dor» que casi todos llevamos dentro. O, lo que es lo mismo, continúe la chapuza. Lo que en cambio es seguro es que hasta entonces, si algún extranjero o alguna española vuelve a decirme que no parezco español por algún motivo, la frase me seguirá sonando, lamentablemente y para mi humillación, como el más encendido de los elogios.
Ocultarse el destino
El amor, que siempre tuvo fama de misterioso, empieza a serlo tanto que ya ni siquiera se sabe si es un bien o un mal. No se trata de poner en tela de juicio que sea un bien en sí mismo, como desde tiempo inmemorial les ha parecido a cuantos lo han tenido e incluso perdido, sino más bien de preguntarse si es algo que, de cara a la sociedad (o simplemente de cara a los demás), reporte algún tipo de beneficio: salir en televisión, cocaína, ropas caras o entrar en la Academia, que al parecer han sido las cuatro cosas más codiciadas por el hombre de la ciudad española durante las últimas temporadas.
La relación amorosa —la que, aunque no sepamos muy bien qué entender por tal, podríamos llamar estrictamente amoropara diferenciarla de la que se establece sólo por necesidad, conveniencia, aburrimiento o excitación— parece gozar de un estatuto ambiguo, si se consideran las reacciones más comunes ante la posesión o disfrute de tal relación por parte de otro u otros. A juzgar por lo que opina la mayoría, el amor es algo enormemente deseable y sin lo cual casi «no se puede vivir». Esta opinión, con cuantos matices se quieran, no sólo la sostienen los muy jóvenes, aquellos que todavía no han tenido tiempo de probar el tedio de ver a una persona a diario ni las agonías de dejar de verla, la decepción de verla «con otros la punzada de verla con otro, sino también —y creo no exagerar mucho— cuantos aún no han cumplido los cincuenta y conservan la salud suficiente para emprender trabajos de amor sin pararse demasiado a pensar si a la postre serán perdidos o no. Pero junto a esta creencia más o menos generalizada, la actitud predominante es la de la negación de dicha relación amorosa, sea por escarmiento, pereza, desesperanza o escepticismo incurable. Parece incluso como si la casi totalidad de los individuos, habiendo cada uno experimentado alguna vez las bajas o altas pasiones y sabiendo por tanto de su existencia, se empeñara colectivamente en obrar y conducirse como si no existieran o, en todo caso, como si existieran sólo en el pasado y en la memoria. Hasta el punto de que nadie llega a saber a ciencia cierta si tales cumbres abismales se dan fuera de uno mismo (y eso solamente cuando los vértigos son tan hitchcockianos que uno mismo no tiene más remedio que agachar la cabeza y reconocérselo).
Basta echar un vistazo al círculo de amistades que se tenga más a mano para intuir que tal cosa como el enamoramiento es una entelequia, o al menos que lo es la gioia d’amore los poetas italianos del siglo xiii juzgaban único objeto digno de su actividad poética. Nadie dice estar enamorado, o si tiene la osadía de decirlo es para tranquilizar inmediatamente a quienes le escuchan, añadiendo a continuación una sarta de lamentaciones o improperios y dando paso a la narración de padecimientos y desgracias sin fin debidos a su inmenso amor mal correspondido, a la bárbara y furibunda —ninfómana o priápica— infidelidad de su pareja o al crudelísimo y sañudo abandono sufrido recientemente. Pero lo normal es que nadie —ni los más traspasados— lo diga, como si hacerlo supusiera no sólo el mayor de los impudores, sino la abierta confesión de una debilidad extrema, el reconocimiento de un vicio insólito y poco prestigioso, la abdicación de la propia virilidad o el empecinamiento malsano en la femineidad más abyecta y tradicional. En realidad, hacerlo equivale a instalarse en una suerte de marginación poco dorada y vista con malos ojos.
