Las herederas

Aixa de la Cruz

Fragmento

libro-4

I

Cajas, cajitas, joyeros, pastilleros, urnas, estuches, jarrones. Esta casa que ahora les pertenece alberga un museo de recipientes. De marfil, de madera de pino, de ébano, de barro, de porcelana, de cristal, de los papeles satinados que se utilizan en papiroflexia. Nora los revisa de uno en uno, peinando de abajo arriba y de izquierda a derecha cada superficie del salón, y casi siempre tantea vacío, o papel de mocos, o monedas de céntimo y pilas gastadas, pero de vez en cuando grita ¡bingo! y se guarda un Valium en el bolsillo trasero del pantalón, que, después de una hora de rastreo, comienza a estarle prieto. También tiene la boca pastosa de masticar polvo antiguo y le gustaría hacer un descanso para tomarse una cerveza, pero no puede parar, no puede parar; está en plena contrarreloj y no puede, no puede perder. Escucha los pasos nerviosos de su hermana en el piso de arriba y sabe que, en cuanto las diligentes manos policiales de Olivia terminen de inspeccionar los dormitorios y el cuarto de baño grande, volverá a la planta baja y requisará lo que quede. Así que Nora, en mitad de sus vacaciones sin sueldo, se encuentra de nuevo a la carrera, trabajando bajo presión, midiéndose con un deadline… Encerrada en la vorágine compulsiva que se ha tragado su vida adulta, vaya. Esto haces, esto eres. Toda una infancia de competir y perder contra Olivia la preparó para ser una buena mártir del periodismo freelance y ahora el periodismo freelance la arroja anfetamínica e imbatible de vuelta al ruedo original, a cerrar el ciclo. Ha esnifado una raya en cuanto ha llegado, para sobrellevar la intensidad agotadora del reencuentro familiar, y otra más pequeña, de recordatorio, después de que su hermana decretase la inauguración de esta gincana con un comentario tan preciso como excéntrico: «Hay que seguir el rastro de las drogas». Parece que alguien ha estado viendo demasiadas series de televisión de esas en las que los antivicio son los héroes y la gente como yo somos basura, piensa, y se divierte imaginando la cara que pondría Olivia si supiera que compite con dopaje. Siempre haciendo trampas, le diría, y alguna cosa peor. Pero no hay dopaje que obre milagros, hermana. Le gustaría explicarle que el dopaje es a veces discriminación positiva, unos segundos de ventaja para los corredores que llegan lesionados a la línea de salida, y otras veces, simplemente, un requisito encubierto de la competición en sí. Porque el cuerpo tiene límites que ignoran los ideales de progreso y superación. Porque nuestras fibras no se concibieron para coronar etapas de montaña en bicicleta, siempre un poco más deprisa que nuestros padres, ni hay forma de contestar cincuenta mails, realizar cuatro entrevistas por teléfono y dos por WhatsApp, escribir cinco mil palabras, mantener activas las redes sociales, actualizar el currículo, ducharse, vestirse y maquillarse para asistir a la presentación de ese nuevo suplemento cultural donde quizás, si sonríes lo suficiente, entablarás contacto con esa gente que podría encargarte otras cinco mil palabras para mañana, y así con todo, al finalizar el día, dormir seis horas.

El dopaje no obra milagros, no, y lo cierto es que, ahora mismo, agradecería un poco de ayuda. Pero su prima Erica, que juega en el suelo con la baraja de la abuela a algún solitario arcaico, no parece interesada en su búsqueda.

—Oye, tú, ¿por qué no mueves el culo y revisas los cajones del secreter?

Erica ni siquiera se incorpora para contestarle. Recoge las cartas dispuestas en círculo sobre la alfombra, las integra en el mazo y baraja.

—Me parece que ya tienes pastillas para dormir durante un año.

Lo cierto es que apenas tendría para un mes, pero no lo dice, porque la cuestión no es esa.

—Venga, Erica, que ya sabes que no es por eso.

Y es que no es por eso. No la guía la codicia. Lo que pasa es que no quiere que Olivia se quede con todo el alijo para devolverlo a la farmacia como dicta el protocolo, como debe hacerse, como debe ser. Al fin y al cabo, este es el tesoro de su abuela. El trabajo de una vida. Pero parece que solo una yonqui entiende a otra yonqui. El esmero con el que se dispersan las migajas, siempre ocultas y siempre a mano, en los mejores escondites; los remanentes de hoy dispuestos para la escasez que podría depararnos el futuro. Tiene un algo de juego infantil, porque a los niños, como a los adictos, les encanta acumular por el placer simple que da lo mucho frente a lo poco. Lo ha aprendido del pequeño Peter, que ahí sigue, en el jardín, recopilando hojas secas en el remolque de su tractor de plástico y clasificando en montoncitos los frutos que arrojan las distintas variedades de coníferas que lo ensombrecen. Busca al niño de vez en cuando a través de los ventanales porque sabe que su madre, de pie a su lado, no lo ve. Lis tiene desde que ha llegado los ojos turbios y perplejos, fijos en cualquier lugar de ningún sitio. A Nora le recuerda a los gatos que se paran en mitad del pasillo a maullarle a un fantasma. No sabe qué es lo que toma, pero es obvio que está narcotizada, tanto o más que ella. La diferencia es que su consumo de psicofármacos no debe alarmarlas porque está pautado por un psiquiatra. Los detalles de su crisis, que la tuvo apartada de su propio hijo durante las últimas navidades, siguen siendo un misterio, pero Nora sabe que su prima Lis ha pagado el peaje: se dejó evaluar —diga del uno al nueve cuánto le apetece arrojarse por la ventana—, despersonalizar y etiquetar. A cambio, obtuvo su receta. Nora se resiste a pedirla. Ella solo cree en el consumo autoprescrito, y por eso es tan alto el valor que les confiere a estas pastillas que les ha legado la abuela junto con la casa. Por lo pronto, significan que la próxima vez que necesite benzodiacepinas legales para gestionar los efectos secundarios de la anfetamina ilegal que consume no acabará en urgencias. No tendrá que inventarse un cuadro de ansiedad ni, cabizbaja, humillarse ante el médico de turno: perdón perdón doctora me da mucha vergüenza pero es que ayer tomé alguna droga no sé muy bien qué era si es que yo nunca antes pero ya sabe qué tontería y ahora me duele el pecho y me hormiguea el brazo izquierdo y tengo taquicardias y lo cierto es que hace horas que solo pienso que voy a morir. Han sido cuatro veces este invierno y cada una en un hospital diferente, alternando la seguridad social con el seguro privado que se paga con este único fin, para no crear suspicacias, pero en las cuatro se sintió de vuelta a un mismo escenario de la adolescencia, firmando de nuevo aquel papel en el que adujo fragilidad mental para que el ginecólogo le concediera el regalo de un aborto farmacológico. Misma alienación, misma rabia. Así que no me digas que es por vicio, Erica:

—Es para honrar la voluntad de los muertos.

La prima se carcajea porque no es posible tomarse en serio algo semejante fuera de un telefilme, lo reconoce, y su risa es puro óxido nitroso que se propaga por el aire, así que Nora inhala y después se dobla, se atraganta, ríe como rebuznan los burros, y esto disgusta mucho a su hermana Olivia, tan enemiga de la felicidad ajena (la propia ni siquiera la conoce), que trota escaleras abajo a reprimir su tontería.

—Espero que no estéis haciendo el imbécil con esto de las pastillas de la abuela.

Ambas callan, se contienen con los mofletes hinchados y rojos. Olivia no es su madre (no es madre de nadie) pero las en

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