La emperatriz de Lavapiés

Jorge F. Hernández

Fragmento

La emperatriz de Lavapiés

Hay hombres que se acercan al mostrador de una aerolínea con la secreta convicción de que van a morir. Quizá porque viajar es morirse un poco. Uno viaja con lo que pueda llevar en la memoria y lo demás se queda suspendido en los recuerdos como un exceso de equipaje. Uno viaje siempre acompañado y al mismo tiempo solo, como en la muerte: solo, ante la expectativa de cualquier paisaje desconocido; acompañado, ante la incógnita de un mínimo detalle imprevisible.

La noche del jueves 26 de septiembre de 1996, Pedro Torres Hinojosa llegó al aeropuerto de la Ciudad de México para iniciar el viaje de su propio ensueño. Años después habrá quien interprete el desenlace de este viaje como el más íntimo de los suicidios, una locura trasatlántica, personal y callada, que sólo implica y atañe al viajero que la realiza y a nadie más. Don Pedro lo sabe. Desde que compró su boleto México-Madrid sabía que ya no sería localizable para el mundo. Había decidido que su única identificación fuera su propio rostro, sin fotografía, y que cuando llegara el cobro de su tarjeta de crédito ya no tendría más dirección que la que apuntase su pie derecho. Su hogar sería lo que estuviera al final de una caminata y su domicilio, un viaje a Madrid.

Pedro Torres Hinojosa había dispuesto volar a Madrid como si fuera una canción de Agustín Lara. Un viaje como eutanasia, la muerte chiquita de cantarle a Granada sin conocerla. Pero él sí conocía Madrid; un amasijo de recuerdos que de tan viejos se le habían vuelto película sin colores. Que a los setenta años un hombre decida volar a Madrid y asumir un retorno largo tiempo postergado no es más que una anónima hazaña del más íntimo heroísmo, de ése que no aparece en las historias que nos dieron patrias ni civismos, sino del que se hereda de oídas y se conoce a tientas.

Cuando Pedro Torres Hinojosa se acercó a la fila de pasajeros con su secreta convicción, sintió que se le acrecentaban los nervios. Esa figura de setenta años aparentaba otra edad. Se veía más joven, maduro sí, pero con un porte que envidiaría cualquier hombre de treinta años. Pedro Torres Hinojosa aparentaba una madurez apenas alcanzada —que en cualquier espejo era capaz de engañarlo incluso a él mismo, hacerlo sentirse con cuarenta años menos—. Pero era también una figura con nervios adolescentes, un cuerpecillo que delataba la poca frecuencia de sus viajes y la loca aventura que estaba a punto de emprender. Este hombre al borde de un delito anónimo no debería aparentar estar nervioso. Este hombre, más que mostrarse endeble, mostraba un pasado deportivo, una especie de secreto atletismo, y que aún parece capaz de correr con prisa. Bíceps escondidos y puños de pelea, ocultos bajo el natural disfraz de unas canas en cabellera engominada y esos lunares inevitables que le salen a uno en las manos con los años. Sus lentes cuasiquevedos, bicicleta de oro viejo, son los mismos que calzaba hace cincuenta años. Su sombrero de alas anacrónicas, su traje de chaleco abotonado, la leontina con el único juego de llaves de lo que, hasta hoy, fue su departamento. Todos sus objetos más que ser un vestuario eran una circunstancia. Su propia circunstancia que lo hacía acrecentar ese nerviosismo inventado. Aquí va un hombre que no va a pagar su tarjeta de crédito, un viajero que se escapa al destino de sus más viejos recuerdos. Aquí va un prófugo.

Pero nadie reparó en Pedro Torres Hinojosa, porque a nadie llamó la atención. No era el único viajero en la fila que portara sombrero anacrónico, ni leontina inútil, ni chaleco abotonado. Hay viajeros que creen que por el solo hecho de ser vistos todo mundo sabe de su destino, y hay viajeros que, si sienten que su viaje no es evidente, no pueden contener las ganas de informarle al taxista o al maletero a dónde van o de dónde vienen. Lo mismo le pasa a los moribundos que se anuncian y se van convencidos de que todo el mundo los extrañará. Pero don Pedro no quería delatarse y, sin embargo, creía que llamaría la atención de alguien. Sólo la voz callada en su cerebro lo ponía nervioso de que alguien lo reconociera, de que alguien lo confundiera con otro o de que cualquiera sospechara de su fuga, porque en lo más íntimo de su propia voz quería informarle a cualquiera que volvía a Madrid como quien viaja a su propia infancia y que en algún rincón de Madrid se reencontraría con Carmen, la única mujer que le había definido la palabra amor. Sólo su voz callada sabe de su propósito y eso a nadie le importa, mucho menos su atuendo, como tampoco importaban la dama enjoyada que insistía en subir al avión con su perrito ni el baturro festivo que cargaba seis sombreros de charro en colores chillones.

Pedro Torres Hinojosa no llamó la atención de nadie, pues ya puesto en fila se convertía automáticamente en masa aeroportuaria, en parte de esa multitud que por muy limitada que sea inunda cualquier estación con viajeros de reparto, muñecos sin rostro en un mar de mil caras. En los aeropuertos predominan las pantallas, los horarios y los perros. Sólo llaman la atención los demorados, los enamorados y, aunque ahora menos, cualquier objeto de color morado. De allí en fuera, los aeropuertos son campos de fantasmas en filas de anónimos inadvertidos, a menos que se cruce una celebridad, porque ésos son fantasmas de pantalla. Su maquillaje de celuloide y su circunstancia estelar los vuelve espectros con identidad. Quizá por eso nadie repararía en la figura de don Pedro, mucho menos cuando apareció levitando la silueta intemporal de Sarita Montiel. Ella no tuvo que documentar ni rostro ni maleta en la fila de los anónimos. Con tan sólo pasar, suscitó miradas y murmullos sin necesidad de sombreros chillantes ni perritos necios. Algunos se atrevieron a tocarla y a hablarle con la admiración que produce autógrafos, pero a Pedro Torres Hinojosa sólo le vino a la mente la reconfortante sensación de sentirse eterno, viajero hacia la intemporalidad de un Madrid casi olvidado, en busca de una Carmen intacta. Sólo le vino a la mente saberse incógnito, saber que aún tiene fuerzas su cuerpo, que sus canas lo embellecen y que sigue siendo capaz de enloquecer a cualquier mujer, incluso a Sarita Montiel.

Don Pedro sólo sabe que nadie sabe, ni Carmen ni México ni Madrid, que se acerca a volar un viaje sin avisos, ni culpas ni despedida. Sólo él sabe que su cuerpo es el mismo y su amor incólume, que compró un boleto con su firma en American Express y que nunca lo va a pagar. A unos metros del mostrador deseó encontrarse allí mismo con su Carmen, verla rodeada de nietos, abrazada a un desconocido y avejentada. Deseó que allí mismo se acabara la aventura de buscarla y entonces volar igual de solo a Madrid, pero acompañado de su Carmen. Pero él ya había firmado su destino: cuarenta años pensando un reencuentro que apenas ahora se le volvía posible, casi veinte años ahorrando el atrevimiento para un viaje que ahora era de verdad y por eso quiso confesar su aventura, decirle a quien fuera me estoy largando de México para siempre, llevo todo mi dinero en la maleta, en mi cartera y en una billetera oculta y nadie me volverá a ver jamás.

El último día de su vida en México,

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