1
J’attendrai…
LUCIENNE DELYLE
Hay muchas maneras de que te toque la lotería. Una de las mejores es estar enamorada y ser correspondida.
Silvia pasaba la aspiradora y el plumero al mismo tiempo mientras iba planeando la siguiente tarea de la lista. El objetivo era dejar su pequeño apartamento tan limpio y acogedor, tan irresistiblemente cómodo y hogareño, que todo aquel que lo pisara no tuviera más remedio que quedarse. Tenía que convertir aquellos cincuenta metros en la trampa perfecta.
Echó un vistazo a su alrededor, orgullosa. Cuando compró aquella pequeña buhardilla, unos años antes, sabía que podría convertirla en un lugar maravilloso, pero había costado bastante tiempo y dinero en reformas y muebles a medida dejarla tal como ella había soñado. Las paredes estaban pintadas en un suave tono verde, y las superficies a la vista, armarios, puertas, y la mesa, eran de madera pulida, encerada en un tono hueso pero dejando las vetas visibles. El espacio estaba presidido por un enorme espejo que parecía multiplicar el tamaño del saloncito. Silvia se contempló a sí misma con un pañuelo atado a la cabeza para no ensuciarse el pelo, y se sorprendió de lo cansada que parecía. Sonrió para verse más guapa.
Se sobresaltó cuando sonó el teléfono. Era Isabel, su mejor amiga. Eran inseparables desde los siete años, y se habían unido más aún desde que ambas vivían en París. Además de verse con frecuencia, se llamaban casi todos los días.
—Oye, no puedo hablar ahora —le dijo—. Me pillas con lío. Es que… hoy va a venir Alain. Se va a quedar a vivir aquí.
Su amiga hizo un silencio en el que no faltaba cierta sensación de reproche.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —le preguntó Isabel.
—Sí —respondió Silvia tras un breve titubeo—. Es lo que siempre he querido.
—¿No te había dicho otras veces que iba a dejar a la italiana?
Silvia hizo una pausa de unos segundos.
—Sí, es verdad. Pero esta vez no hay vuelta atrás, me lo ha prometido. Dice que está harto de los cambios de humor de Giulia, y de sus celos. Según él, es como una adolescente que nunca ha salido de la edad del pavo.
—Eso no le ha impedido estar un montón de años con ella. A lo mejor estaba esperando que madurase —comentó Isabel, sardónica.
Silvia ignoró el chiste.
—Bueno, ya sabes cómo son los clichés acerca de las italianas del sur, todo eso de que son temperamentales y posesivas, y en este caso parece que se cumplen al pie de la letra. A su lado, yo soy la definición misma del equilibrio y el sentido común. O eso es lo que dice Alain cada vez que surge el tema.
Su amiga suspiró, y le hizo prometer que la llamaría pronto. Silvia volvió a la aspiradora con energías renovadas. Se sentía mejor por habérselo contado a Isabel.
No tenía mucho tiempo. Iba con retraso porque su jefe había esperado a última hora para encargarle ciertas tareas urgentes. Ya eran las siete de la tarde, y Alain podría llegar en cualquier momento a partir de las nueve. Antes de esa hora, tanto su casa como ella tenían que ser la viva imagen del bienestar, de la alegría, de lo sano, de lo correcto.
Mientras vaciaba medio armario y colocaba su ropa de verano en cajas para subir al trastero, pensaba en lo curioso que era el mundo. Llevaba tres años manteniendo una relación con un hombre casado, y sin embargo tenía la sensación de que ella era la verdadera mujer de Alain. Al menos, la que era más lógico y razonable que lo fuera.
