Hotel World

Ali Smith

Fragmento

cap-3

pasado

Uyyyyyyy-

yyyyyyyy qué caída qué vuelo qué descenso en picado qué carrera a la noche a la luz qué desplome qué golpe qué bajada qué prisa qué impulso qué miedo qué locura de son en susurro cómo me hago papilla qué fractura qué susto qué fin.

Qué vida.

Qué momento.

Qué sensación. Y después. Se acabó.

Ésta es la historia; comienza por el final. Era pleno verano cuando me caí; las hojas estaban aún en los árboles. Ahora es pleno invierno (las hojas se han caído hace mucho) y ésta es mi última noche, y esta noche lo que deseo yo más que nada en el mundo es tener una piedrecita en el zapato. Andar por la acera, aquí, en el exterior del hotel y notar un guijarro que se mueve dentro del zapato mientras camino, una piedrecita irregular que se clava en la planta del pie, aquí y allá, y hace el daño justo para que resulte placentero, como rascarse un picor. Imaginad un picor. Imaginad un pie, y una acera debajo de él, y un guijarro, y todo el peso del cuerpo cayéndole encima, y el guijarro incrustado en la piel de la planta o apretado contra los huesos del dedo gordo, o de los otros, o en la curva inferior, o en el talón, o en esa bola carnosa que permite al cuerpo mantenerse vertical, equilibrado y moverse por esa superficie de la tierra, aún dura, que te deja sin aliento.

Porque ahora que yo, nunca mejor dicho, me he quedado sin aliento, echo de menos continuamente una minucia como el picor. No deseo nada sino eso. Me preocupan sin cesar detalles que jamás me habrían importado ni por un momento cuando aún estaba viva. Por ejemplo, y para poder descansar en paz, mi caída. Me gustaría muchísimo saber cuánto duró, cuánto exactamente. Y lo haría otra vez inmediatamente si tuviera la oportunidad, el regalo de otra oportunidad, la oportunidad de vivir un minuto, sesenta segundos completos, sólo eso. Lo haría si se me concediera una fracción de ese tiempo con todo el peso de mi cuerpo detrás de mí de nuevo si fuera posible (y esta vez me arrojaría voluntariamente uyy-

yyyyy e iría contando durante el descenso: un elefante, dos elefaaa...) si pudiera sentirlo otra vez, cómo me di contra el suelo, el del sótano, desde cuatro pisos más arriba, de los pies a la cabeza, muerta. Piernas muertas. Brazos muertos. Manos muertas. Ojos muertos. Muerta toda, cuatro pisos entre el mundo y yo, eso es lo que tardé en matarme, ésa es la medida, en resumidas cuentas, el breve adi...

Pisos muy altos y espaciosos, pisos de buena calidad. Nadie podría decir que no tuve un tránsito elegante; las habitaciones, reciente y magníficamente amuebladas, con camas sólidas, caras y de muy buen gusto, los techos altos, con molduras, en la primera y la segunda, y una imponente escalera a cuya parte de atrás yo caí paralela. Veintiún peldaños entre cada piso y dieciséis hasta el sótano; a lo largo de todos caí. Una distancia considerable desde la gruesa alfombra de arriba a la gruesa alfombra de abajo aunque el sótano es de piedra (lo recuerdo, muy duro) y la caída fue breve, menos de un glorioso segundo completo por piso, calculo yo ahora, tanto tiempo después del suceso, del descenso, del fin. Fue una cosa muy especial. La caída. La sensación. Un único testarazo; el vuelo hacia el amargo final, bajando y bajando hasta morder el polvo.

