La hija del alfarero

José Luis Perales

Fragmento

cap-1

1

Después de un invierno interminable y frío, el sol volvió a entrar por la hoja entreabierta del ventanuco, única ventilación del dormitorio del matrimonio, en donde en un cubo de cinc, inservible un día por el uso, y lleno con tierra fértil traída del monte años atrás por Justino, su marido, Brígida había plantado un esqueje que, con el tiempo, al multiplicarse, habría de ocupar todo el espacio disponible hoy cuajado de claveles rojos, que como cada primavera florecían y caían en cascada desde la ventana hacia la calle, lamiendo la pared blanca mil veces encalada de la casa.

—¿Duermes? —le preguntó Brígida a su marido.

—Claro que no. Cómo iba a dormir con todas las cosas que he tenido esta noche en la cabeza, si estaba ya deseando que amaneciera.

—¿Y cuáles han sido esas cosas tan importantes que te han quitado el sueño? —preguntó Brígida, que había padecido las vueltas en la cama del derecho y del revés, pues su marido, a lo largo de toda la noche, la había tenido en un duermevela.

El ladrido de un perro en la calle, el ruido sordo de los pasos de un burro en el pavimento de tierra y la voz de un hombre que Justino imaginó montado a su grupa y una voz soñolienta diciendo «Arre», les hizo entender que en El Espejuelo, un pueblo perdido entre bosques impenetrables de pinos, bordeado por un río y vigilado desde una altura próxima al cielo, hasta donde se encaramaban las rocas calizas verticales y solemnes horadadas en sus cornisas por las buitreras, en donde sus carroñeros habitantes tenían sus nidos desde que el mundo es mundo, ya andaban despiertos.

—Tienes la manía de cerrar tanto la ventana al acostarnos, que uno no se entera de cuándo amanece —dijo Justino saltando de la cama en calzoncillos largos de felpa, que pronto cambiaría por unos más frescos que usaba en el buen tiempo, y dirigiéndose a la ventana la abrió de par en par y descubrió que los claveles estaban florecidos y que la primavera había llegado—. ¿Has visto esto? —preguntó a su mujer mirando los claveles mientras esta, aún soñolienta, se levantaba de la cama.

—Claro que he visto eso. Como que los riego todos los días.

—Hay que ver qué buena mano tienes para las plantas —dijo Justino—. Especialmente para las flores; si dedicaras tanto cariño a los huertos, menos viajes echarías a las tiendas a comprar verduras, tomates, pepinos… Pero no te ha dado por eso, qué le vamos a hacer.

Brígida, que no era muy campesina, prefería cosechar los frutos en la tienda, o en la cesta de alguna vecina cuando venía del huerto cargada como un burro de todo tipo de hortalizas.

—Ese trabajo es más para hombres fuertes y, como bien sabes, yo no ando muy bien de las piernas para ir por el campo caminando y trompicando, como algunas mujeres que se pasan la vida en el huerto como si no tuvieran nada mejor que hacer.

En un rincón del dormitorio, tras la puerta y cerca de la ventana, para aprovechar la luz que ahora entraba a raudales, Justino se lavaba la cara chapoteando en el agua de la palangana de hierro con baño de porcelana mientras de reojo, mirándose en el espejo, se contaba las arrugas de la cara antes de embadurnarse con jabón y rasurarse la barba con una navaja de barbero. Entretanto Brígida, sentada en el borde de la cama, esperaba pacientemente su turno para mojarse con una toalla la cara, el pecho y las axilas, hasta terminar pasándose la lendrera por su pelo mojado y enmarañado de mal dormir, y bajar después a la cocina a preparar el almuerzo.

La alcoba contigua al dormitorio de los padres era compartida por sus dos hijos: un varón llamado Carlos y una joven llamada Francisca. El primero había terminado su período escolar a los catorce y su futuro sería ser alfarero como su padre y como el padre de su padre, y ahí terminaban sus aspiraciones. Francisca, que ya casi había olvidado lo aprendido en la escuela que hacía cuatro años había dejado, colaboraba en las labores de la casa ayudando a su madre y aspiraba a un tipo de vida diferente lejos de El Espejuelo. Lejos de ese paisaje, siempre el mismo, y lejos de las caras con las que encontrarse cada día por las calles durante años. Un tipo de vida en el que conocer otro mundo, a otros jóvenes con los que cruzar unas palabras menos toscas que las que cruzaba con ellos en el pueblo. Deseaba volar a medida que iba pasando el tiempo mientras sentía que sus alas iban creciendo fuertes, soñando cada noche con marcharse del pueblo para empezar a trabajar como empleada doméstica al igual que algunas de sus amigas que ya ejercían ese trabajo en la ciudad, lo que las hacía autosuficientes y les permitía, cuando iban a las fiestas del pueblo, lucir los vestidos que Francisca soñaba poder comprarse algún día. Y mientras, mirándose en el espejo descubría cómo se iba haciendo mujer. Una mujer muy hermosa.

Ellos, los hijos, eran los más perezosos para levantarse por la mañana, de forma que su madre se veía obligada cada día a retirar la ropa de sus camas y obligarles a bajar a la cocina, no antes de haberse lavado, una vez cambiada el agua de la palangana por agua limpia de lluvia recogida durante el invierno en una de las tinajas situada en un rincón del portal, para lo que usaban una jarra alta y cónica de boca estrecha y del mismo material que la palangana, colocada habitualmente en el suelo bajo el espejo.

Cuando Brígida, después de su aseo, bajó a la cocina a preparar el almuerzo, por la escalera empinada y estrecha cuyos escalones encalados repasaba con una brocha y un bote metálico lleno de cal viva al menos una vez por mes, un olor a leña quemada anunciaba que Justino ya había encendido el fuego en la chimenea de la cocina, por donde entraba una luz azulada abriéndose paso entre el humo marcando un cuadro luminoso en el suelo de yeso, en donde Brígida pondría la sartén con las gachas recién cocinadas y calientes hasta abrasar sobre las trébedes de hierro, y, en un orden riguroso de parcelas, cada uno en su lugar, los cuatro, cuchara en mano, almorzarían lo de todos los días, excepto en el verano, que cambiarían de menú por alguna comida más refrescante como ensalada de lechuga, tomate, pimiento, pepino, atún, y todo lo que a Brígida se le hubiera ocurrido comprar sin tino en la tienda del pueblo.

Mientras almorzaban, el silencio en la cocina era sepulcral, hasta que, una vez terminada una de las dos cosas principales, según el dicho popular «Lo primero y principal oír misa y almorzar. Y si tienes mucha prisa, almorzar sin oír misa», y cuando las cucharas yacían en el suelo bajo la sartén ya lamidas por los gatos para ahorrar agua en el fregadero, Justino, tomando el porrón y después de un trago largo de vino de su cosecha, dirigiéndose a su familia habló:

—Bueno —dijo—. Desde hace tiempo algo me quita el sueño y creo que ha llegado el momento de hablar de vuestro futuro.

Todos lo escuchaban como al director de orquesta al que hay que atender para interpretar la partitura con el tempo y la intención que él marque.

—Tú, Carlos —dirigiéndose a su hijo—, has terminado hace ya dos años tu etapa escolar y, como bien sabes, nuestra economía no da para enviarte a una escuela superior como hacen los hijos de los más afortunados del pueblo. Así que a partir de hoy trabajarás conmigo en el tejar. El trabajo verás que no tiene ninguna dificultad y pronto aprenderás el oficio, y como a mí, te hará

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