Silvia no conocía a Giulia pero, por lo que él le había contado, tenía muy mal genio, era propensa a sufrir bruscos cambios de humor y, además, terriblemente celosa; poseía el carácter de una adolescente que nunca hubiera madurado. Según él, recordó Silvia mientras frotaba con ímpetu las baldosas del cuarto de baño, ella le aportaba la serenidad y la paz de espíritu que tanto necesitaba, y que tan difícil era de encontrar con la impredecible Giulia. La esposa se comportaba como una amante, arrastrándolo de bar en bar hasta altas horas de la noche en busca de una pasión y una espontaneidad perdidas hacía tiempo, mientras que la amante hacía de psicóloga, le proporcionaba noches apacibles y cenas caseras, y veía con él las series de ciencia ficción en la tele. El mundo al revés.
En realidad, era posible que no existiera un «mundo al derecho». La situación de Silvia y Alain sin duda escapaba a los estereotipos, pero quizá no fuera tan inusual o tan infrecuente como pudiera parecer. Uno siempre busca lo contrario de lo que tiene, y si aquello que tiene es tormentoso y pasional, es lógico que se refugie en la calma hogareña de una mujer completamente distinta.
Aquel era el día en que esa situación, por fin, daría la vuelta, recuperando el sentido del que llevaba tanto tiempo careciendo. Alain le había prometido que dejaría a Giulia y se iría a vivir con ella. Aseguraba estar harto de los gritos, de su carácter impredecible, de las noches sin dormir por culpa de peleas pasionales. Tenía planeado exactamente todo lo que iba a decirle a su mujer. La esperaría con la maleta hecha, le dejaría las cosas claras y no permitiría que ella montara uno de sus dramas.
Después llegaría a casa de Silvia y, por fin, podrían vivir su amor sin culpabilidad, sin el estrés y la amargura del tiempo limitado, sin saltar de la cama cada vez que sonara el móvil. Podrían pasar mañanas enteras acariciándose y besándose sin que existiera una tercera presencia de miedo y de alerta contaminando su amor.
Pasó el plumero, con respeto y gratitud, por las estanterías llenas de libros que cubrían el pasillo y la mitad del salón, de aquellos cálidos compañeros que tantas veces mitigaban su soledad y le devolvían el ánimo. No sabía si Alain querría traerse sus propios libros, pero si lo hacía tendría que buscarles otro sitio. No pensaba desalojar de la estantería del salón ni uno solo de sus volúmenes.
Terminó de arreglar la casa a las ocho y media y entró en la ducha llevando el móvil consigo. Aunque le había dado a Alain unas llaves del piso, con un llavero con forma de delfín (era su animal preferido; estaba convencido de que los delfines eran más inteligentes que los humanos), no quería que la llamara y ella lo dejase sin respuesta. Aquel día, más que ningún otro, era importante no fallarle en nada, que sintiera que el salto mortal que iba a dar merecía la pena, que ella era digna de confianza y que siempre lo trataría con el cariño que tanto le había faltado en su anterior relación.
Cuando acabó de ducharse, se dio los últimos retoques con las pinzas y se maquilló con rapidez, con esa destreza que solo proporciona la práctica. Se miró al espejo y no tuvo más remedio que admitir que estaba radiante. Hacía mucho tiempo que no recordaba verse tan hermosa. Miró el teléfono: eran exactamente las nueve. Había cumplido con las tareas necesarias a la perfección, y en el tiempo justo. Una muestra más de su eficiencia, cualidad de la que se enorgullecía y que hacía que se sintiera aún más deseable, más apropiada, más digna de ser amada.
Se puso los tacones que más le gustaban a su amante, quien a partir de aquel día sería su pareja. Por supuesto, lo habitual era que él se abalanzara sobre ella nada más traspasar la puerta y que no se acordaran de comer hasta después de un par de asaltos, pero prefería tener preparado algo saludable y no tener que pedir, como él sugería de vez en cuando, una pizza a domicilio. Sin embargo, aquella era una ocasión especial: había comprado volovanes de salmón marinado y, de postre, fresas caramelizadas al licor. Con un menú como ese y una botella como la que se estaba enfriando en la nevera, nada podría salir mal.
