La bastarda de Estambul

Elif Shafak

Fragmento

1

Canela

No maldecirás lo que caiga del cielo. Ni siquiera la lluvia. Caiga lo que caiga, por intenso que sea el aguacero, por helada que esté el aguanieve, jamás lanzarás blasfemias contra lo que el cielo nos tenga reservado. Eso lo sabe todo el mundo. Incluida Zeliha.

Y a pesar de todo, ahí estaba ella ese primer viernes de julio, caminando por la acera junto a la densa congestión de tráfico, corriendo a una cita a la que llegaba tarde y maldiciendo como un carretero, a los adoquines de la calzada, a sus altos tacones, al hombre que la perseguía, a los conductores que tocaban frenéticos el claxon cuando es un hecho demostrado que el estruendo no tiene ningún efecto en la densidad del tráfico, a la dinastía otomana entera por haber conquistado en su día la ciudad de Constantinopla para luego emperrarse en su error, y sí, a la lluvia, aquella maldita lluvia de verano.

La lluvia es aquí un tormento. En la mayor parte del mundo lo más probable es que un aguacero sea una bendición para casi todos y casi todo: es bueno para las cosechas, para la flora y la fauna, y con unas gotas de romanticismo es bueno para los amantes. En Estambul, no. El problema de la lluvia no es solo que nos moje, ni siquiera que nos ensucie; es, sobre todo, que nos enfurece. Es lodo y caos y rabia, como si no tuviéramos ya bastante de todo eso. Y nos resistimos. Siempre nos resistimos. Como gatitos ahogándose en un cubo de agua, todos nosotros, los diez millones que somos, entablamos una fútil pelea contra la lluvia. No se puede decir que estemos totalmente solos en la refriega, porque las calles también participan en ella, con sus nombres antediluvianos en placas de hojalata, y las lápidas de tantísimos santos dispersas por todas partes, las pilas de basura que acechan en casi cualquier esquina, los espantosos y gigantescos socavones de las obras que pronto se convertirán en deslumbrantes edificios modernos, y las gaviotas… Todos nos cabreamos cuando se abren los cielos para escupirnos en la cabeza.

Pero luego, cuando las últimas gotas llegan al suelo y otras muchas cuelgan precariamente de las hojas ahora limpias, en ese frágil momento, cuando ni siquiera la lluvia sabe del todo si por fin ha dejado de llover, en ese preciso instante, todo se serena. Durante un largo minuto el cielo parece disculparse por el desastre en que nos ha sumido. Y nosotros, con el agua todavía en el pelo, las mangas empapadas y el cansancio en la mirada, alzamos los ojos al cielo, ahora de un cerúleo más claro, más nítido que nunca. Alzamos la vista y no podemos evitar sonreír. Y perdonamos, siempre perdonamos.

Pero de momento seguía lloviendo a mares y el corazón de Zeliha estaba poco dispuesto a perdonar. No tenía paraguas, porque se había prometido que si había hecho el imbécil tantas veces tirando el dinero en un puesto callejero a cambio de un paraguas, para luego dejárselo olvidado en cualquier sitio en cuanto saliera el sol, eso significaba que merecía empaparse hasta los huesos. Además, ya no tenía remedio. Estaba chorreando. En este aspecto la lluvia se parece a la pena: haces todo lo posible por que no te toque, por ponerte a resguardo, pero si fracasas, cuando fracasas, llega un momento en que empiezas a ver el problema no ya en términos de gotas, sino de chorro incesante, y a partir de entonces decides que ya da igual empaparse.

La lluvia goteaba de sus rizos oscuros a sus anchos hombros. Como todas las mujeres de la familia Kazancı, Zeliha había nacido con el cabello negro azabache y rizado, pero a diferencia de las otras, a ella le gustaba dejárselo así. De vez en cuando sus ojos verde jade, normalmente muy abiertos y rebosantes de fiera inteligencia, se entornaban hasta convertirse en dos líneas de perfecta indiferencia, una indiferencia que solo pueden sentir tres grupos de personas: los ingenuos redomados, los introvertidos redomados y los optimistas redomados. Puesto que ella no pertenecía a ninguno de estos grupos, era difícil entender aquella apatía, aunque fuera fugaz. Aparecía de pronto, envolviendo su alma en una anestesiada insensibilidad, y al instante se esfumaba, dejándola sola en su cuerpo.

