me venía un ataque de sueño y me quedaba dormido. Pero había que ver cómo le gustaban a la gente. Había en los peruanos cierto afán de protagonismo, de salir en la tele y de sentirse identificados con los supuestos problemas de los otros. Erminda, la hermana de Dolina, era una más. La habían escogido luego de que ella les hubiera enviado una carta explicándoles que quería participar en uno de los shows dedicados a los conflictos de pareja. Una chica llamada Andrea Solís, la productora del programa, cogió el teléfono y marcó el número de Erminda.

—Hemos visto que estás interesada en participar en nuestro programa. ¿Puedes pasarte por el canal para que te conozcamos?

Erminda había esperado ese momento toda su vida. Siempre quiso salir en la televisión y uno de sus sueños, el más grande de todos, era poder ser actriz algún día, protagonista de una telenovela. Otro de sus sueños era conocer a alguien con mucho dinero que la sacara del pueblo joven en el que vivía, pero Dolina siempre repetía que eso de la actuación y estar en el centro de todo era lo mejor que hacía su hermana.

Desde chiquita ya le gustaba llamar la atención, me contaba Dolina.

—Claro —contestó Erminda al teléfono—, ¿cuándo tengo que estar ahí?

—Mañana a las once de la mañana —había respondido Andrea—. ¿Puedes?

Erminda ya se había apresurado a decir que sí, pero Andrea continuó:

—Otra cosa, tienes que venir con él.

—Se refiere a...

—Tu enamorado, pues, en tu carta nos cuentas sobre los celos de tu novio, ¿no es así?

—Claro.

—Pues vente con él —insistió Andrea.

—Voy a ver, pues, señorita, es que el Jacinto tiene que trabajar.

—Inténtalo —zanjó Andrea—, no llamamos a cualquiera para que participe en el programa de Lara.

—Sí, sí —dijo Erminda—, para nosotros sería un honor participar en el programa.

—Además —agregó—, van a ser recompensados.

Erminda se quedó en silencio de tanta emoción. Encima le iban a pagar.

—Entonces, ¿te esperamos mañana?

—Sí, mañana estamos ahí.

—Preguntas por mí. Me llamo Andrea Solís. De la producción de Lara en América. En la puerta dejaré dicho que vas a venir.

—Gracias, señorita Andrea. Hasta mañana.

Al día siguiente se levantó muy temprano. No había podido dormir de los nervios. En un principio Jacinto, el chico con el que estaba saliendo, no quiso ir, pero cuando Erminda le dijo que les pagarían, su expresión cambió.

—¿Cuánto nos van a pagar?

—No me han dicho, pero seguro que pagan bien. Es la tele.

Desde Villa María del Triunfo hasta el canal Cuatro eran casi dos horas de viaje. El tráfico estuvo horrible. Cuando se bajaron en la cuadra diez de la avenida Grau en Barranco, Erminda le preguntó a Jacinto:

—¿Estoy bien arreglada? —Se cogió el pelo—. Creo que debí haberme puesto otros zapatos.

—Espero que nos paguen bien. —Desde esa altura, los dos podían ver la antena del canal que se erguía a varios metros de donde estaban—. Necesitamos la guita.

En la puerta de América Televisión había un tanque militar que parecía custodiar el canal. Desde el golpe de Fujimori, los tanques militares se habían quedado en las puertas de los canales de televisión más importantes del país. Nunca se supo para qué. Algunos decían que para proteger a los periodistas de cualquier tipo de rebrote, o atentado terrorista. Otros, que Fujimori lo hacía para recordarles a los dueños de los canales que, ahí dentro, la independencia se limitaba a contar lo que el régimen quería que se contara.

—Buenos días —dijo uno de los hombres de seguridad—, ¿a quién buscan?

—Venimos para el programa de Lara —se adelantó Erminda, sacando un trozo de papel de su bolso—, la señorita Andrea Solís nos está esperando.

—Un momentito —dijo el hombre antes de darse media vuelta y acercarse a la recepción—. Espérenme aquí.

A un lado, en uno de los sillones del vestíbulo de la entrada, había una mujer con un colorido atuendo andino y con un niño pequeño en los brazos que tenía una quemadura en la cara.

—¿Ustedes vienen al programa de Lara? —preguntó la recepcionista asomando la cabeza por encima del mostrador—. Pasen por aquí.

Les pidió la identificación. Luego de quedarse con su DNI, les dio una tarjeta plast

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