Eran las once menos cuarto cuando Silvia empezó a reconocer que estaba nerviosa. Le resultaba extraño que Alain no hubiera llamado o escrito un mensaje para decir que estaba en camino. Encendió el televisor para hacer pasar el tiempo más deprisa.
—«No permitiré que te alejes. Ya te perdí una vez, y viví los peores momentos de mi vida. No puedo dejar que eso suceda de nuevo.»
—«Las cosas no son tan sencillas, Brad. El mundo no tiene por qué plegarse a tus deseos.»
—«¡No puedes casarte con alguien a quien no amas!»
—«Las palabras no significan nada. Ni siquiera las bodas significan gran cosa. No deberías ponerte tan dramático…»
Aburrida, fue cambiando de canal. Pero se encontró con escenas parecidas. El amor solo merecía la pena ser contado cuando era problemático, tormentoso, imposible. A nadie le interesaba la felicidad, lo que salía bien, lo que tenía un futuro. Ella sonrió, pensando que eso era exactamente lo que le esperaba con Alain: la monótona, y nada interesante, felicidad de pareja. Se recreó en esa sensación mientras veía un documental sobre los peces fosforescentes de las profundidades abisales tratando de no preocuparse por lo tarde que se estaba haciendo.
Tal vez zanjar la relación no le había resultado tan sencillo como él planeaba. A lo mejor necesitaba más tiempo para hacérselo entender a Giulia. Todo parecía indicar que una mujer con un carácter tan fuerte no se resignaría a aceptar una noticia como aquella y que buscaría el conflicto, le montaría una escena o trataría de manipularlo para que no se fuera en aquel momento sino al día siguiente. Cualquier cosa con tal de ganar tiempo y poner a su favor la partida del chantaje emocional.
Sintió la tentación de llamar o escribirle, pero pensó que era más prudente no hacerlo. No sabía en qué situación podía encontrarse. Quizá un simple mensaje pudiera ser el detonante de una nueva discusión por celos que retrasara aún más su salida de la casa.
No le gustaba recurrir a los tranquilizantes, pero el corazón le latía sin control. Abrió una cápsula y dejó caer el polvo blanco debajo de su lengua, como le había recomendado su médico si quería que hiciera efecto rápidamente.
A las once y media se volvió a duchar y se maquilló otra vez, repitiendo cada uno de los gestos como si se tratara de mantras. Pensó que sería sensato cenar un poco de ensalada, o al menos un yogur, pero en aquel momento nada le resultaba apetecible.
A las doce se obligó a sentarse frente al televisor de nuevo y puso una de sus películas favoritas, uno de esos clásicos que siempre lograban levantarle el ánimo. Sin embargo, aquella vez no funcionó. Cada vez que los protagonistas se besaban, ella imaginaba los labios de Alain sobre la boca de Giulia, de esa mujer sin rostro pero seguramente mucho más hermosa y atractiva que ella.
Los celos le ciñeron el cuerpo entero como un puño gigantesco. Se quedó sin aire. Muy pocas veces antes había sentido aquello en las entrañas, ya que Alain le había asegurado que hacía años que apenas tenía contacto sexual con su esposa. Ese fue uno de los motivos principales de que hubiera tenido una aventura con ella, sin ninguna intención de que aquello se convirtiera en algo más duradero.
Silvia no supo que él estaba casado hasta que ya se habían acostado varias veces. En un principio no creyó que fuera grave, ya que estaba convencida de que aquella historia estaba destinada a proporcionarle poco más que unas cuantas noches de pasión. Sin embargo, fueron descubriendo que tenían muchas más cosas en común de lo que parecía. A los dos les encantaban las novelas de todo tipo y hablar sobre ellas después de leerlas, los días de lluvia, reírse a carcajadas con la menor excusa y los documentales de fauna salvaje en plena naturaleza. Ninguno soportaba pasar el rato en locales llenos de humo y de ruido, y preferían estar en casa, desnudos debajo del edredón, con una buena conversación y una buena ginebra.
