Los secretos de la cortesana

Estefanía Ruiz

Fragmento

Prólogo. Privilegios de ser el primer lector

Prólogo

Privilegios de ser el primer lector

La historia es la degradación del presente. Cuando esta pierde facultades, ya es demasiado tarde para ostentar otro cargo que no sea el de pasado. Pero no todo lo que es historia colinda con la nostalgia. Ni viceversa. Hay futuros que se muerden los labios por lo que pudieron ser. Hay pasados que se relamen por lo que siempre será un caos imperturbable, y cicatrices que no fueron más herida que una autovía de uñas por los daños colaterales de un orgasmo.

La historia es cíclica, pero se vive en sus curvas. La del placer es un juego antiguo que busca constantemente nuevos participantes, y, en lo que respecta al amor, hay que ser muy narcisista para saberse conocedor de qué punto es el final, y cuál, aparte.

Mi historia con Estefanía también tuvo placer, juego, curvas, puntos (seguidos, apartes, finales, lunares y constelaciones). También tuvo amor, química en la dermis, antigravedad en la física, distancia negativa, contenido explícito que no pasaría la censura y adoración apasionada.

Travia y Ennio.

Sorolla y Clotilde.

Oasis extasiado.

En un universo alternativo, el poema de Pausanias versaría sobre la leyenda de la némesis de Caronte. Una barquera encargada de llevar las sombras errantes de los difuntos crónicos a la vida y sus placeres. Estefanía hizo eso y más conmigo.

Esta primera novela de ella no me sorprende. En sus páginas me he excitado al poner cara a las caricias y memoria a las posturas; me ha ardido la sangre cuando he terminado un capítulo y me ha tocado cultivar la paciencia hasta que llegaba el siguiente. He aplaudido su capacidad de cincelar imágenes visuales con la maestría de una escultora virtuosa. Incluso he descubierto detalles del pasado con la sensación de que solo un libro como este puede tender tantos puentes para que los lectores conozcan los secretos de la realeza. No me sorprende esta ópera prima, porque siempre la vi capaz de ello. Estefanía es una de esas autoras elegidas cuya mano no se nota en el escrito, pero sí su aliento.

Es un placer para mí (valga la redundancia) invitaros a entrar en otra época con los mismos secretos y cuartos rojos. A la historia de Julia.

La historia es cíclica, pero se vive en sus curvas, y la protagonista viene para romper todas las ruedas que le han querido imponer desde que nació como la hija del pintor de cámara de la corte de los Monteros.

DAVID MARTÍNEZ ÁLVAREZ, «RAYDEN»

Preámbulo. La sentencia

Preámbulo

La sentencia

colibri

Aquel no era un día cualquiera en el Palacio Real; el tiempo parecía haberse detenido. Los pájaros se habían levantado mudos y una neblina cubría el cielo; se adivinaba el devenir de aquella jornada. No se oían las risas de los niños y las niñas ni el ajetreo diario. Era como si todo el mundo esperase la sentencia.

Alfonso, el camarero mayor del rey Carlos, llevaba meses indispuesto después de haber ingerido con un ansia desmedida un pavo a la naranja en mal estado. Él era la única persona que tenía el beneplácito del monarca para ayudarlo a vestirse. Ante la faena de su indisposición, el rey decidió no buscarle un sustituto y ofrecer este puesto temporalmente a su ayudante de cámara, un apuesto joven de ojos oscuros con manos aterciopeladas y largos dedos de pianista. Aquella mañana, cuando este entró en los aposentos reales, deseó con todas sus fuerzas no haber sido el elegido para sustituir al camarero mayor.

—Su Majestad, no tiene buena cara —dijo con un tono de voz que dejaba en evidencia su preocupación.

—¿Me habla a mí? —preguntó el rey con cierto sarcasmo—. No recuerdo haberle dado permiso para hacerlo.

—Lo-lo-lo siento, Su Majestad, no volverá a ocurrir —contestó el joven con un leve tartamudeo, preso de los nervios.

—Claro que no volverá a ocurrir, porque, de ser así, su nuevo puesto de trabajo será limpiar las caballerizas —sentenció el monarca con voz hiriente.

El joven ayudante agachó la cabeza y no musitó palabra alguna después de la reprimenda que acababa de recibir. Aun así, el monarca quiso asegurarse de que aquel sirviente tenía claro quién mandaba en el palacio.

—¿Lo ha entendido? —preguntó con sorna.

—Sí, Su Majestad —alcanzó a decir el muchacho con un apagado hilo de voz.

El ayudante comenzó a vestirlo con las manos temblorosas y un desmesurado miedo a equivocarse. En ese momento, un golpe en la puerta dio aviso de que alguien al otro lado esperaba para ser recibido en los aposentos reales. Cuando el ayudante de cámara, que sintió cierto alivio ante la perspectiva de la presencia de otra persona en aquella estancia, bajó el pomo de la puerta, esperaba detrás impaciente Francisco, el conde-duque de Pastrana. Este adivinó rápidamente, al igual que había hecho el ayudante de cámara, que las ojeras del rey daban buena cuenta de que había pasado la noche sin pegar ojo.

—Buen día tenga usted, Su Majestad —dijo el conde-duque intentando calmar el ambiente que allí se respiraba.

—Buen día será para usted —cortó tajante el rey.

—Créame que yo tampoco he podido cerrar los ojos en toda la noche —dijo con empatía el conde-duque.

—Espero, Francisco, que no esté usted intentando compararse —lo azuzó.

—No era mi intención, Su Majestad —se excusó aquel.

—¿Sabe, Francisco? No es fácil tener el deseo de enviar a todas esas mujeres a la horca —sentenció el rey Carlos.

El ayudante de cámara, que continuaba vistiéndolo, tragó saliva al oír aquellas palabras. Al conde-duque tampoco pareció hacerle mucha gracia el comentario.

—Y bien, Su Majestad, ¿ha tomado alguna decisión? —preguntó el noble con cierto halo de preocupación.

Los dos hombres se miraron a la espera de que el rey abriese la boca. A sabiendas de que quizá su respuesta no sería la que querían escuchar; de que aquel día podría cambiar el futuro de muchas personas. La habitación quedó envuelta en un suspense que prometía delatar pronto los pensamientos del monarca. El destino de muchas mujeres pendía de la decisión que el rey t

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