Cuerpos extraños

Cynthia Ozick

Fragmento

2

A comienzos de la década de 1950, una intensa ola de calor asaltó Europa. Entró por Sicilia, donde abrasó media isla cubriéndola de una herrumbre ocre, y sofocó el continente de sur a norte, hasta Malmö, el extremo más meridional de Suecia, pero se ensañó especialmente con la ciudad de París. Los cercos de humedad que dejaban las copas de vino en las mesas de hierro de las terrazas de los cafés se evaporaban al instante. Un alto horno exhalaba desde el cielo ráfagas ardientes, o un géiser surgido desde el centro del sol que arrojaba lava hirviendo sobre los tejados y las aceras. La gente solía emplear esos símiles, el horno o el géiser, y de vez en cuando también se decía que el terrible calor era una malignidad, un vestigio de la guerra reciente, como si el continente mismo se hubiera convertido en una región del infierno.

En esa época París rebosaba de extranjeros, que sufrían junto a la población autóctona, se enjugaban el sudor que les chorreaba por las clavículas y se quejaban del calor sofocante, pero que por lo demás nada tenían en común con los parisinos, ni en realidad unos con otros. Los forasteros podían clasificarse en dos bandos: uno enérgico, ambicioso, alegre y dado a la bebida; el otro pálido, pendenciero, desaliñado, una pandilla de espectros imprevisibles y divagadores.

El primer bando pretendía evocar el pasado: era una especie de teatro ebrio de sí mismo, compuesto en su mayoría por jóvenes norteamericanos en la veintena y la treintena, que se hacían llamar «expatriados» aunque fueran poco más que turistas literarios que prolongaban la estancia en la ciudad fascinados por las leyendas de Hemingway y Gertrude Stein. Se reunían en los cafés a comentar chismes, calumniar y recrearse en las viejas historias de la generación perdida, desdeñando el legado recibido. Se turnaban amantes de ambos sexos, jugaban a ser existencialistas, fundaban revistas de vanguardia en las que se publicaban unos a otros, alardeaban de haber visto a Sartre en Les Deux Magots y derrochaban sin tregua ni remordimientos la arrogancia de su juventud. A diferencia de aquella hornada de expatriados, que habían madurado y vuelto a casa, pensaban seguir en París sin dejar nunca de ser jóvenes. Formaban una pequeña ciudad de frentes blancas y relucientes, aunque con los dientes manchados por el exceso de whisky y de vino, y por los fuertes cigarrillos franceses. Hablaban solo inglés americano, su francés era malo.

El otro contingente extranjero, el de los espectros, era políglota. Parloteaban en decenas de idiomas, de sus bocas se derramaban todas las cadencias de Europa. A diferencia de los norteamericanos, rechazaban el pasado y estaban libres de toda nostalgia, tradición o renacimiento idílico. Eran europeos a los que Europa había acorralado; llevaban Europa tatuada en la piel. No podía decirse que fueran, como en el caso de los norteamericanos, una oleada de la posguerra. No eran posguerra. Aunque la corriente los hubiera arrastrado a París, la guerra seguía dentro de ellos. Eran los desplazados, los transitorios y los transeúntes. París era una parada obligatoria, estaban allí solo para marcharse en cuanto supieran quién estaba dispuesto a acogerlos. París era una ciudad de espera. Era una ciudad de la que huir.

Beatrice Nightingale no pertenecía a ninguno de los dos grupos. Hacía veinticuatro años que en público era «la señorita Nightingale», incluso durante su matrimonio, y desde luego después de su divorcio; a veces había llegado a pensar en sí misma con ese nombre, aunque solo fuera para evitar pensar quién era Bea: pertenecía a esa especie ridícula y reconocible a primera vista de profesoras de mediana edad que ahorran como hormiguitas para emprender unas anheladas vacaciones de verano por las capitales más románticas de Europa. Que esas capitales estuvieran marcadas por los estragos de la guerra y despojadas de todos los encantos que les daban fama no le pasaba inadvertido. Bea tenía la capacidad de sobreponerse a los reveses, era inteligente y no carecía de experiencia; el matrimonio, por ejemplo, le había enseñado un par de cosas. A fin de cuentas tenía cuarenta y ocho años, pocas canas y trataba con severidad a sus alumnos, bachilleres de pelo engominado y tupé que se burlaban de Wordsworth y ridiculizaban a Keats: cuando llegaban a «Ode to a Nightingale» se esforzaban especialmente por desternillarse de risa y lanzar miradas lascivas. Ella sabía cómo domarlos. Y, tras dos décadas en el oficio, aún le quedaba mecha.

Había contratado escalas en Londres, París y Roma, pero renunció a Roma, a pesar de que estaba incluida en el itinerario del viaje organizado, cuando en la asfixiante y ruidosa habitación del hotel de Piccadilly donde se alojaba leyó acerca de las peligrosas temperaturas que asolaban el sur. Londres había rozado el límite de lo soportable, siempre que uno no se apartara de la sombra, pero París estaba resultando espantoso, y sin duda Roma sería un infierno. «Esa especie ridícula y reconocible a primera vista»: fueron las palabras de desdén que se dedicó a sí misma (viajando sola, no tenía a quien decírselas), aunque probablemente las hubiera sacado de alguna de esas guías desenfadadas que tratan a la ligera a sus propios lectores. Una guía más seria, la que permanecía recluida en el fondo de su amplio bolso —pasaporte, cuaderno de notas, cámara, pañuelos, aspirinas y demás—, distaba mucho de ese desenfado; era meticulosa hasta la extenuación y, de obedecer su cartografía casi sacerdotal, el turista podría acabar exaltado por el sinfín de cuadros, esculturas y plazas públicas de interés histórico con olor a decapitaciones antiguas.

Aquel día de julio, en la página de la guía que consultaba no figuraban Monets y Gauguins y excursiones de un día a los châteaux. Se titulaba «Cafeterías de barrio». Había pasado la tarde caminando de café en café, en busca de su sobrino. Una película oleosa le nublaba la vista, como si se le estuvieran derritiendo las córneas, y el pulso o se le aceleraba o parecía extinguirse por completo, con pequeñas punzadas de recordatorio. Las aceras, los muros de los edificios, despedían vibraciones tórridas. Se sintió cocinada en la gran cuba ecuatorial de un París subsahariano. Se dejó caer en una silla de mimbre junto a una mesa redonda incandescente y pidió un zumo frío; luego siguió jadeando, recuperada solo a medias, siguiendo con el ojo empañado al garçon que la atendía. Su sobrino trabajaba de camarero en uno de aquellos establecimientos con terraza, eso era lo único que sabía. Se le hacía difícil pensar en él como «su sobrino»: era el hijo de su hermano, alguien demasiado lejano, que se le antojaba tan remoto como un rumor. Marvin le había mandado la fotografía de un chico de unos veinte años, rubio pajizo, con expresión indeterminada. ¿Cómo distinguirlo de otros jóvenes idénticos, con los delantales salpicados de vino anudados a la escurridiza cintura? Supuso que lo localizaría en cuanto abriera la boca y el acento lo delatara; solo tenía que decirle a cualquier posible chico de pelo rubio pajizo: «Perdona, ¿eres Julian?».

Pardon?

—Estoy buscando a Julian Nachtigall, de California. ¿Le conoce, trabaja aquí?

Pa

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