El simple recuerdo de todos aquellos momentos compartidos hizo que se calmara y sonriera de oreja a oreja. Tenía que confiar en él. Alain le había prometido que dejaría a Giulia y se iría a vivir con ella, y esa promesa era lo único que importaba. Se echó encima una manta, se recostó en el sofá y llenó de aire los pulmones tratando de tranquilizarse. Alain llevaba mucho tiempo en crisis, agobiado por la culpabilidad y por no ser capaz de poner fin a la problemática relación con su mujer. Conocerla a ella le había servido para centrarse, para tener más confianza en sí mismo, para conseguir un ascenso en su trabajo, para recuperar la ilusión y las ganas de vivir. Se lo había dicho muchas veces.
Por un instante sintió la tentación de llamar a Isabel, de pedirle ayuda una vez más. Era tan fácil recurrir a ella en los malos momentos… No importaba cuántos problemas tuviera, no importaba si la culpa era de ella misma. Isabel no le recriminaba sus malas decisiones, no le reprochaba que desapareciera cuando estaba mal, no estaba esperando la menor ocasión para repetir «te lo dije». Si Silvia tuviera una amiga que le contara la mitad de las historias desastrosas que salían de su boca, la mandaría a paseo, pero Isabel le había mostrado una paciencia y un cariño incondicionales. Sin embargo, no eran horas de llamar. Isabel tenía que educar a una niña ella sola y necesitaba descanso.
Trató de imaginar cómo la vería su amiga… Siempre tan desesperada y dependiente, como si Alain fuera lo mismo que el oxígeno. Era una suerte que Isabel la conociera desde hacía tanto y que supiera que no siempre se había comportado de ese modo con los hombres.
No estaba orgullosa de su dependencia y sumisión hacia Alain, y muchas veces había pensado que no deseaba ser esa mujer. Su propio comportamiento llegaba a causarle repugnancia, y la imposibilidad de cambiarlo le producía una agotadora sensación de impotencia. Se preguntaba por qué le habría entregado tanto poder sobre sí misma a un hombre que, evidentemente, no lo merecía. Quizá fuera por no haber tenido hijos, por sentir una fuerte carencia de familia y pensar que la soledad no haría sino aumentar a medida que se fuera haciendo mayor. En cierto modo, quería volcar en él todo ese amor y las ganas de cuidar a los niños que nunca tendría.
Por otra parte, había algo que no tenía nada de maternal… Aunque no sabía cuánto de cierto, de científico, podía haber en ello, el vínculo químico y físico que compartía con Alain, la sedación que le producía su olor, el trance casi hipnótico en el que entraba cuando se besaban, la persona nueva que había descubierto ser en la cama solo para él, tan liberada y diferente de lo que había sido con cualquier otro amante… La idea de que lo que había entre ellos obedecía a las leyes más atávicas de la naturaleza la obsesionaba en cierto modo. A veces pensaba que si no podía evitar volver a Alain una y otra vez quizá fuera por un motivo biológico, por una autoridad más antigua y universal que la lógica o el orgullo.
Respiró hondo, cerró los ojos, sonrió. Esperó a que la pastilla la adormeciera lentamente, como si la acariciara por dentro. Había leído en alguna parte que obligarse a curvar los extremos de la boca liberaba tantas endorfinas en la sangre como una sonrisa espontánea. Silvia se deslizó hacia el sueño luciendo en los labios la tensa sonrisa de la voluntad.
2
Johnny, tu n’es pas un ange…
ÉDITH PIAF
Oyó un ruido. Algo hizo que se despertara. Sobresaltada, fue hacia la entrada y abrió, pero allí no había nadie. Cerró la puerta y corrió hacia el móvil. Eran las dos de la madrugada. Ninguna llamada perdida, ningún mensaje. Suspiró, preocupada. Quizá había llegado el momento de atreverse a preguntarle qué estaba sucediendo. ¿Y si había tenido lugar algún imprevisto, algún accidente? ¿Y si Giulia había cogido una cuchilla o un frasco de pastillas amagando un suicidio para retenerle?
