Hijos de la medianoche

Salman Rushdie

Fragmento

LA SÁBANA PERFORADA

Nací en la ciudad de Bombay... hace mucho tiempo. No, no vale, no se puede esquivar la fecha: nací en la clínica particular del doctor Narlikar el 15 de agosto de 1947. ¿Y la hora? La hora es también importante. Bueno, pues de noche. No, hay que ser más... Al dar la medianoche, para ser exactos. Las manecillas del reloj juntaron sus palmas en respetuoso saludo cuando yo llegué. Vamos, explícate, explícate: en el momento mismo en que la India alcanzaba su independencia, yo entré dando tumbos en el mundo. Hubo boqueadas de asombro. Y, al otro lado de la ventana, cohetes y multitudes. Unos segundos más tarde, mi padre se rompió el dedo gordo del pie, pero su accidente fue una simple bagatela comparado con lo que había caído sobre mí en ese momento tenebroso, porque, gracias a la oculta tiranía de aquellos relojes que saludaban con suavidad, había quedado misteriosamente maniatado a la Historia, y mi destino indisolublemente encadenado al de mi país. Durante los tres decenios siguientes no habría escapatoria. Los adivinos me habían profetizado, los periódicos habían celebrado mi llegada y los politicastros ratificado mi autenticidad. A mí no me dejaron decir absolutamente nada. Yo, Saleem Sinai, diversamente llamado luego Mocoso, Carasucia, Calvorota, Huelecacas, Buda y hasta Cacho-de-Luna, había quedado estrechamente enredado con el Destino: en el mejor de los casos, una relación peligrosa. Y en aquella época ni siquiera sabía sonarme la nariz.

Ahora, sin embargo, el tiempo (que ya no tiene utilidad para mí) se me está acabando. Pronto tendré treinta años. Quizá. Si mi cuerpo ruinoso y gastado me lo permite. Pero no tengo esperanzas de salir con vida, ni puedo contar con disponer siquiera de mil y una noches. Tengo que trabajar deprisa, más deprisa que Scheherazada, si quiero terminar diciendo —sí, diciendo— algo. Lo reconozco: más que a cualquier otra cosa temo al absurdo.

¡Y hay tantas historias que contar, demasiadas, tal exceso de vidas acontecimientos milagros lugares rumores entrelazados, una mescolanza tan densa de lo improbable y lo mundano! He sido un devorador de vidas y, para conocerme, sólo para conocer la mía, tendréis que devorar también todo el resto. Multitudes engullidas se empujan y apretujan dentro de mí; y guiado sólo por el recuerdo de una gran sábana blanca con un agujero más o menos circular de unas siete pulgadas de diámetro en su centro, aferrándome al sueño de aquel rectángulo de tela blanca agujereado y mutilado, que es mi talismán y mi ábrete-sésamo, he de comenzar la tarea de rehacer mi vida a partir del punto en que realmente empezó, unos treinta y dos años antes de algo tan obvio, tan actual, como mi nacimiento marcado por el reloj y manchado por el delito.

(La sábana, por cierto, está también manchada, con tres gotas de algo rojo, viejo y desvaído. Como nos dice el Corán: Recita, en el Nombre del Señor tu Creador, que creó al Hombre de coágulos de sangre.)

Una mañana cachemira de principios de la primavera de 1915, mi abuelo Aadam Aziz se dio de narices contra un montículo endurecido por la escarcha, mientras intentaba rezar. Tres gotas de sangre cayeron de la ventanilla izquierda de su nariz haciendo plaf, se endurecieron instantáneamente en el aire quebradizo y quedaron ante sus ojos sobre la esterilla de rezar, transformadas en rubíes. Al retroceder tambaleándose hasta quedar de rodillas con la cabeza otra vez derecha, vio que las lágrimas que le habían subido a los ojos se habían solidificado también; y en aquel momento, mientras se sacudía desdeñosamente diamantes de las pestañas, resolvió no volver a besar la tierra ante ningún dios ni ningún hombre. Esa decisión, sin embargo, hizo un agujero en él, un vacío en una cámara interna vital, dejándolo vulnerable a las mujeres y a la Historia. Inconsciente de ello al principio, a pesar de su formación médica recientemente acabada, enrolló la esterilla en un grueso puro y, sujetándola bajo el brazo derecho, inspeccionó el valle con unos ojos claros y sin diamantes.

El mundo era nuevo otra vez. Después de una gestación de un invierno en su cáscara de hielo, el valle, húmedo y amarillo, se había abierto camino a picotazos hasta el aire libre. La hierba fresca aguardaba bajo tierra su momento; las montañas se retiraban a sus puestos de las alturas para la estación cálida. (En invierno, cuando el valle se encogía bajo el hielo, las montañas se acercaban y gruñían como fauces coléricas en torno a la ciudad del lago.)

En aquellos tiempos, la antena de radio no había sido construida y el templo de Sankara Acharya, una pequeña burbuja negra en una colina caqui, seguía dominando las calles y el lago de Srinagar. En aquellos tiempos no había campamento del ejército a orillas del lago, no había interminables culebras de camiones y jeeps camuflados que obstruyeran las estrechas carreteras de montaña, ni había soldados escondidos tras las crestas de las montañas, más allá de Baramulla y de Gulmarg. En aquellos tiempos no se fusilaba a los viajeros por espías si fotografiaban los puentes y, salvo en las casas flotantes de los ingleses en el lago, el valle apenas había cambiado desde el Imperio Mogol, a pesar de todas sus renovaciones primaverales; pero los ojos de mi abuelo —que, como el resto de su persona, tenían veinticinco años— veían las cosas de una forma distinta... y la nariz había empezado a picarle.

Para revelar el secreto de la alterada visión de mi abuelo: había pasado cinco años, cinco primaveras, lejos de casa. (El montículo, por crucial que fuera su presencia, agazapado bajo una arruga fortuita de la esterilla de rezos, no fue en el fondo más que un catalizador.) Ahora, al volver, mi abuelo miraba con ojos que habían viajado. En lugar de la belleza del valle diminuto rodeado de dientes gigantescos, se dio cuenta de la estrechez, la proximidad del horizonte; se sintió triste, de estar en casa y de sentirse tan absolutamente encerrado. Sintió también —inexplicablemente— como si al viejo hogar le pareciera mal su educado, estetoscopizado regreso. Bajo el hielo del invierno, había sido fríamente neutral, pero ahora no había duda: aquellos años en Alemania lo habían devuelto a un ambiente hostil. Muchos años más tarde, cuando el agujero que había en su interior se taponó de odio y él vino a sacrificarse en el santuario del dios de piedra negra del templo de la colina, intentaría recordar y recordaría las primaveras de su infancia en el Paraíso, tal como eran antes de que los viajes y los montículos y los tanques del ejército lo estropearan todo.

Aquella mañana en que el valle, utilizando como guante una esterilla, le dio un puñetazo en la nariz, había estado tratando de fingir, absurdamente, que nada había cambiado. De modo que se había levantado con el frío cruel de las cuatro y cuarto, se había lavado en la forma prescrita, se había vestido y se había puesto el gorro de astracán de su padre; después de lo cual había llevado el enrollado puro de la esterilla al jardincito del lago, delante de su vieja casa oscura, y lo había desenrollado sobre el mato

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