Creo sentir la misma fascinación por el llamado grupo de Bloomsbury que sienten muchos de mis contemporáneos de cualquier nacionalidad. El motivo se me antoja simple. Al margen de cualquier consideración artística o literaria, ese puñado de intelectuales se anticipó a un sueño que mezcla lo social y lo individual y por el que suspirábamos y siempre suspiraremos la gente que formamos parte de la generación que de algún modo quedó marcada por el mayo del 68. Estoy refiriéndome a la libertad. Libertad sexual, de pensamiento, de creación. Libertad en las relaciones humanas, en el modo de vida, en la negación de lo convencional.
Hace tiempo que vengo leyendo casi todo lo que se publica sobre Bloomsbury y sus protagonistas, pero hay que reconocer que el mayor filón informativo, el más directo y fiable, lo constituyen los diarios de Virginia Woolf. En ellos se encuentra la esencia, el meollo, el quid de la cuestión. Nadie como la escritora personaliza el espíritu de Bloomsbury, con todo lo que ello implica de grandeza, belleza, genio, pero también de miseria y contradicción. Esa contradicción me interesó siempre, pareciéndome especialmente esclarecedores de su existencia los pasajes del diario de Woolf que hacen mención a su relación con sus criadas de toda la vida: Nelly Boxall[1] y Lottie Hope.
En el diario de Virginia puede leerse la siguiente entrada correspondiente al 15 de diciembre de 1929: «Si yo no hubiera escrito este diario y un buen día cayera en mis manos, intentaría escribir una novela sobre Nelly, su personaje. Toda la historia entre nosotras dos, los esfuerzos de Leonard y míos por librarnos de ella, nuestras reconciliaciones».
¿Alguien puede imaginar una invitación más directa? A partir de ese momento me obsesioné, debía ser yo quien llevara a cabo ese reto, esa llamada de la autora que venía del más allá. Me preparé para acometer la empresa y empecé a buscar datos del paradero de Nelly, de su destino a partir de cuando desaparece de la vida de Virginia Woolf. Entré en contacto con la Asociación de Amantes de Virginia Woolf, en Londres. La directora no tenía idea de lo que había sucedido con la criada, ni de cómo o dónde acabó. Y entonces surgió la sorpresa. Me dijo por teléfono: «Pero existe un diario de Nelly». Se me paró el corazón. «¿Y yo podría consultarlo?», pregunté. «Está en manos privadas. De una tal lady Prudence Lane. Lo compró en una subasta de objetos personales del grupo que se celebró hace años, no sabría precisar cuántos.» «¿Y tiene usted su dirección?»
Me la dio un martes por la mañana, y el miércoles por la tarde, someramente arreglados todos mis asuntos personales, viajaba camino de Londres. No podía creerlo, tenía tanto miedo de que la dueña del diario me impidiera leerlo que esa noche casi no dormí. Fue un nerviosismo injustificado. Lady Lane estuvo encantadora y no puso el más mínimo inconveniente a mi solicitud. «¿Una fotocopia del diario?, ¿por qué no? Siempre que no haga negocio publicándolo en su totalidad...» Eso estaba descartado. «¿Por qué no ha dejado usted antes que alguien lo viera?», inquirí. Y entonces ella, haciendo gala del mejor temple inglés, me miró ligeramente escandalizada para decir: «Nadie me lo pidió».
Las páginas que siguen son mezcla de fragmentos, con sus respectivas fechas, del diario de Nelly Boxall, que me he tomado la licencia de reescribir con nueva puntuación y con algunas aclaraciones, pues Nelly no era escritora y algunos párrafos se hacían difíciles de leer por su exuberancia. He querido fundirlos con capítulos en primera persona en los que reconstruyo ciertos pensamientos y acontecimientos de la vida diaria de Nelly y, también, con retazos de una novela basada en hechos reales que un día acabaré en su totalidad. Quise además añadir el testimonio somero de mi estancia en Londres durante todo un invierno en el que busqué documentación histórica y, poniendo buena cara al mal tiempo, trabajé encerrada en el cuarto de una pensión.
Brighton, 21 de abril de 1941,
día de la cremación de Virginia Woolf
Detrás de estos árboles nadie va a verme o, mejor dicho, no se fijarán en mí. Tengo el aspecto de una mujer respetable que se ha detenido un momento para observar un entierro. Siempre hay gente que se queda mirando los entierros o las bodas a la salida de la iglesia. A la señora Virginia van a incinerarla. Lottie me ha dicho que conservarán sus cenizas en Rodmell, bajo un olmo. En la familia se ha estado hablando de poner una placa clavada en el tronco, con una inscripción, «¡Oh, Muerte!», una frase de una de sus novelas. Todo muy poético. Pobre Lottie, se emocionaba al contármelo, aún no ha podido librarse de esas cosas; continúa metida en el laberinto de la feria, dando vueltas en redondo y encontrándose siempre con las mismas caras dibujadas en la pared. No es fácil salir, pero yo lo hice.
«¡Oh, Muerte!» Todavía me parece estar oyendo a la señora a través de la puerta, leyendo un párrafo para los amigos, engolando la voz, o suavizándola, para que todo el mundo pensara que era una mujer dulce. Lottie dice que a nadie le ha sorprendido lo que ha hecho, no demasiado. Estaba muy mal de nuevo. Esta vez no era una gripe, ni lágrimas ni espasmos; esta vez volvía a oír voces. Las voces podían considerarse una manera de haber tocado fondo, pero no fueron lo último en esta ocasión; en esta ocasión fue más allá.
He visto al señor cuando entraba en la capilla mortuoria, iba encogido. Aunque eso no quiere decir gran cosa, él andaba encogido a menudo, y encogido se sentaba a tomar el té, sobre todo en los últimos tiempos. Dice Lottie que fue él mismo a casa del señorito Clive para comunicar la noticia de que habían encontrado el cuerpo. A Lottie no le pareció normal ir a dar un aviso de modo tan tranquilo, estando en unos momentos trágicos. Quiso dar un paseo hasta el depósito de cadáveres adonde había sido llamado para hacer la identificación, y paró para dar la noticia en Gordon Square. Yo sí lo encuentro normal, porque lo conozco, igual que la conocía a ella.
El señor caminaría por la calle arqueando la espalda, con el ceño un poco fruncido y la expresión de un tendero al que no le cuadran las cuentas. En cuanto lo llamaron, él debía de saber ya que estaba muerta; ni por un momento se habría hecho la más mínima ilusión, nunca se las hacía por nada. A lo mejor hasta se sintió aliviado, ya seguro de que su mujer se había ahogado en el río Ouse.
No puedo compadecerlo, primero por todo lo que pasó, después porque quedarse viudo puede haber sido lo mejor para él. Tranquilo por fin, sin más ataques ni enfermedades, sin más problemas porque a ella no le salían los libros como quería, o porque se sentía inspirada y no tenía tiempo para escribir, por culpa de las visitas. Sin más mujeres raras que vinieran a verla, locas por ella, «¿Cómo estás, mi amor?», y en las cartas: «Te he echado tanto de menos que se me saltaban las lágrimas».
El señor seguirá bajo los cuidados de esa criada, Mabel Haskins, de la que Lottie dice que n