Miss Marte

Manuel Jabois

Fragmento

1. Dios

1. Dios

De la novia se dijo que había aparecido en su propia boda de blanco «como si estuviese metida en una secta», y que la mañana anterior la había pasado regando las plantas del patio hasta ahogarlas. Esto último no lo confirmaron ni uno ni dos invitados, sino varios, y pasaron tantos años diciéndolo que ya nadie dudaba de que fuese verdad. Ni siquiera el dueño de la casa, que no había tenido una planta en su vida.

Se dijo además que el chico que habló en la ceremonia era un amigo íntimo de ella, alguien con quien había ido al colegio, y que al acabar de pronto la fiesta, con el sol saliendo y los jardines llenos de coches de policía, el novio le preguntó a la novia por aquel amigo y ella contestó, mirando como una sonámbula el mar, que no lo conocía de nada, pero que el traje con el que ella se había casado era de él. Y esto se confirmó que era verdad.

También era verdad que los padres de la novia no habían acudido a la boda, pero no porque desaprobasen la relación, sino porque no sabían de ella desde que cumplió dieciséis años, edad de la que el cura dijo, sentado en una de las sillas del banquete mientras le tomaban declaración, que era «aproximadamente» la edad del diablo, pues consideraba que el demonio era «un adolescente», frase que inquietó tanto al agente que le preguntó si lo decía por lo de las tentaciones.

De la novia se contó que todo lo que tocaba se derrumbaba tarde o temprano, a veces sólo porque ella pasaba cerca. Eso era falso, pero después de la boda todo el mundo se sintió con derecho a contar lo que ocurrió a su manera, casi siempre de una forma muy literaria, quizá porque el camino más corto para olvidar un cuento de terror es convertirlo en un cuento infantil.

Una invitada llegó a decir que la hija de la novia no era suya, disparate tan grande que ni los más entusiastas pudieron replicarla, entre otras razones porque la niña tenía todos los rasgos de la madre, desde buena parte de sus gestos, sobre todo el de desaire, hasta las mismas tres pecas casi invisibles en cada lado de la boca y en la punta de la nariz formando una cruz imperceptible que tenía que señalarte ella para poder apreciarla, de tal forma que su secreto más íntimo estaba en su cara.

La novia era alta, morena y tenía una cara vagamente guapa, vagamente atractiva y vagamente interesante; la cara de una mujer que siempre está a punto de conseguir algo. Tampoco lo consiguió aquella noche, cuando estuvo tan lejos que en mitad de la noche le confesó a una amiga que si le fuera concedido un deseo no pediría salud, amor o dinero, sino desaparecer o que el tiempo se parase y los congelase a todos en ese momento, delante de las llamas, y minutos después de acabar de decirlo, cuando salían las dos descalzas del baño, llegaron desde el interior de la casa las voces de un hombre grande y barbudo: «¡A nena non está, y recordaba ella, la novia, que se quedó paralizada mirando a aquel señor con la pajarita desamarrada, un triángulo de la camisa por fuera, dando voces como una sirena del puerto, con un tono de voz que no esquivaba la alarma pero daba cierta tranquilidad, como si la niña estuviese correteando entre las piernas de los invitados, y eso fue lo primero que pensó ella y lo primero que le dijo a la policía: que aquel hombre parecía haber nacido para anunciar la desaparición de niños, que estaría bien que se dedicase a eso y, aún más, pudiese montar una empresa de eventos que instruyese a cuatro o cinco invitados como él, cuerpos de grandes pulmones y barbas espesas, para enseñarles cómo obrar en caso de que desapareciese un crío.

Uno de los agentes que se presentaron allí, dos horas después, había sido «concejal en su juventud», frase que repetía con profundo respeto el padre del novio. Era un hombre pelirrojo que, mientras su compañero tomaba declaración, registró la casa con aire melancólico y escribiendo anotaciones mínimas. Fue él quien les pidió los nombres a los contrayentes, como si esa función le fuese otorgada por los viejos tiempos, y llegó a crisparse porque la novia no recordase el suyo. Pero ella no recordaba su nombre, y lo recordaría pocas veces más desde ese día, no desde luego el día en que murió, cuando ya no sabía ni su nombre ni su fecha de nacimiento, sólo el nombre de su hija, Yulia, y el día en que la tuvo, «un día de muchísimo sol, todas las casas del pueblo tenían las ventanas y las puertas abiertas, y se oían desde el río los gritos de los niños».

—Se llama Mai Lavinia —dijo el novio—. Y yo, Santiago Galvache.

Al pasar dos semanas, un periodista publicó una página en el diario local en la que se recogían unas declaraciones de la novia, las únicas que hizo sobre el caso, pidiéndole a la policía que se asegurase de que Yulia se encontraba bien, y contó que había entregado a los agentes una nota con detalles sobre lo que más le gustaba (el mar) y lo que menos (el pescado) para que se la hiciesen llegar a la persona o personas que la retenían, porque no pensó nunca en otro crimen que el del secuestro y aquello tenía que ver con la manera delicada y hermosa con la que Mai se había acercado al mundo e integrado en él, sin sospechar siquiera el mal, no digamos ya concebirlo o padecerlo de la forma tan absoluta en que lo tuvo que concebir primero y padecer después.

Cuando llegaron los investigadores hubo que reconstruir cien veces todo lo que se había hecho ese día con la niña. Santiago contó de lo que se encargaba en verano: acompañarla al aseo cuando se despertaba, darle un colacao mientras le ponía los dibujos en la tele, y luego quitarle el pijama para vestirla, y antes de que se vistiese siempre lo mismo: se lavaba los dientes y la cara, hasta enjabonarla, y después se pegaba a la pared para medirse, todos los días del verano, y Santiago le hacía la marca en la pared y luego lo apuntaba en una libreta de tapas «horribles», según añadió mi exmejor amigo, Martín Novás, que ese día estaba a lo importante. Sobre las once se despertaba la madre y salían las dos a la playa de Barrosa de Xaxebe, en la Costa da Morte. El día de la boda no cambió nada: pasaron juntas toda la mañana y parte de la tarde, se bañaron en la orilla, se fueron a vestir y Yulia, antes de irse con el resto de los niños para llevar las arras, le deseó a su mamá «buena suerte». Ese día, 3 de junio de 1994, cumplía tres años.

Tengo guardados los periódicos de la época. Y la gente recuerda bien los detalles, inventados y reales, porque fue la última boda por la iglesia que se celebró en el pueblo. Desde entonces Dios siguió estando presente en los bautizos y en los entierros, pero no quiso volver a saber nada del amor.

2. Mai