Pero lo más sensato era mantener la calma. Por mucho que le royera las entrañas, tenía que comportarse como si aquella fuera una noche más, una de las muchas en que Alain había cancelado una cita y ella había tenido que mostrarse dulce y comprensiva.
Fue al botiquín y sacó de nuevo la caja de tranquilizantes. Necesitaba un poco de ayuda para que su corazón y sus tripas dejaran de temblar. Dejó caer el polvo blanco bajo la lengua y se miró al espejo mientras sentía cómo se deshacía en su boca. Después de tomarla tantas veces, aquella sustancia ya le sabía a relajación. El espejo le mostró a una mujer firme, con una mirada de determinación. Una mujer hecha a sí misma. Observó en la imagen todos los signos de las batallas que había vencido, los esfuerzos que había hecho para domeñar su piel, su postura, sus cejas. Lo mucho que le había costado empezar una nueva vida en un país diferente, dejando atrás a su familia, sus amigos y el entorno de protección y seguridad en el que siempre había confiado.
Se peinó varias veces, ya que se le había desordenado la melena, y dejó que esta cayera a ambos lados enmarcándole el rostro. Nunca había sido tan atractiva como en aquel momento, como no dejaban de repetirle quienes la conocían. El amor hacia Alain había hecho que adelgazara, y por primera vez en su vida había aceptado la humillante disciplina de un gimnasio. También había aprendido a vestirse según el gusto de él, aunque personalmente le pareciera algo vulgar. Pero ver cómo se le encendía la mirada cada vez que la veía aparecer con esos tacones, con esos vestidos ceñidos, con esos escotes que nunca en su vida se le habría ocurrido ponerse sin sentirse ridícula, hacía que todo mereciera la pena.
Una oleada de inseguridad se cernió sobre ella. Quizá había cambiado demasiado a causa de él. Quizá había permitido que aquel hombre la modelara a su antojo. A veces tenía la sensación de que algo de ella misma se había perdido por el camino. Un remolino de ansiedad y rebeldía le creció por dentro del esternón.
Se miró fijamente en el espejo y se sintió espléndida. No era el momento de dejarse llevar por el miedo o el rencor. Tenía que convertirse en dueña de sí misma y de la situación. Ella, Silvia, la mujer que la miraba desde el espejo, era la serena; Giulia, la histérica. No podía permitirse perder el control precisamente aquel día, en aquel momento clave. Estaba más cerca que nunca de conseguir tener algo real con Alain, de poder construir un vínculo verdadero y adulto con él.
El móvil vibró en el salón. Silvia corrió a buscarlo tan precipitadamente que estuvo a punto de tropezar con los tacones. Con el corazón desbocado, lo cogió y se equivocó de tecla varias veces, por pura ansiedad, al abrir el mensaje.
Silvia, cariño, he intentado decírselo a Giulia y no he sido capaz. Llevo toda la noche angustiado, tratando de dar el paso, pero me he dado cuenta de que no tengo valor para hacerlo. Siento ser tan débil y no poder cumplir las promesas que te he hecho.
Silvia, aturdida, leyó y releyó el mensaje varias veces… Aquello no podía estar pasando. ¿Significaba que el muy… el muy egoísta se había quedado tan tranquilo mientras ella no sabía nada de él, mientras le esperaba hecha un manojo de nervios? ¿Cómo podía tener tan poca empatía?
Le dieron ganas de llamarle y soltar cuatro gritos para desahogarse. Por supuesto, no habría servido de nada, ya que él jamás cogía el teléfono si estaba con su esposa en casa. La situación contraria, en cambio, se había dado varias veces: Giulia podía llamarle a cualquier hora y en cualquier momento, y él estaba obligado a responder. No sin antes mirar a Silvia con cara de cachorrito y llevarse un dedo a los labios para pedirle que guardara silencio.