Un bocado de polvo estaría bien. Vosotros podéis recogerlo en cualquier momento, ¿no es así?, en cualquier momento que os apetezca, de los rincones de las habitaciones, de debajo de las camas, de lo alto de las puertas. Pelusas, partículas secas y motitas de lo-que-en-su-día-fue-piel, todos esos encantadores restos de seres vivos reducidos hasta la esencia y aglomerados con residuos de telas de araña y pequeños fragmentos de una polilla, pedacitos transparentes del ala desprendida de una moscarda. Vosotros podríais, fácilmente (porque para vosotros sería posible hacer tal cosa cuando os viniera en gana, si quisierais), mancharos la mano de polvo, enrollar esa preciosa insignificancia entre el índice y el pulgar y verla estamparse en las yemas de vuestros dedos, vuestras, únicas, de nadie más. Y después podríais quitároslo de allí lamiéndolo; yo podría lamerlo con la lengua si tuviera lengua de nuevo, si tuviera una lengua húmeda, y lo saborearía como lo que es. Una hermosa suciedad, gris y antigua, la mugre dejada por la vida, que se pega al huesudo paladar y no sabe prácticamente a nada, lo cual es mejor que nada.

Yo daría cualquier cosa por saborear algo. Por saborear aunque fuera polvo.

Porque ahora, que casi he desaparecido, estoy más presente aquí de lo que estuve nunca. Ahora que no soy sino aire, lo que quiero es respirarlo. Ahora, que estoy en silencio para siempre, ¡ja, ja!, lo único que tengo conmigo son palabras palabras palabras. Ahora, que no puedo estirar una mano y tocar, lo que quiero es precisamente eso.

Así es como fue el final. Yo me subí al, al. Al ascensor de los platos, un cuarto pequeño esperando suspendido sobre un hueco, se me olvida la palabra, tiene su propio nombre. Las paredes, el techo y el suelo eran de un metal color plata. Estábamos en el piso de arriba, el tercero; hace doscientos años eran las dependencias de la servidumbre, cuando en la casa había sirvientes, y después fue un burdel y allí arriba vendían su mercancía las mujeres más baratas, las enfermas o las de más edad, y ahora que es un hotel y cada habitación cuesta dinero todas las noches, las más pequeñas cuestan todavía un poco menos porque los techos están más cerca del suelo en el piso más alto. Yo cogí los platos y los puse en la alfombra. Tuve cuidado de no derramar nada. Era sólo mi segunda noche. Estaba haciéndolo bien. Entré en el ascensor, para demostrar que podía; me enrosqué como un caracol en su concha con el cuello y la nuca apretujados, oprimidos contra el techo metálico, la cara entre los brazos, el pecho entre los muslos. Me hice una bola perfecta y el cuartito se balanceó, el cable se soltó, el cubículo cayó uyy-

yyyyy se rompió, y yo me rompí también. El techo se vino abajo, el suelo subió para encontrarse conmigo. Se me rompió la espalda, se me rompió el cuello, se me rompió la cara, se me rompió la crisma. La cavidad en la que estaba mi corazón se abrió y el corazón se salió. Creo que era el corazón. Se salió del pecho y se me metió en la boca. Así empezó. Por primera vez (demasiado tarde) conocí el sabor de mi corazón.

Tengo nostalgia de un corazón. Echo de menos el ruido que hacía, el calor que podía irradiar, cómo a veces me mantenía despierta. Aquí voy de habitación en habitación y veo camas deshechas después del amor y el sueño; luego, camas limpias y preparadas, esperando de nuevo a que los cuerpos se deslicen en ellas; sábanas recién planchadas y dobladas, camas con la boca abierta diciendo bienvenido, date prisa, métete, que llega el sueño. Las camas son tan acogedoras. Abren la boca todas las noches, en todo el hotel, para que los cuerpos se metan en ellas con otros o solos; todo el mundo con sus corazones latiendo, ocupando espacios que otras personas dejaron vacíos, otras personas que se han marchado Dios sabe dónde, que calentaron esos mismos espacios sólo unas horas antes.

He estado intentando recordar cómo era dormir sabiendo que vas a despertar. He estado mirándoles detenidamente, a los cuerpos, y observando lo que el corazón les permite hacer. He estado viéndoles

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos