La caja azul

José Antonio Ponseti

Fragmento

libro-6

1

MUJERES, TEJEDORAS DE MEMORIA

Mi madre tenía un secreto que había heredado de tres mujeres de la familia. Ellas ya no estaban entre nosotros. Esas mujeres eran la bisabuela Francesca, la abuela Joana y la tía Teresa. El secreto no lo sabía nadie más y era el siguiente: durante años buscaron al abuelo Antonio, desaparecido en combate en la batalla del Ebro. Todas lo llevaron con tanta discreción, que mi madre lo compartió conmigo tan solo unos días antes de morir. Fue entonces cuando me habló de su padre Antonio, mi abuelo, de su búsqueda a lo largo de todos esos años y de la caja azul.

Esta historia empezó hace más de dos décadas, justo cuando a mi progenitora le diagnosticaron un cáncer de pulmón un año y medio antes de morir.

—Tiene usted un tumor pegado a la aorta. Siento decirle que su situación es muy complicada porque ese tumor no se puede operar.

—¿Eso qué quiere decir? —preguntó Juana, incrédula.

Juana era el nombre de mi madre.

—Que no le quedan más de tres meses de vida.

Lo que supuestamente tenía que haber sido una revisión rutinaria, por un resfriado mal curado, se había convertido en una condena a muerte, con fecha final incluida.

—Pero ¿qué dice, doctor? ¡Eso no puede ser!

Es lo único que salió por mi boca, estaba en shock. No pregunté ni comenté nada más. Ese día solo yo acompañaba a mi madre, porque realmente era una visita sin importancia. Y ahí me encontraba sin saber qué decir, escuchando cómo un médico le ponía fecha a su último capítulo en esta vida. Juana me miró y puso su mano en mi brazo. No sé si para contenerme o para reconfortarme.

—No te preocupes, me queda mucha vida.

Giró la cabeza hacia donde estaba el médico y le lanzó una sonrisa serena.

—Usted no sabe lo que está diciendo, doctor. No me conoce bien, aún no ha comenzado la pelea.

La reacción de Juana, mi madre, dejó al médico perplejo y descolocado, quizá esperaba lágrimas o lamentos, pero no sucedió nada de eso. Ella se levantó y se dirigió hacia la puerta. El médico se quedó con la palabra en la boca y yo intenté seguirla, procesando todavía la sentencia. Mi cabeza no dejaba de dar vueltas: ¿cómo que le quedaban tres meses de vida? Pero ¿quién era ese señor para dictar esa sentencia, para quitarme a mi madre, así, sin más? No había sentido en mi vida mayor impotencia y rabia.

Ella se dio cuenta inmediatamente de cómo me encontraba, así que en el pasillo me sonrió y me abrazó con todas sus fuerzas.

—He sobrevivido a una guerra y a una posguerra. Cuando tenía cinco años, perdí a mi hermanito de tres años y a mi padre. Con doce años trabajaba, estudiaba y ayudé a criar a mi hermana. Mi madre se ha ido ya, pero todavía os tengo a tu padre, que es lo que más quiero en el mundo, y a ti. ¿De verdad crees que solo me quedan tres meses de vida?

No dije nada. Solo quería llorar, pero no lo hice, aunque era lo único que deseaba hacer. No estaba preparado para lo que iba a pasar, nadie lo está. ¿Y qué clase de médico nos había tocado? ¿Se creía Dios? ¿Cómo era capaz de poner una fecha final a una vida? ¿Por pura estadística?

—Tranquilo, esto lo vamos a superar. De esto va la vida, de levantarse y seguir. Vamos a llamar al doctor Curiá. —Era nuestro médico de cabecera—. Y nos trazará un plan para ver cómo le plantamos cara al alien.

—¿Al alien? —repetí sorprendido.

Desde ese mismo instante, y durante todo el tiempo que duró la enfermedad, mi madre y yo jamás pronunciamos la palabra «cáncer», siempre era «el alien». Durante toda su vida había sido una luchadora incansable y así me había educado. No podía defraudarla en estos momentos, aunque era ella la que me estaba animando cuando la acababan de condenar sin remedio.

Ya en la calle, angustiado y roto, pensando en cómo se tomaría mi padre, José, lo del alien, la abracé con cuidado, como si se fuera a romper.

—Puedes achucharme bien. No me duele nada.

—Te quiero mucho, mamá, pelearemos juntos contra esto. No pienso dejarte ni un minuto sola.

Juana me miró con ternura, sabía que eso iba a ser verdad desde ese mismo instante. Y así fue.

***

Barcelona, mayo de 2001

La habitación estaba suavemente iluminada por la luz que entraba a primera hora de la mañana. Los rayos de sol se colaban lateralmente, entre las rendijas de la puerta de la terraza abierta de par en par. El calor empezaba a apretar. La cama de Juana, mi madre, estaba situada enfrente de esa terraza, así ella podía disfrutar de las flores y del ficus enorme que tanto amaba y que había cuidado siempre, hasta hacía tan solo unos días. Ahora ya casi no podía caminar. Había perdido mucho peso y necesitaba estar conectada a la máquina de oxígeno durante muchas horas. Esto dificultaba aún más sus pequeñas salidas a ese espacio que la llenaba de felicidad.

Toda la habitación estaba pintada de blanco. A la izquierda había un gran armario que ocupaba toda la pared, de lado a lado. Las puertas correderas estaban cubiertas por dos inmensos espejos. Con su reflejo ayudaban a dar un matiz más alegre y luminoso a la estancia. En el techo colgaba una enorme lámpara de tonos ocres y dorados, en forma de flor, y con cinco ramas que se iluminaban una vez se encendía. Casi siempre estaba apagada, pues Juana prefería la lámpara de la mesilla de noche, mucho más cálida y acogedora. Ese era su cuartel general, el centro de mando donde transcurrían gran parte de aquellos días.

Por las mañanas, le leía algún libro de los que me pedía. Era una devoradora de historias insaciable, recuerdo haberle leído de todo: Benedetti, Auster, Salinger, Pérez-Reverte, Roald Dahl… Ahí estaba yo, incansable y sobreactuado, queriendo que disfrutase cada segundo de las lecturas. Algunos los terminábamos y otros no, pero todos los comentábamos profusamente. Tenía otros refugios, como la radio y la música. Escuchábamos a Serrat y a Llach… Aún hoy, cuando pongo «Cançó de matinada» cierro los ojos y la siento a mi lado. Yo sumaba a su repertorio a Manolo García y Manu Chao, y ella se reía de alguna de las letras y de mis gustos musicales. Entre canción y canción, peleando contra los ataques de dolor, pasábamos las horas.

No quiso que la ingresaran en un hospital y le había hecho prometer a mi padre que no saldría de casa por muy mal que se encontrara, pues podrían montar todo lo que necesitaba en esa habitación. Y así ocurrió. Gracias al doctor Curiá, su dormitorio se convirtió en un pequeño hospital: con oxígeno, goteros, todo tipo de medicamentos, calmantes, proteínas… Durante un tiempo hubo distintos turnos de enfermeras. Salvo para hacerse radiografías, para ver si avanzaba o no el alien, el resto del tiempo Juana permaneció en casa, junto a sus cosas, sus plantas y su familia. Nos fundimos el seguro de salud y un poco más, pero cumplimos con la promesa.

Las jornadas iban pasando y fueron muchos los momentos y conversaciones que tuve con mi madre durante su enfermedad. No perdió la lucidez.

—Qué difícil es morir.

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