Ella apretó los puños. Caminó hacia el baño y empezó a desmaquillarse cuidadosamente.
El móvil volvió a vibrar. A Silvia le dio la absurda impresión de que lo hacía con más timidez, e incluso cobardía, que la primera vez. El sonido hizo que le fallara el pulso al aplicarse el desmaquillante, con el resultado de que una espesa gota de crema le entró en el ojo derecho. Ardía como si el globo ocular se le estuviera cociendo por dentro. Se moría de ganas de ir a ver el mensaje, pero contuvo el deseo de hacerlo antes de lavarse bien con agua fría.
El nuevo mensaje era mucho más corto:
Creo que lo más prudente sería que no nos viéramos más. No quiero que nadie sufra. Gracias por estos años maravillosos. Siempre, Alain.
En cuanto sus ojos recorrieron las letras, Silvia perdió el equilibrio y sintió que se derrumbaba. Una vertiginosa náusea se apoderó de su cuerpo, obligándola a correr hacia el cuarto de baño. Se dejó caer al suelo y se abrazó a la taza para vomitar un líquido claro y amarillento. Hacía muchas horas que no comía, se le había olvidado por completo con los nervios de preparar la casa para Alain.
No quería alejarse del baño por si tenía un nuevo acceso de bilis, así que permaneció arrodillada sobre las frías baldosas pensando que ya no podía caer más bajo. De repente, la gélida porcelana adquirió una cualidad consoladora. Al menos podía abrazar algo. Cerró los ojos. Mientras respiraba el olor acre de su propio vómito, de aquella sustancia que había huido de su cuerpo por no soportar el dolor que anidaba en sus entrañas, su mente empezó a recitar un rosario de insultos dirigidos a Alain, más para sugestionarse que porque lo sintiera de verdad.
Para poder seguir con él, Silvia se había autoengañado. Había hecho un eficaz esfuerzo por desterrar muchos recuerdos desagradables de su mente. Pero en aquel momento, de rodillas en ese reluciente cuarto de baño que había limpiado a fondo para un hombre que nunca volvería a pisarlo, se vio obligada a reconocer que no era la primera vez que aquella relación la llevaba a una situación parecida. Por supuesto, él nunca había sabido nada de todo eso. Él pensaba que Silvia era la imagen misma de la contención y la madurez, y que sus retrasos y desplantes reiterados apenas le causaban efecto.
Unas lágrimas desapasionadas, abundantes, pero automáticas, empezaron a brotar. Sabían a «te lo dije». Es más, sabían a «todo el mundo te lo dijo», e incluso a «tú misma te lo has dicho muchas veces». Una jaqueca comenzó a pulsar en el lado derecho de su cabeza.
Se levantó y tiró de la cadena. Después se lavó los ojos. Por último, borró los mensajes de Alain. Una vez que tanto las pruebas como la causa de su pequeño ataque hubieron desaparecido de su vista, se sintió algo mejor.
Sin ser demasiado consciente de lo que hacía, fue hacia la nevera. Cogió los exquisitos envases de la pastelería que contenían la cena y los arrojó por la ventana, a la calle. Ni siquiera se sintió culpable por si podía hacer daño a alguien que pasara.
Era imposible dormir en aquel estado. Tuvo el impulso de huir de su propio piso, en el que se cristalizaban todas las aspiraciones de retener a Alain. Era como si las paredes se cerrasen sobre ella, acusadoras: «Nunca debiste intentar capturarlo. Ahora lo has perdido para siempre y aquí te quedarás, a solas con nosotras, más triste que nunca».
Se puso unas botas de tacón bajo, cogió el abrigo y el bolso y salió a la calle.
3
Paris Tour Eiffel
JACQUES HÉLIAN
Se puso a caminar sin rumbo fijo.
París es una ciudad hermosa incluso a las tantas. Como muy acertadamente asegura la famosa canción de Cole Porter, es bonita en verano y en invierno, al atardecer y a pleno sol, inundada por la niebla o bajo la lluvia, azotada por el viento o cubierta por la nieve como un elegantísimo pastel.