Así se sentía aquel primer viernes de julio, insensibilizada, anestesiada, un estado de ánimo corrosivo para alguien tan vital como ella. ¿Sería esa la razón de que no tuviera el más mínimo interés en batirse contra la ciudad, ni siquiera contra la lluvia? Mientras aquella indiferencia de yoyó subía y bajaba siguiendo un ritmo propio, el péndulo de su ánimo oscilaba entre dos polos opuestos: de la frialdad a la rabia.

Los vendedores callejeros de paraguas y chubasqueros y pañuelos de plástico de vistosos colores la veían pasar divertidos. Ella logró ignorar sus miradas, como lograba ignorar las miradas de todos los hombres que contemplaban su cuerpo con voracidad. Los vendedores se fijaban, con expresión de desaprobación, en el reluciente piercing que llevaba en la nariz, como si fuera una señal de su rechazo a la modestia y por lo tanto de lujuria. Zeliha estaba especialmente orgullosa de él porque se lo había hecho ella sola. Le dolió, pero el piercing era definitivo, como su estilo. Ni el acoso de los hombres, ni el reproche de las mujeres, ni la imposibilidad de caminar sobre adoquines en mal estado o subir de un salto a los transbordadores, ni siquiera la constante tabarra de su madre… definitivamente, no había fuerza en la tierra que pudiera impedir que Zeliha, más alta que la mayoría de las mujeres de aquella ciudad, llevara minifaldas de deslumbrantes colores, blusas ajustadas que ensalzaban sus grandes pechos, sedosas medias de nailon y, sí, aquellos gigantescos tacones.

De pronto pisó otro adoquín suelto y el charco de barro que había debajo salpicó de oscuras manchas su falda color lavanda. Zeliha lanzó otra larga sarta de juramentos. Era la única mujer de la familia y una de las pocas de toda Turquía que utilizaba el lenguaje malsonante con tanta libertad, tanta vehemencia y tanto dominio, que cuando empezaba a soltar tacos no había quien la parase, como si quisiera compensar a todas las demás mujeres. Esta vez no fue diferente. Zeliha corría maldiciendo la administración municipal presente y pasada, porque desde que era pequeña no había visto ni un solo día de lluvia en que aquellos adoquines estuvieran fijos y arreglados. Antes de terminar con la retahíla, sin embargo, se interrumpió de pronto y alzó el mentón como si alguien la hubiera llamado por su nombre, pero en lugar de mirar en torno a ella buscando algún conocido, dirigió un mohín al cielo nublado. Entornó los ojos, suspiró como rumiando un conflicto interior, y lanzó otro exabrupto, solo que esta vez contra la lluvia. Ahora bien, según las reglas no escritas pero inviolables de Petite-Ma, su abuela, aquello era pura blasfemia. Puede que no te entusiasme la lluvia, definitivamente no tiene por qué entusiasmarte, pero bajo ninguna circunstancia debes maldecir nada que venga del cielo, porque nada cae de los cielos por voluntad propia, y detrás de todo ello está Alá el Todopoderoso.

Zeliha desde luego conocía las reglas no escritas e inviolables de Petite-Ma; sin embargo, aquel primer viernes de julio estaba tan furiosa que no le importaban. Además, lo dicho, dicho estaba, igual que todo lo que había hecho en su vida, hecho estaba y era agua pasada. Zeliha no tenía tiempo para arrepentimientos. Llegaba tarde a la cita con el ginecólogo, un peligro nada desdeñable, por cierto, ya que en el momento en que una advierte que llega tarde al ginecólogo, puede decidir no presentarse.

Un taxi amarillo con el parachoques trasero plagado de adhesivos se detuvo a su lado. El chófer, un hombre moreno de rudo aspecto, con un bigote tipo Zapata y un diente de oro, y que podría

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