Cuentos europeos

Doris Lessing

Fragmento

La costumbre de amar

En 1947 George volvió a escribir a Myra y le dijo que ahora que la guerra había quedado bien atrás era el momento de regresar a casa y casarse con él. Myra le respondió desde Australia, adonde había ido con sus dos hijos en 1943 porque tenía parientes allí, diciéndole que sentía que poco a poco se habían ido distanciado; ya no estaba segura de querer casarse con él. George no se permitió desmoronarse. Le mandó el importe del billete de avión y le pidió que fuera a visitarlo. Ella fue dos semanas, porque no podía dejar solos por más tiempo a sus hijos. Le contó que le gustaba Australia, le agradaba el clima —ya no podía soportar el británico— y opinaba que Inglaterra estaba, casi seguro, acabada. Y se había acostumbrado a echar de menos Londres. También, es de suponer, a George Talbot.

Para George fueron quince días muy dolorosos. Creía que también para ella. Se habían conocido en 1938, vivieron juntos cinco años y durante cuatro intercambiaron epístolas de amantes separados por el destino. Sin duda, Myra era el amor de su vida. Hasta ese momento creyó que él también lo había sido para ella. Myra, una mujer atractiva a la que el sol y las playas australianas habían embellecido, le hizo un gesto de despedida en el aeropuerto, con los ojos repletos de lágrimas.

Los ojos de George al regresar del aeropuerto permanecieron secos. Si alguien ha querido a una persona con toda el alma, es algo más que el amor lo que desaparece cuando una de las partes de la pareja, que se creyó indisoluble, se aleja en un emotivo adiós. George se bajó pronto del taxi y paseó por Saint James’s Park. Pero le resultó demasiado pequeño y se dirigió a Green Park. Después fue a Hyde Park y de allí a Kensington Gardens. Cuando oscureció y cerraron las enormes puertas del parque tomó un taxi hacia casa. Vivía en un bloque de pisos próximo a Marble Arch. Myra había vivido allí con él durante cinco años, y era el lugar donde había imaginado que volverían a vivir juntos. Entonces se trasladó a un nuevo piso cerca de Covent Garden. Lo hizo poco después de haberle escrito una apenada carta a Myra. Se dio cuenta de que a menudo había recibido cartas así, pero nunca había escrito ninguna. Advirtió que había despreciado por completo todo el sufrimiento que había causado a lo largo de su vida. Aunque Myra le respondió con una carta muy sensata, George Talbot se dijo que definitivamente debía dejar de pensar en ella.

Dejó de ser tan displicente en el trabajo como lo había sido hasta entonces y aceptó producir una nueva obra escrita por un amigo suyo. George Talbot era un hombre de teatro. Hacía muchos años que no actuaba, pero escribía artículos, producía algún espectáculo a veces, pronunciaba discursos en ocasiones importantes y todo el mundo lo conocía. Cuando entraba en un restaurante la gente intentaba captar su atención, aunque a menudo no sabían quién era. En los cuatro años transcurridos desde la partida de Myra había tenido varias aventuras con chicas del mundo del teatro porque se había sentido solo. Había sido franco con Myra sobre estas aventuras, pero ella nunca las mencionó en sus cartas. Ahora llevaba unos meses muy ocupado y pasaba poco tiempo en casa.

Ganaba bastante dinero y mantenía aventuras con mujeres que estaban encantadas de dejarse ver en público con él. Pensó mucho en Myra, pero no le volvió a escribir, ni ella a él, a pesar de que habían acordado que siempre serían buenos amigos.

Una noche, en el vestíbulo de un teatro vio a un viejo amigo al que siempre había admirado, y este le comentó a la joven que lo acompañaba que estaba con el hombre más irresistible de su generación; ninguna mujer había sido capaz de resistírsele. La joven lanzó una breve mirada a través del vestíbulo y respondió: «¿En serio?».