Sin embargo, la belleza no basta para calentar el corazón durante demasiado tiempo. Los primeros días en la ciudad habían sido estupendos, ya que todo eran descubrimientos y novedades. Silvia no podía dejar de pensar en lo mucho que su abuela le había hablado de la Ciudad de la Luz cuando ella no era más que una niña, de sus panaderías llenas de brioches y petits pains au lait, de las bombonerías artesanales, de las diminutas y coquetas boutiques de vestidos y sombreros con sus diminutas y coquetas dueñas, todas con collares de perlas. La pequeña Silvia, en su madrileño piso de la calle de Narváez, soñaba con aquella ciudad que nunca había visitado como si se tratara del país encantado de uno de sus cuentos de hadas.
Varios años después fue la ciudad que escogió para disfrutar de su beca Erasmus. Consiguió que le concedieran un destino tan solicitado a base de estudiar francés en sus horas libres mientras sus amigas se iban de copas y tonteaban con chicos. Pero mereció la pena: aquel primer viaje la había dejado llena de recuerdos dorados. Todo fue tal y como lo había soñado. Incluso se había besado con un auténtico parisino, un chico encantador al que le temblaban las piernas aún más que a ella. Volvió a Madrid con los ojos cargados de polvo de estrellas, y deseando regresar.
Sin embargo, el segundo viaje fue muy distinto. Las condiciones habían cambiado por completo: ya no era la estudiante capaz de comerse el mundo con un futuro brillante ante sí, sino la desempleada de un país de segunda que se veía obligada a emigrar para poder mantenerse. Afortunadamente, conocía el idioma. Cuando por fin encontró trabajo, tras casi dos meses de hacer entrevistas, la gente no dejaba de felicitarla, incluso con un eco de envidia en sus voces. «Qué suerte», le decían. «Menudo lujo, vivir en el lugar más bonito del mundo.» Sí, pensaba ella, que ya había empezado a conocer el lado amargo del paraíso. Pero justo en el momento en que había estado a punto de tirar la toalla, desanimada por las dificultades y por un cielo que siempre estaba encapotado, conoció a Alain. Y con Alain, el París de sus sueños regresó para quedarse.
Silvia caminaba hacia el sur, hacia el Sena. Quizá, sin darse cuenta, buscaba recuperar esa magia del deslumbramiento, el lado fascinante y romántico de la ciudad. Caminaba deprisa, como un robot, sin acusar apenas el frío. Era como si al recorrer la ciudad intentara hacer entrar en calor no solo su cuerpo, sino también su alma.
Tenía que aprender a vivir sin Alain. Estaba en la Ciudad de la Luz y no podía permitirse estar enganchada a un sujeto que había demostrado tantas veces cuál era su verdadera calaña. Silvia ya no era la chiquilla sola y desorientada que había llegado a la gran ciudad cuatro años antes. Ahora tenía independencia económica, una buena posición profesional, casa propia. Debía demostrarse a sí misma que poseía dignidad.
Suspiró recordando el día que lo conoció. Coincidieron en una fiesta de la asociación de españoles a la que pertenecía la abuela Eva. En un principio, Silvia solo había ido a ayudarla a transportar seis enormes tortillas de patata. Pero nada más llegar, aquel francés encantador se puso a darle palique con su español absurdo, y ella no fue capaz de resistirse a esa labia entusiasta mientras sonaban pasodobles y canciones de Lola Flores. Alain no intentó disimular ni por un momento que el único motivo por el que estaba en aquella fiesta era para conocer a alguna fogosa mediterránea, pues al parecer eran su debilidad.
No pudo evitar que se le formara una amarga sonrisa en los labios al recordar aquel día, y todos los demás. Su historia con Alain había sido tan pura, tan intensa… Tras cada bache, todos los reencuentros habían estado aún más cargados de pasión, como aquella vez que él había ido a