El jardín de las mujeres Verelli

Carla Montero

Fragmento

Se llama calma y me costó muchas tormentas.

Se llama calma y, cuando desaparece, salgo otra vez en su búsqueda.

Se llama calma y me enseña a respirar, a pensar y a repensar.

Se llama calma y, cuando la locura la tienta, se desatan vientos bravos que cuestan dominar.

Se llama calma cuando se aprende bien a amar, cuando el egoísmo da lugar al dar y el inconformismo se desvanece para abrir corazón y alma, entregándose enteros a quien quiera recibir y dar.

Se llama calma cuando la amistad es tan sincera que se caen todas las máscaras y todo se puede contar.

Se llama calma y el mundo la evade, la ignora, inventando guerras que nunca nadie va a ganar.

Se llama calma cuando el silencio se disfruta, cuando los ruidos no son sólo música y locura sino el viento, los pájaros, la buena compañía o el ruido del mar.

Se llama calma y con nada se paga, no hay moneda de ningún color que pueda cubrir su valor cuando se hace realidad.

Se llama calma y me costó muchas tormentas y las transitaría mil veces hasta volverla a encontrar.

Se llama calma. La disfruto, la respeto y no la quiero soltar.

DALÁI LAMA

Barcelona, 1919

Anice detuvo su carrera antes de precipitarse al mar. Jadeaba por el esfuerzo y la angustia. El aire apenas le llegaba a los pulmones. Cayó de rodillas al suelo siempre húmedo del muelle, vencida. Con la barbilla clavada en el pecho, le pareció escuchar una sirena a lo lejos, entre la bruma que acariciaba el mar, pero al levantar la vista comprobó que todo lo que se abría frente a ella era un abismo de agua oscuro y desierto, apenas salpicado de luces difuminadas; el gran faro a lo lejos parpadeaba.

El barco había zarpado. Lo habían perdido. Miró a su alrededor con la ansiedad de un animal acorralado entre el mar y una ciudad desconocida. Se halló rodeada de sombras en mitad de aquel muelle vacío; las de otros barcos, las de los voluminosos contenedores apilados en forma de muro, las de las cajas de madera, las de las bobinas y los cabos enrollados como culebras, las de las altas y espigadas grúas de carga. La marea borboteaba entre los recovecos de la dársena y todo lo demás era silencio.

Habían perdido el barco.

Dos lagrimones recorrieron sus mejillas. Aquello no podía estar sucediendo. Ese barco se lo había llevado todo: el equipaje con sus pocas pertenencias y, lo que era mucho más grave, la oportunidad de volver a empezar. Tuvo tanto miedo que pudo sentirlo en mitad del pecho como una soga que le cortara la respiración. El llanto se volvió incontenible. ¿Qué iban a hacer ahora? ¡No tenían adónde ir! Al otro lado del mar había quedado su hogar, ahora amenazador e infestado de recuerdos terribles, demasiado cerca de donde en ese instante se hallaba como para poder esconderse y olvidar. Demasiado cerca. Su huida se había frustrado. Los encontrarían y entonces...

Senyoreta, es troba bé? Necessita ajuda?

Anice alzó la cabeza. Ni siquiera entendía lo que aquel hombre acababa de preguntarle.

Abbiamo perso la nave —sollozó.

El jardín de las mujeres Verelli

El jardín de las mujeres Verelli

Mi bisabuela tuvo una vez un gran jardín, allá en Italia donde nació. Lo adoraba. Lo había plantado siendo una niña y lo había cuidado con devoción. Para ella, no se trataba sólo de un pedazo de tierra sembrada. El jardín era una prolongación de su ser, parte de su propia esencia, como si ella misma hubiera surgido de una semilla enterrada en sus entrañas.

Sin embargo, mi bisabuela tuvo que emigrar a Barcelona y se vio obligada a abandonar su querido jardín. En esta ciudad, justo en la orilla opuesta del mar Mediterráneo, empezó una nueva vida. Pero nunca volvió a tener un jardín como aquél. No le quedó más opción que conformarse con unas pocas flores y plantas repartidas en tiestos por el reducido balcón de su piso en el centro de la ciudad. Su pequeño jardín, su gran consuelo.

Yo era muy chica cuando murió y apenas la recuerdo. Pero es curioso cómo conservo la viva imagen de ella en el balcón, susurrándole a las plantas, acariciando sus hojas con la punta de los dedos, cantándoles en voz baja canciones en italiano; transportándose con los ojos cerrados muy lejos de allí, a otro lugar que también olía a hierba y a tierra mojada.

Una de las veces que me sorprendió observándola con curiosidad infantil, me llamó, haciéndome una señal con la mano para que me acercara. Yo corrí hacia ella con los pasos cortos de los críos y me senté entre macetas de albahaca, orégano y romero, de capuchinas, pensamientos y siemprevivas. Ella me sonrió. Tomó un pellizco de tierra negra y dibujó con él una espiral sobre mi frente mientras musitaba un nombre que no entendí.

Por entonces no lo sabía y aún tardaría muchos años en averiguarlo, pero mi bisabuela era un hada de la naturaleza y necesitaba vivir en un jardín.

Su historia escondida por fin ha llegado hasta mí. Ahora es mía también. Una historia de mujeres sin hombres, de segundas oportunidades, de sabiduría susurrada a través del tiempo, de un jardín abandonado que renace muchos años después como reflejo de la vida misma. El jardín de las mujeres Verelli.

Bombones de violeta

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos