El año en que debía morir

Natalia Moret

Fragmento

El año en que debía morir

1

Siempre supe que a mis cuarenta y dos años algo terrible iba a pasarme, porque mi madre había muerto de cáncer de pulmón a esa edad y yo siempre me sentí en parte responsable de su muerte. Ella, que estaba sana y era fuerte y era joven, se enfermó cuando escapé de casa. Yo la había abandonado y eso la había matado de tristeza, y por eso, por haberla matado, iba a tener que pagar. Los cuarenta y dos años eran mi sentencia de muerte.

Aunque siempre estuve segura, también sabía que era un miedo irracional y que estaba forzando una causa allí donde solo había una coincidencia. Sin embargo hoy, veintidós años después de su muerte y a poco de haber cumplido los cuarenta y dos, escribo esto mientras espero el resultado de una biopsia que tardará un mes en llegar. Habito ese limbo destinado a los que esperan. Un mes en el que tengo y no tengo cáncer.

Cáncer de mama. El cáncer de mamá.

¿Cómo puede ser?

Diego me dice: Parece mala ficción. Mi padre al teléfono me dice: Imagino que estarás pensando mucho en ella.

¿Puede ser realmente azar? ¿Cómo puedo haber vivido más de la mitad de mi vida segura de que este año ocurriría algo así? Como un destino escrito en algún lugar.

Es julio del año 2020 y el invierno está en su punto más oscuro. Esperé veintidós años este momento. Parece que deberé esperar un mes más.

El año en que debía morir

2

Afuera hace frío y hay sol. Por la ventana veo que los perros juegan con los huesos de un ternero muerto. Estoy sentada frente a la computadora desde hace media hora. Ya desayuné. Ya ordené el escritorio. Mis hijas todavía duermen. Tengo que seguir por algún lugar.

Ayer empecé a hacer una lista de situaciones, de escenas que podrían entrar en esto que quiero escribir.

Son como fotos que se mueven.

Cosas que veo.

Que no quiero ver.

Igual que mis hijas cuando miramos películas de terror y se tapan los ojos con las manos pero entreabren los dedos.

Algunas personas a veces me preguntan: ¿Por qué hacés que tus hijas vean esas películas? ¿Por qué te gustan tanto las historias de terror?

Me gustan las historias de terror porque me gustan las historias de familia.

Casi todos los sábados de verano mamá sacaba la mesa de la tele al patio, tirábamos colchones y mantas en el piso y hacíamos noche de cine bajo las estrellas. Aprovechábamos el “Fin de semana sangriento” del videoclub de Escalada y Enrique Fernández: paga tres películas de terror y se lleva cuatro. Nos gustaba gritar con las escenas que habían sido escritas para eso. Gritar nos daba risa y exorcizaba el miedo.

Diego abre la puerta y se saca las botas embarradas antes de entrar. Las apoya sobre un montículo de ramas secas. Cuando pasa por atrás de mi escritorio, de camino a la cocina, deja una estela de olor a pasto recién cortado.

Hace cuatro meses que nos fuimos de nuestro departamento en Vicente López y estamos en el campo donde trabaja. Por el brote de un virus a nivel mundial se suspendieron las clases en todo el país, se decretó una cuarentena obligatoria y a Diego no le quedó otra opción que instalarse acá para poder seguir trabajando. Yo, en cambio, para dar mis talleres literarios solo necesitaba una computadora, electricidad y conexión a internet. Daba lo mismo dónde estuviera.

Pero a mí no me daba lo mismo. Antes de mudarnos, hacía meses que me acechaba un malestar con el que estaba familiarizada y que aquí y ahora bautizaré síndrome de fuga disociativa con fantasías indemnizatorias. Manejaba en la autopista para ir al trabajo, o a buscar a mis hijas al colegio, y fantaseaba con desaparecer. Me sentía atrapada en mis circunstancias y quería otra cosa. Reconocía bien los síntomas porque ya me habían atacado otras veces en mi vida: empezaba a sentirme presa y crecía el deseo de irme y dejar todo atrás, en el olvido.

El paraíso de la fuga había ido tomando forma hasta que al fin lo había visto: quería que viniéramos acá, justo donde estamos ahora, y probáramos una vida diferente. Cada vez que encontraba la oportunidad sacaba el tema en casa. Le hablaba a Diego del sueño de una vida más limpia y a la vez agreste, de nuestras hijas embarradas entre animales y sus bicis tiradas contra el cerco, con la compañía salvaje y leal de los perros del campo, que no tienen dueño, que son de nadie. Pero Diego decía que no estaban dadas las condiciones. Yo me enojaba, insistía. Lo acusaba de tener un problema para cada solución y él a mí de ver solo fotos ideales, ignorando todas las variantes realistas. Me acusaba de optimismo. Sostenía que él “pensaba en los problemas para no tener problemas”, una frase que me resulta irritante porque sé que es cierta pero tramposa. Decía que aunque la casa del campo estuviera vacía no era nuestra y no podíamos instalarnos, que el invierno era durísimo, que cambiar de colegio a nuestras hijas en un ensayo de prueba y error era una injusticia para ellas, y que mi trabajo iba a obligarme a ir y volver a la ciudad varias veces a la semana, por lo que iba a pasarme la vida en el auto. Tenía que aceptar la realidad.

Yo aceptaba, pero no realmente. Lo que hacía en secreto era esperar. Cada día deseaba que ocurriese algo. Un cambio brusco y benefactor que hiciera que las condiciones para escapar de mi vida estuviesen dadas. Entonces ocurrió el milagro que nos trajo a mi deseo.

En algo Diego no se equivocaba: la vida en el campo no se parece mucho a las fotos ideales que tenía antes de venir. No estaba en mis planes tener que atravesar el peor mes del invierno, helado y oscuro, a la espera de una biopsia, ni que mis hijas no fueran al colegio y estuvieran el día entero rondándome, demandándome. Aunque la experiencia rural de mi fantasía también era una experiencia familiar, de alguna forma creo que me imaginaba sola. Disfruto la nueva intimidad que tenemos, pequeña y solo de nosotros cuatro, pero extraño la soledad que perdí.

Diego me llama. Pregunta si quiero desayunar.

Digo que ahí voy.

Releo, encuentro que dije: esto que quiero escribir.

La geometría sostiene que se necesitan dos puntos para trazar una línea. Yo los tengo: un aquí y ahora (la espera de la biopsia, la predicción, yo que escribo) y un hecho del pasado (la muerte de mi madre). De alguna manera

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