Cuando George Talbot llegó a casa esa noche estaba solo y se miró en el espejo con honestidad. Tenía sesenta años pero no los aparentaba. Fuera lo que fuese lo que había atraído a las mujeres en el pasado, sin duda no era su belleza, y no había cambiado demasiado: era un hombre robusto, de porte erguido, canoso, peinado con esmero, bien vestido. No había prestado especial atención a su rostro desde aquellos días, muchos años atrás, en que había sido actor; pero en ese instante sufrió un inusitado ataque de vanidad y se acordó de que Myra admiraba su boca y su mujer adoraba sus ojos. Se aficionó a mirarse en los espejos de los vestíbulos y restaurantes, y se veía a sí mismo igual que siempre. Sin embargo, estaba empezando a cobrar conciencia de la discrepancia entre ese afable aspecto y lo que sentía. Bajo las costillas, su corazón, resentido, macerado y dolorido, era una monstruosa zona de compasión enemistada con todo lo que había sido. A menudo, cuando la gente bromeaba, era incapaz de reírse; y su modo de hablar, que había sido ligero y alusivo y sardónico, debía de haber cambiado, porque más de una vez sus viejos amigos le preguntaron si estaba deprimido, y ya no sonreían con agrado cuando contaba alguna de sus historias. Se percató de que ya no lo consideraban una buena compañía. Llegó a la conclusión de que debía de estar enfermo y fue al médico. Este le dijo que su corazón no tenía ningún problema; todavía le quedaban treinta años de vida por delante, por fortuna, añadió con respeto, para el teatro británico.

George comprendió entonces que «tener el corazón roto» significaba que una persona podía arrastrar el corazón hecho pedazos día y noche, en su caso durante meses. Pronto haría un año. Se desvelaba en mitad de la noche a causa de la opresión en el pecho y por la mañana se despertaba abrumado por la pena. Parecía que aquello no fuera a acabar nunca, y ese pensamiento lo movió a dos acciones. Primero escribió a Myra una carta tierna, redactada con delicadeza, en la que rememoraba los años de su amor. A su debido tiempo recibió una respuesta asimismo tierna y delicada. Después fue a ver a su mujer. Eran, y lo habían sido durante muchos años, buenos amigos. Se veían a menudo, aunque no tanto desde que los hijos se habían hecho mayores; tal vez una o dos veces al año. Y nunca discutían.

Su mujer se había vuelto a casar y ahora era viuda. Su segundo marido había sido miembro del Parlamento y ella trabajaba para el Partido Laborista, formaba parte del comité consultivo de un hospital y de la junta directiva de una escuela progresista. Tenía cincuenta años pero no los aparentaba. La tarde de su cita llevaba un traje gris claro y zapatos del mismo color, y una onda blanca de cabello cano caía sobre su frente y le daba un aire distinguido. Estaba animada y se alegraba de verlo, y le habló de algún estúpido del comité del hospital que no estaba de acuerdo con la minoría progresista sobre alguna que otra reforma. Siempre habían compartido postura política, a la izquierda del ala centrista del Partido Laborista. Ella simpatizaba con su pacifismo durante la Primera Guerra Mundial (había estado en prisión por ello) y él con su feminismo. Ambos apoyaron a los huelguistas en 1926. Durante los años treinta, después de su divorcio, ella le había ayudado con dinero para una gira con una compañía que representaba Shakespeare para los parados y los hambrientos.

Myra nunca mostró el menor interés por la política, tan solo por sus hijos. Y por George, claro.

George le pidió a su primera esposa que volviera a casarse con él, y ella se quedó tan sorprendida que dejó caer las pinzas para el azúcar y rompió un platillo. Le preguntó qué había sucedido con Myra y George le respondió:

—Bueno, querida, creo que Myra se ha olvidado de mí durante todos estos años en Australia. En todo caso, ya no me quiere. —Su voz le resultó p

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