Cómo ser feliz

Eva Woods

Fragmento

feliz-1

Día uno: Haz un nuevo amigo

—Perdone.

Mutismo. La recepcionista siguió aporreando las teclas del ordenador.

Annie volvió a intentarlo.

—Perdone.

Era un «perdone» de nivel dos, por encima del que solía usar con los turistas que bloqueaban las escaleras mecánicas y por debajo del que se reservaba para los que ocupaban con su bolso un asiento del tren. Nada.

—Perdone —insistió, elevándolo al nivel tres (robo descarado de una plaza de aparcamiento, agresión involuntaria con el paraguas y casos similares.)—. ¿Le importa atenderme, por favor? Llevo cinco minutos esperando.

—¿Qué? —dijo al fin la mujer sin dejar de teclear.

—Necesito modificar la dirección en el historial de una paciente. Este es el cuarto departamento al que me envían.

La recepcionista extendió una mano sin levantar la mirada. Annie le entregó el formulario.

—¿Es usted?

—Bueno, no.

Obviamente.

—Solo puede modificar la dirección el propio paciente.

—Mmm, ya, pero es que la paciente no puede hacerlo.

Lo cual sería evidente si alguien del hospital se dignara leer los papeles.

El formulario aterrizó sobre el mostrador.

—No puede modificarla nadie más. Por lo de la protección de datos, ya sabe.

—Pero… —De pronto Annie tuvo la horrible sensación de que estaba a punto de echarse a llorar—. ¡Necesito modificar la dirección para que me envíen su correo a casa! ¡Ella ya no puede ni leerlo! Por eso he venido. ¡Por favor! Solo… solo es eso, cambiar la dirección. No entiendo por qué es tan difícil.

—Lo siento —resopló la recepcionista mientras se limpiaba algo de debajo de la uña.

Annie cogió el formulario.

—Mire, llevo horas metida en este hospital. Me han mandado de una oficina a otra. Historiales. Neurología. Pacientes externos. Recepción. Neurología otra vez. ¡Y, por lo visto, nadie tiene ni la más remota idea de cómo hacer algo tan sencillo como modificar una simple dirección! No he comido. No me he duchado. Y no puedo irme a casa hasta que usted no entre en el ordenador e introduzca un puñado de palabras. Es lo único que tiene que hacer.

La recepcionista seguía sin mirarla a la cara. Clac, clac, clac. Annie sintió bullir en su interior la rabia, el dolor, la frustración.

—¿Quiere hacer el favor de ESCUCHARME?

Se inclinó sobre el mostrador y giró la pantalla del ordenador. Las cejas de la mujer desaparecieron bajo su flequillo ahuecado.

—Señora, voy a tener que llamar a seguridad si no…

—Solo quiero que me mire a la cara cuando le hablo. Necesito que me ayude. Por favor. —Y, de pronto, ya era demasiado tarde. Estaba llorando. Notaba en la boca el creciente sabor de la sal—. Lo siento. Lo siento. Es que… es… De verdad, solo necesito modificar una dirección.

—Mire, señora… —La recepcionista estaba hinchándose por momentos, con la boca abierta, a punto de decirle a Annie adónde podía irse. Pero entonces ocurrió algo extraño. En vez de mandarla a paseo, su rostro se contrajo hasta dibujar una sonrisa—. Hola, Pe.

—Eh, hola. ¿Todo bien por aquí?

Annie se dio la vuelta para ver quién las había interrumpido. En la puerta de la oficina había una mujer alta que lucía todos los colores del arcoíris. Zapatos rojos. Medias lilas. Vestido tan amarillo como los limones sicilianos. Gorro de lana verde. Su bisutería de ámbar despedía un brillo anaranjado y sus ojos eran de un azul intenso. Semejante despliegue cromático debería de­sentonar, pero extrañamente sucedía todo lo contrario. Se inclinó sobre Annie, tocándole el brazo, y esta retrocedió.

—Lo siento, no pretendo colarme. Solo necesito un segundito de nada para pedir cita.

La recepcionista empezó a teclear, esa vez con más brío que antes.

—Para la semana que viene, ¿verdad?

—Gracias, eres un sol. ¡Disculpa si me he colado vilmente! —El arcoíris volvió a sonreír—. ¿Has podido ayudar a esta señorita tan encantadora, Denise?

Hacía mucho tiempo que nadie llamaba «señorita encantadora» a Annie. Se tragó las lágrimas e intentó que su voz sonara firme.

—Pues no. Por lo visto, es complicadísimo hacer un simple cambio en el historial de un paciente. Esta es la cuarta oficina a la que me envían.

—Ah, seguro que Denise puede ayudarte. Guarda todos los secretos del hospital en la punta de esos maravillosos dedos.

La mujer tecleó en el aire. Tenía una gran herida rojiza en el dorso de la mano, cubierta en parte con un apósito.

Denise asintió a regañadientes.

—Está bien. Traiga eso.

Annie le entregó el formulario.

—¿Puede ponerlo a mi nombre, por favor? Annie Hebden.

Denise empezó a teclear y, en cuestión de diez segundos, aquello que Annie llevaba esperando todo el día ya estaba hecho.

—Mmm… Gracias.

—De nada, señora —contestó Denise, y Annie sintió que la mujer le reprochaba que hubiera sido tan borde, la propia Annie lo reconocía, pero es que todo era tan complicado y frustrante…

—Guay. Adiós, guapa. —La mujer arcoíris se despidió con la mano de Denise y luego volvió a apoyarla en el brazo de Annie—. Oye, siento que estés teniendo un mal día.

—Que… ¿qué?

—Se te nota que estás teniendo un día horrible.

Annie no supo qué responder.

—Estoy en un puñetero hospital. ¿Te parece que la gente viene aquí a pasar un buen día?

La mujer volvió la cabeza hacia la sala de espera que tenían detrás. La mitad de las personas llevaban muletas y algunas tenían la cabeza rapada y la cara pálida; había una señora con un camisón de hospital encogida en una silla de ruedas y un montón de niños que trataban de matar el aburrimiento vaciando los bolsos de sus madres mientras estas aporreaban la pantalla del móvil.

—No veo por qué no.

Annie retrocedió, furiosa.

—Gracias por tu ayuda, aunque no tendría que haberla necesitado. Este hospital es un desastre. De todos modos, no tienes ni idea de por qué estoy aquí.

—Es verdad.

—Bueno, pues me voy.

—¿Te gusta la tarta? —preguntó la mujer.

—¿Qué? Claro que me… ¿Cómo?

—Espera un segundo.

Salió corriendo. Annie miró a Denise, que volvía a tener la mirada fija en el teclado. Contó hasta diez, molesta consigo misma por estar allí plantada, sacudió la cabeza y echó a andar por el pasillo, con su paleta de colores verde bilis y azul desesperación. Ruido de camillas, puertas abriéndose y cerrándose, llantos a lo lejos. Un anciano, diminuto, tumbado en una camilla gris. Menos mal que ya había terminado. Necesitaba volver a casa, poner la televisión, esconderse debajo de la colcha…

—¡Espera! ¡Annie Hebden!

Annie se volvió. Aquella mujer tan irritante se dirigía hacia ella corriendo, más bien se deslizaba, con un cupcake cubierto de glaseado de chocolate en la mano.

—Para ti —dijo entre jadeos, y la obligó a cogerlo.

Tenía las uñas pintadas una de cada color. Annie se quedó muda por segunda ve

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