Eros dulce y amargo

Anne Carson

Fragmento

cap-1

Prólogo

En marzo de 1993, James Laughlin le comentaba a Guy Davenport en una carta lo siguiente:

Me he estado cruzando unas cartas divertidas con Anne Carson. Le escribí porque me gustaron mucho sus poemas sobre Dios. Elle voit des choses que ne voient pas les autres. Es una chica difícil de engañar. ¿Viste los poemas sobre Dios? Se publicaron en la American Poetry Review. Puedo copiarte algunos si quieres. Ella me gusta porque sabe indicarme por dónde escabullirse de una manera ingeniosa.(1)

En su respuesta, Guy Davenport le decía: «Con respecto a Anne Carson, te adjunto mi reseña de Eros dulce y amargo. Me perdí los poemas sobre Dios. ¿Por dónde anda ahora? Estaba en Princeton, pero la despidieron. La tengo entre mis ídolos intelectuales».(2)

Esta primera mención en el epistolario entre Laughlin y Davenport atestigua el descubrimiento de Anne Carson por dos de los mejores lectores estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX. Laughlin era poeta él mismo y uno de los editores más prestigiosos del país, fundador de New Directions, un sello que desde 1936 se había dedicado a fomentar el modernism anglosajón, publicando a autores como Ezra Pound, Marianne Moore, Wallace Stevens o William Carlos Williams, y traduciendo a numerosos autores extranjeros. Davenport, por su parte, era un escritor muy peculiar, erudito y helenista, experto en arte, amigo de Pound y de Thomas Merton y autor de algunos de los ensayos más audaces de su época. Sorprende constatar el oído que pocos años antes de su muerte conservaba aún James Laughlin, que en 1995 acabaría publicando «los poemas sobre Dios» en el volumen Glass, Irony & God, el primer poemario de Carson. Y Davenport, como hemos visto, ya había detectado la calidad y la originalidad de la poeta canadiense, a pesar de que por entonces su obra era aún escasa y poco conocida.

Además de reseñar la primera edición de Eros dulce y amargo (1986), Davenport terminaría escribiendo un prólogo para Glass, Irony & God en el que vincularía aquel ensayo seminal con esos poemas inaugurales, saludando el «poder de invención infinito» de su autora:

Carson escribe filosofía y ensayos críticos que son tan bellos y encantadores como la buena poesía; no sorprende que sus poemas sean filosóficos, en un sentido clásico, cuando desde Heráclito (si es que sus fragmentos proceden de un poema) hasta Lucrecio e incluso más allá (Bernardo, Dante, Cavalcanti) la poesía era una manera de escribir filosofía. Cuando Sócrates tomó el deseo de Safo por la juventud y lo fundió con el proceso de aprendizaje, sublimándolo y disciplinándolo con estoica contención, dotó al genio de Occidente con una idea filosófica que duró casi dos mil años. El deseo es ahora un problema médico y sociológico. El dios Eros y su madre Afrodita han vuelto a ser proscritos, un nuevo puritanismo se acerca, pero aún hay poetas —y Anne Carson está entre ellos— que dejan a Eros su dominio y que pueden contarnos cómo, mientras los profetas duermen, los aster del jardín descargan su relámpago rojo en la oscuridad.(3)

Leído hoy en día, cuando el prestigio de su autora ya se ha consolidado internacionalmente, Eros dulce y amargo nos permite tomar conciencia de una serie de cuestiones que han terminado por ser muy problemáticas en el siglo XXI y que Carson supo detectar con valentía. Me refiero sobre todo a la relación entre imaginación y democracia, y a la progresiva desaparición de la voz trascendental en favor del culto al cuerpo, esa invasión de lo biológico que ya puede apreciarse tanto en el ámbito político como en el estético y que constituye uno de los síntomas de nuestra época.

En su ensayo, Anne Carson se propone rastrear el origen de Eros, el dios del deseo que en la Antigüedad simbolizaba la atracción sexual. Como observó Davenport en su reseña del libro, el concepto de eros nada tiene que ver con el de agape, que es el sustantivo griego que se utiliza en los Evangelios para hablar de amor, tal y como se ha entendido en la civilización cristiana, sobre todo desde que en el siglo XII los trovadores secularizaron un culto mariano e inventaron el léxico, la liturgia y el imaginario que han venido desarrollándose en la gran literatura amorosa, tanto en la lírica como en el teatro, la ópera y más tarde en la novela y el cine. La tensión entre los orígenes místicos del amor cortés y la institución del matrimonio por parte del cristianismo paulino, tan bien estudiada por Denis de Rougemont, no tiene nada que ver con el huracán que sacude a los griegos a través de Eros, uno de los pocos dioses invisibles de su panteón y que por eso mismo, como sugiere Carson, está relacionado con el mundo del arte.(4)

Carson pertenece a esa estirpe de escritores, tan fértil en Estados Unidos, que ha hecho de la traducción y la exégesis una forma de creación. Pound y T. S. Eliot, Hilda Doolittle o el propio Davenport acercaron el inglés a otras lenguas, emancipándose de las inercias de la tradición romántica. La helenofilia de Carson, tan parecida en algunas cosas a la de H. D. o a la de Davenport, pone de manifiesto, una vez más, hasta qué punto Grecia ha servido, a lo largo del siglo XX, como punto de partida para volver a pensar una civilización en crisis. Desde que el cristianismo empezó a dar muestras de agotamiento en el romanticismo temprano, por ejemplo en la obra de Hölderlin, la utopía de Grecia puso en circulación una serie de interrogantes religiosos, poéticos y lingüísticos que no han dejado de actualizarse desde entonces. Ya Nietzsche se había sumergido en los orígenes de la tragedia para intentar destruir el cuerpo ideológico del cristianismo. Heidegger volvió a los presocráticos, desenterrados antes por Spinoza, para escapar del círculo vicioso de la metafísica. Hannah Arendt intentó salvar a Sócrates de Platón para reformular los fundamentos de la democracia. Y Emanuele Severino hizo una relectura en profundidad del poema de Parménides para detectar el momento en que Occidente se perdió en la ruta suicida de su noche. Son solo unos pocos ejemplos de una constelación muy luminosa.

Eros dulce y amargo es la primera contribución de Anne Carson a ese esfuerzo por bucear en los orígenes de nuestra cultura y extraer un poco de luz en tiempos menesterosos. Toda su investigación está dedicada a captar aquello que en nuestra condición está más allá de cualquier formulación predeterminada, abriendo los oídos a una literatura que a la vez que inventó y desarrolló el universo de la alfabetización se interrogó acerca de sus riesgos y vislumbró sus posibilidades infinitas. En este ensayo, además, Carson estableció su modus operandi, haciendo de la traducción el principal acicate de un ejercicio interpretativo que, a lo largo de numerosos capítulos breves —precedente de sus Short Talks (1992)—, va haciendo pequeñas calas en aspectos esenciales que acaban dando una idea muy compleja de su objeto de estudio, tan difícil de atrapar, por otra parte, como la peonza del cuento de Kafka con que se abre la meditación.

Desde el punto de vista teórico, Carson parece basarse, de un modo muy libre, en la autoridad de Bruno Snell y de Eric A. Havelock, dos de lo

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