El contador de historias

Rabih Alameddine

Fragmento

Libro primero

Alabado sea Dios, que ha dispuesto las cosas para que las anécdotas placenteras sirvan como instrumento para pulir la inteligencia y limpiar el óxido de nuestros corazones.

AHMAD AL-TIFASHI, Los deleites del corazón

Todo es contable. Basta con empezar una palabra tras otra.

JAVIER MARÍAS, Corazón tan blanco

¡Qué infiernos, purgatorios y paraísos tengo en mi interior! Pero ¿quién me ve hacer algo que esté en desacuerdo con la vida, a mí, alguien tan sereno y tan pacífico?

FERNANDO PESSOA, El libro del desasosiego

1

Escuchad. Dejad que sea vuestro dios. Dejad que os guíe en un viaje hacia los confines de la imaginación. Dejad que os cuente una historia.

Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra remota, vivía un emir en una hermosa ciudad, una ciudad verde llena de árboles y de exquisitas fuentes burbujeantes cuyo susurro arrullaba a los ciudadanos por las noches. Puede decirse que el emir tenía todo cuanto un hombre puede desear, a excepción de lo que más anhelaba su corazón: un hijo varón. Gozaba de riquezas, heredadas y logradas. Gozaba de buena salud y una dentadura fuerte. Gozaba de estatus, encanto, respeto. Gozaba de la adoración de su preciosa esposa y de la admiración de su pueblo. Tenía un pedicuro experto. Llevaba veinte años de matrimonio y doce hijas, pero ningún varón. ¿Qué podía hacer?

Llamó a su visir.

—Sabio visir —le dijo—. Necesito tu ayuda. Como bien sabes, mi bella esposa ha sido incapaz de darme un hijo. Tengo doce hijas, a cuál más hermosa. Su piel lechosa es tan suave como la mejor seda china. Las perlas relucientes del golfo Pérsico palidecen si las comparamos con sus ojos. El brillo de sus cabellos eclipsa los tintes negros de la tierra de Sind. Diecisiete poetas alaban las cualidades de la primogénita. Mis hijas me han proporcionado mucho placer, mucho orgullo. Y sin embargo anhelo ver a un descendiente mío dotado de un pequeño pene corriendo por el patio: un chico que sea depositario de mi nombre y de mi honor, un futuro líder para nuestro pueblo. Estoy en una encrucijada. Mi esposa insiste en que lo intentemos una vez más, pero no quiero que pase por eso solo para acabar dando a luz a otra niña. Dime, ¿qué puedo hacer para asegurar que nazca un chico?

Por millonésima vez el visir propuso a su señor que tomara una segunda esposa.

—Antes de que sea demasiado tarde, señor. Es evidente que vuestra esposa nunca os dará un hijo. Debemos encontrar a alguien que pueda hacerlo. Mi señor es el único hombre de estos parajes que se conforma con una única señora.

El emir había rechazado esa propuesta en un sinfín de ocasiones, y ese día no iba a ser menos. Su mirada serena se posó en el jardín.

—No puedo casarme con otra, querido visir. Amo a mi esposa con todo mi corazón. Sé que de vez en cuando puede mostrarse destemplada, arrogante sin duda, petulante e impetuosa, tonta a ratos, desagradecida hacia quienes la ayudan, e incluso maliciosa y despiadada cuando se enfada, pero a pesar de todo eso ella siempre ha sido la única mujer que existe para mí.

—En ese caso tened un hijo con una de vuestras esclavas. Fátima la egipcia podría ser una candidata excelente. Tiene buenas caderas y unos pechos incomparables. Si me permitís el comentario, es la aspirante ideal.

—Pero no siento deseo alguno de yacer con otra mujer.

—Sara ofreció una esclava egipcia a su marido para que este tuviera descendencia. Si esa fue una buena solución para el profeta, también lo será para nosotros.

Aquella noche, en su alcoba, el emir y su esposa discutieron el problema. Su esposa se mostró de acuerdo con el visir.

—Sé que deseáis un hijo —dijo ella—, pero creo que eso queda fuera de nuestras posibilidades. La situación es catastrófica. Corren rumores entre nuestros súbditos. Todos se preguntan qué sucederá cuando ascendáis a los cielos, quién dirigirá nuestras tribus. Creo que tal vez a alguien se le ocurrirá plantear esa pregunta antes de lo que imagináis.

—Los mataré —gritó el emir—. Los destruiré. ¿Quién se atreve a cuestionar la vida que he elegido?

—Calmaos y sed razonable. Podéis mantener relaciones con Fátima hasta que quede encinta. Es guapa, agradable y está disponible. Podemos tener un hijo a través de ella.

—Pues creo que no podré.

Su esposa se puso de pie con una sonrisa en los labios.

—No os preocupéis, esposo mío. Yo estaré presente y haré eso que tanto os complace. Llamaré a Fátima y le informaremos de nuestros deseos. Fijemos una cita para el miércoles por la noche, que habrá luna llena.

Cuando Fátima se enteró del plan, no vaciló.

—Siempre estaré a vuestro servicio —dijo la esclava—. Sin embargo, si el emir desea tener un hijo con su esposa existe otra forma de conseguirlo. Conozco a una mujer que vive en mi ciudad natal, Alejandría. Su nombre es Bast, y sus poderes no tienen parangón. Desciende directamente por la línea femenina de la propia Anjara, la curandera de Cleopatra y guardiana de los áspides. Si se le entrega un mechón del cabello de mi señora, sabrá por qué no ha tenido un hijo varón y os proporcionará el remedio adecuado. Nunca falla.

—¡Asombroso! —exclamó el emir—. ¡Os envía el cielo, querida Fátima! Debemos ir a buscar a esta curandera inmediatamente.

Fátima negó con la cabeza.

—Oh, no, mi señor. Una curandera nunca puede abandonar su hogar. De ahí procede su magia. Si la arrancáramos de su tierra no nos sería de utilidad alguna. Una curandera puede viajar, buscar, pero en última instancia, si desea hacer uso de todos sus poderes, no puede alejarse mucho de su casa. Yo podría viajar hasta ella con un mechón del cabello de mi señora y volver con el remedio.

—Entonces ve —dijo la esposa del emir.

Y él añadió:

—Y que Dios te guíe e ilumine tu camino.

ma

Me sentía forastero en mi propia piel. La duda, ese topo ciego, socavaba mi columna vertebral. Apoyé la espalda en el asiento del coche, observé el barrio y sentí cómo la sangre me latía en las venas de los brazos. Oía un suave gorgoteo, pero no sabía si procedía de la fuente o de una tubería rota. Hace mucho tiempo hubo una fuente de mármol en el vestíbulo del edificio, pero ya había dejado de existir.

Era un turista en una tierra extraña. Estaba en casa.

No había mucha gente por los alrededores. Un anciano sentado con desgana en un taburete cuya superficie era de suave hilo trenzado. Su cabello blanco aparecía alborotado, casi como si hubiera apoyado las manos en una bola estática. Su figura encajaba en el entorno, uno de los escasos barrios de Beirut donde aún quedaban vestigios del desastre de la guerra.

—Ese edificio era nuestro —le dije, porque necesitaba decir algo. Con un leve movimiento de cabeza señalé la entrada, cavernosa y sin fuente, ahora totalmente descubierta. Me percaté de que no me miraba: sus ojos estaban puestos en mi coche, el sedán BMW negro de mi padre.

La calle se había converti

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