Fruta prohibida

Jeanette Winterson

Fragmento

cap-1

Prólogo

Escribí Fruta prohibida durante el invierno de 1983 y la primavera de 1984. Tenía veinticuatro años. En aquel entonces compartía dos habitaciones y una bañera de asiento con la actriz Vicky Licorish. Ella no tenía dinero y yo tampoco; como no podíamos permitirnos el lujo de poner lavadoras con solo la ropa blanca, agradecíamos que estuvieran de moda las bragas de colores, pues así esas prendas asociadas íntimamente con nuestra autoestima no acababan volviéndose grises. La grisura es la muerte para los escritores. La mugre, la incomodidad, el hambre, el frío, los traumas y los dramas carecen de importancia. He tenido todas esas cosas en abundancia y solo han servido para alentarme, pero la grisura, los límites reducidos y húmedos de la mediocridad, la corrosión paulatina de la belleza y la luz, el hacer concesiones y acomodarse…, todo eso imposibilita el buen trabajo. Keats se ponía una camisa limpia cuando se deprimía. Radclyffe Hall encargaba conjuntos de ropa interior de seda en Jermyn Street siempre que se sentía agobiada. Byron, como todos sabemos, consentía que tan solo lo más blanco, puro y suave tocara su heroica piel, y yo admiro mucho a Byron. Por lo tanto, en aquella época sin dinero, sin trabajo, sin perspectivas y con una resuelta grisura que ascendía sigilosa desde los pisos inferiores de la pensión, pensé que tenía que haber un centro, un talismán, incluso un fetiche, que garantizara el orden allí donde parecía no existir; arreglarse todos los días para cenar en la selva, o los hombres que se limpiaban las botas hasta dejarlas relucientes antes de vadear las aguas de Gallípoli. Para hacer algo de envergadura y hacerlo bien se precisan esas prácticas, personales y extrañas, por muy risibles que a menudo resulten, porque conjuran esa grisura del alma que dice que todo es insignificante y despreciable y que en realidad nada merece el esfuerzo.

Escribí Fruta prohibida sentada en una silla de oficina de veinticinco libras y con cantidades industriales de típex. Usé papel reciclado, y sigo usándolo; entonces lo utilizaba porque nadie lo conocía y era más barato que el de buena calidad, y ahora lo uso porque es lo que hay que hacer, aunque misteriosamente la virtud lo ha vuelto más caro que su hermano engullidor de árboles. Si fuera editora, insistiría en que todos los manuscritos se entregaran en papel reciclado. ¿Por qué la naturaleza ha de pagar por el arte?

¿Por qué el arte en vez de la naturaleza? Era la pregunta que me formulé con mayor frecuencia durante la preparación del libro. No era feliz en Londres, no quería dedicarme a la publicidad ni a la banca, como hacían la mayoría de mis compañeros de Oxford, no me veía aguantando un trabajo que oliera a un horario fijo. Entonces, como me ocurre ahora, era más feliz al aire libre entregada a penosas ocupaciones rústicas. No había triunfado en Londres y nadie se queda en esa ciudad por motivos de salud. Me planteaba marcharme cuando empecé Fruta prohibida. No fue una casualidad, un experimento ni un capricho; fue una fuerza torrencial impulsada por un ventarrón. Fue como si el libro ya estuviera escrito, dada la velocidad y la seguridad a la hora de escribir. ¿Qué me había ocurrido? Comprendí que no montaría una granja.

Fruta prohibida no se parecía a ninguna otra novela ni en la estructura, ni en el estilo ni en el contenido, lo cual no me preocupaba, y tampoco preocupó a Philippa Brewster, mi editora de Pandora Press, creada hacía poco. En cambio, sí inquietó a sus jefes, quienes no le veían un público ni mérito alguno, y que eran contrarios al despilfarro de publicarla en tapa dura. En consecuencia, salió en rústica, pasó inadvertida entre la mayoría de los críticos, con excepción de algunos comentarios triviales, pero empezó a venderse a un ritmo alarmante. Las librerías pequeñas y el boca oreja fueron los cimientos de mi carrera literaria. Eso es tanto como decir que, si bien el gran capital es incapaz de controlar las recomendaciones personales, ha logrado hundir el mercado para los pequeños libreros. En lo que se refiere a las obras nuevas, esto es desastroso. El interés de la venta de libros en supermercados es la facturación, no la cultura. Las grandes cadenas quieren beneficios sustanciosos y pasan por alto todo lo que no les suena mucho. A los editores entusiastas les resulta muy difícil lanzar a un escritor porque el apoyo de las librerías es fundamental y los libros que venden poco casi nunca obtienen dicho respaldo. La única solución es que la editorial invierta en la promoción del título. Para la literatura novedosa, en especial la novedosa de verdad, no la de siempre vestida con ropajes nuevos, este método es un suicidio económico. La editorial pierde dinero, el escritor se deprime y las librerías de las grandes cadenas se hinchan, ufanas y muy puestas, con un «ya te lo advertí». Cuando en 1985 Fruta prohibida ganó el premio Whitbread a la mejor primera novela, las tiendas de la cadena W. H. Smith realizaron sus pedidos.

Fruta prohibida es una novela experimental: su narrativa no sigue la norma. Ofrece una estructura compleja con el disfraz de una estructura simple, emplea un vocabulario muy amplio y una sintaxis engañosamente sencilla. Esto implica que podéis leerla en espirales. Como forma, la espiral es fluida y permite un movimiento infinito. Pero ¿se trata de un movimiento hacia atrás o hacia delante? ¿Es verticalidad o profundidad? Dibujen varias, cada una de las cuales avance hasta fundirse con las otras, y todo esto les quedará claro. La narración en espiral me viene muy bien; he seguido usándola y la he mejorado en La pasión y Espejismos. No entiendo qué sentido tiene leer en líneas rectas. No pensamos ni vivimos de ese modo. Nuestros procesos mentales se asemejan más a un laberinto que a una autopista: cada recodo da paso a otro, no hay simetría y nada salta a la vista. Tampoco se trata de caos. Hablo más bien de una ecuación matemática compleja que resulta más difícil de desentrañar porque X e Y tienen valores distintos en distintos días.

Fruta prohibida es una novela amenazadora. Muestra la inviolabilidad de la vida familiar como una impostura; ilustra con el ejemplo que lo que la iglesia llama amor es en realidad psicosis; se atreve a señalar que lo que complica la vida a los homosexuales no es su perversidad, sino la de los demás. Peor aún: hace todo eso con tal sentido del humor y tal ligereza que los predispuestos a discrepar acaban estando de acuerdo. Esta ha sido siempre la experiencia de la novela, que ha funcionado también en televisión. Después de cada episodio, la BBC recibió más llamadas telefónicas que con ninguna otra serie o telenovela. Generó un gran debate y al parecer la gente encontró en ella otra manera de mirar el mundo. Aunque, por supuesto, a algunos no les gustó, no cabe duda de que en su doble encarnación, en papel y en pantalla, Fruta prohibida ha derribado muchas más barreras que las que ha construido.

Fruta prohibida es una novela reconfortante. Su heroína se encuentra fuera de la vida. Es pobre, de clase trabajadora, pero ha de lidiar con las grandes preguntas que trascienden la clase social, la cultura y el color. En algún momento de la vida todos debemos decidir si nos quedamos con un mundo prefabricado que tal vez sea seguro pero que también nos limita, o si avanzamos —a menudo más allá de las fronteras del sentid

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