El pasajero / Stella Maris

Cormac McCarthy

Fragmento

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Por la noche había nevado un poco y sus cabellos tiesos eran como de oro y cristalinos y sus ojos más helados que fríos y duros como piedras. Una bota amarilla se le había caído y yacía en la nieve a sus pies. La forma de su abrigo descansaba espolvoreada en la nieve allí donde ella lo había dejado y solo llevaba puesto un vestido blanco y pendía entre los desnudos postes grises de los árboles invernales con la cabeza gacha y las manos ligeramente vueltas hacia fuera como las de ciertas estatuas ecuménicas cuya postura reclama que su historia sea tenida en cuenta. Que se tome en consideración que el mundo en su ser más profundo está cimentado en la aflicción de sus criaturas. El cazador se puso de rodillas e hincó el rifle en la nieve con el cañón hacia arriba y se quitó los guantes y los dejó caer y juntó las manos una sobre otra. Pensó en rezar, pero no conocía ninguna oración para semejante cosa. Agachó la cabeza. Torre de marfil, dijo. Casa de oro. Largo rato estuvo allí de rodillas. Al abrir los ojos el cazador vio una cosa menuda semienterrada en la nieve y se inclinó y apartó la nieve con los dedos y era una cadena de oro con una llave metálica y un anillo de oro blanco. Se lo guardó todo en el bolsillo del chaquetón. Había oído el viento por la noche. El quehacer del viento. Un cubo de la basura chocando ruidoso contra los ladrillos que había detrás de su casa. La nieve cayendo en la oscuridad del bosque. Levantó la vista hacia aquellos fríos ojos esmaltados que despedían destellos azules en la tenue luz invernal. Se había ceñido el vestido con un fajín rojo para que pudieran encontrarla. Una pincelada de color en la escrupulosa desolación. Hoy, que era Navidad. Esta fría y apenas mentada Navidad.

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I

Así pues, esto era Chicago en el invierno del último año de su vida. Al cabo de una semana volvería a Stella Maris y de allí se encaminaría hacia los lóbregos bosques de Wisconsin. El Chico Talidomida la encontró en una pensión de Clark Street. Cerca del North Side. Llamó a la puerta con los nudillos. Cosa insólita en él. Ella supo quién era, cómo no. Le estaba esperando. Y tampoco fue un toc, toc. Sonó más bien como un manotazo.

El Chico se puso a andar de un lado para otro al extremo de la cama. Se detuvo como si fuera a decir algo, pero lo pensó mejor y rea­nudó su deambular, amasándose las manos cual villano de película muda. Solo que, claro está, no eran tales manos. Simples aletas. Un poco como las de foca. Con el mentón apoyado en la izquierda de sus aletas, se la quedó mirando. A ella. Heme aquí a petición popular, dijo. En carne y hueso.

Pues has tardado mucho en llegar.

Ya. Los semáforos nos tenían manía.

¿Cómo has sabido qué habitación era?

Muy fácil. La 4-C. Me lo veía venir. ¿Cómo andas de dinero?

Todavía tengo.

El Chico miró en derredor. Me gusta cómo has decorado esto. Podríamos echar un vistazo al jardín después del té. ¿Qué planes tienes?

Creo que ya sabes cuáles son.

Sí. La cosa no pinta muy prometedora, ¿verdad?

Nada es para siempre.

¿Piensas dejar una nota?

Le estoy escribiendo una carta a mi hermano.

Apuesto a que es un resumen invernal.

El Chico estaba ahora junto a la ventana, contemplando el frío atroz. El parque pintado de nieve y al fondo el lago helado. Bueno, dijo. La vida. ¿Qué se puede decir? No es para todo el mundo. Joder, los inviernos no lo dejan a uno ni moverse.

¿Es todo?

Si es todo el qué.

¿Es todo lo que tienes que decir?

Estoy pensando.

Había reanudado sus idas y venidas. Luego se detuvo. Oye, ¿y si hacemos la maleta y nos largamos pitando?

Eso no cambiaría nada.

¿Y si nos quedáramos?

¿Qué, ocho años más de ti y tus colegas de novela barata?

Nueve, doña Mates.

Vale. Nueve.

¿Y por qué no?

Porque no.

El Chico echó a caminar de nuevo. Frotando despacio las cicatrices de su pequeña cabeza. Parecía que lo hubieran sacado del vientre de su madre con unas pinzas para hielo. Volvió a detenerse junto a la ventana. Nos echarás de menos, dijo. Hemos hecho un largo viaje juntos.

Desde luego, dijo ella. Ha sido maravilloso. Oye, mira. Esto no tiene nada que ver. Nadie va a echar de menos a nadie.

Ni siquiera teníamos por qué venir, sabes.

Y a mí qué me cuentas. No estoy versada en tus obligaciones. Nunca lo estuve. Y ahora me da igual.

Sí, claro. Tú siempre pensaste lo peor.

Y raras veces me sentí decepcionada.

No todas las alucinaciones ectromélicas que aparecen en tu tocador el día de tu cumpleaños van a por ti. Nosotros intentábamos aportar un rayito de sol a un mundo turbulento. ¿Eso qué tiene de malo?

No es mi cumpleaños. Y creo que los dos sabemos qué clase de ra­yito era ese. Da igual, no conseguirás caerme en gracia, o sea que olvídalo.

Gracia es lo que a ti te falta. Estás acabada.

Tanto mejor.

El Chico estaba paseando la mirada por la habitación. Joder, dijo. Qué asco de sitio. ¿Has visto lo que acaba de pasar por el suelo? ¿Es que no nos queda ni pizca de Zyklon B? Tú nunca has sido lo que se dice un ejemplo de pequeña ama de casa, pero creo que aquí te has superado. Antes ni loca habrías permitido que te encontraran muerta en un cuchitril así. ¿Ya te lavas?

Eso no es asunto tuyo.

Una más en la larga lista de promesas no cumplidas. Vale, pues muy bien. Tú no sabes lo que hay a la vuelta de la esquina, ¿verdad? Y perdona el juego de palabras. ¿Nunca has pensado en tomar los hábitos? Está bien. Pensé que debía preguntártelo.

Oye, ¿por qué no hacemos las paces si es que hay que hacerlas y pasamos de lo demás? No empeores las cosas.

Sí sí claro claro.

Sabías que esto iba a pasar. A ti te gusta fingir que conozco secretos tuyos.

Y conoces algunos, sí. Mierda, qué frío hace aquí dentro. Parece la puta cámara donde guardan la carne. Me llamaste operador espectral.

¿Que yo qué…?

Me llamaste operador espectral.

¿Yo? En mi vida te he llamado eso. Es un término matemático.

Porque tú lo digas.

Búscalo y verás.

Siempre dices lo mismo.

Y tú no lo haces.

Vale, bueno. Es agua pasada.

¿Eso es lo que piensas? ¿Qué pasa, tienes miedo de que te pongan mala nota en tu expediente laboral?

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