Esto no quiere decir en modo alguno que la pareja como institución se haya visto relegada a la condición de telaraña o haya sufrido el implacable destino que aguarda mefistofélicamente a toda moda. Al contrario, no sólo vuelve con impredecibles ímpetus la monogamia (y con ella la infidelidad clandestina o voluntariamente ignorada: la «vista gorda»), sino que las parejas parecen de nuevo dispuestas a aguantar con no excesiva mala cara lo que en los últimos veinte años no se habrían permitido soñar ni en la peor de las pesadillas. Al intolerante y un tanto bocazas por ahí no paso de los años cincuenta, al artificial y esclavizador todo vale y nada importa los sesenta, al drástico, impaciente y más bien moralista cosa no marcha, adiós y a otra de los setenta, parece haberlos sustituido una actitud esforzada, paciente, comprensiva, resignada e incluso estoica que permite a los cónyuges (así como novios, compañeros, objetos de deseo, vidas mías y demás modalidades de emparejados) más desavenidos y despiadados, más faltos de escrúpulos y zarandeados, más rencorosos y brutalizados, mantenerse unidos a los ojos del mundo y en parte a los suyos propios. Pero, curiosamente, siempre y cuando el amor o cosa que se le asemeje no haga acto de presencia pública en absoluto. Todo ese encomiable sufrimiento de vejaciones, insultos, hastío, dolor de estómago, patadas en la boca y torturas del doctor Mengele deberá justificarse por cualquier motivo excepto el enamoramiento irrenunciable y a ultranza de la persona que los inflige, causa o propina. Valdrá cualquier pretexto, que será admitido sin un pestañeo: los niños, la costumbre, el dinero, la comodidad, el miedo a la soledad, el miedo al daño, la pereza de lo nuevo («¡Imagínate, tener que volver a contar mi vida desde el principio! ¡Tener que volver a decir cuáles son mis gustos, uno a uno!»). Pero nadie dirá que sigue en un purgatorio o en un infierno porque está irremisiblemente enamorado del dueño del estable
Quizá lo que sucede —y tal vez no ha dejado de suceder nunca— es que el amor ajeno no se soporta, al tiempo que, por eso mismo —es decir, por esa cada vez mayor conciencia que van teniendo los súbditos de este país de ser contemplados, de estar destinados a ser finalmente carne de espectáculo, por privado o local que sea—, el propio no resulta fácil verlo como bienaventuranza en estado puro. Pero esto último no resulta fácil no tanto por los sinsabores que más adelante es casi seguro que acarreará ese amor cuanto por los escasos beneficios tangibles e inmediatos que trae. ¿Salir en televisión? Sólo si ya se goza de popularidad previa o hay un crimen de por medio. ¿Cocaína, ropas caras? Sólo si el elegido del coracamello o una peletera de fama. ¿Entrar en la Academia? Sólo si la novia es duquesa de Alba.
Y en cambio, ¿qué otra cosa sino el vacío puede hacerle a un enamorado gioioso una sociedad que silencia deliberadamente y niega tácitamente la existencia del amor? ¿Cómo puede ver o tratar a un enamorado confeso el individuo escaldado que abjura de cuanto no sea la aventura esporádica one-night stands ingleses? ¿Cómo pueden verlo el marido o la mujer llenos de cariño mutuo pero tan hartos de verse a sí mismos en un solo decorado que la mera mención de la pasión los dejará tan perplejos como el nombre de Madame Panckoucke? ¿Cómo el obrero que oscila entre su ya primitivo modelo de establecer una familia o una prole y el siempre desencantado y variable modelo burgués al que él siempre llega tarde? ¿Cómo el político verdaderamente activo que no tiene tiempo más que para cuidar su carrera (y téngase en cuenta que los únicos políticos activos son los que aún no lo son, es decir, los economistas, los periodistas, los juristas, los psicólogos y unos cuantos escritores)? ¿Cómo el joven que tiene demasiada prisa o demasiado miedo para hacer proyectos, considerando que todo enamoramiento auténtico no puede verse sino como proyecto, aunque sea a corto plazo: es más, considerando que enamorarse de alguien consiste precisamente en que ese alguien sea nuestro proyecto?
Al enamorado gioioso (y por extensión a todo enamorado confeso) se lo castiga, se lo aísla, se lo trata casi como a un apestado. El argumento parece ser del tipo: «Ya tiene bastante con eso, no vamos a permitirle más». Y se lo condena a nada más de su amor, lo cual entraña escalofriantes riesgos. Nadie quiere, por tanto, ser descubierto, y todos se aplican a disimular. Pero, ¿qué suerte de apestado es el que, en el caso de ser descubierto, prefiere el ostracismo a curarse de su enfermedad? ¿Qué deleites proporciona ese mal para que una sociedad que cada vez acepta menos lo que no sea masivo y público (y el amor, desde luego, no es aún ninguna de las dos cosas) desee en secreto contagiarse individualmente y al mismo tiempo tome represalias contra todo el que lo consiga? Ya que beneficios tangibles no puede traer, ¿qué ofrece el amor para que, siendo un mal a los ojos de la sociedad, ésta lo codicie y envidie como si fuera un bien? ¿Placeres sexuales inimaginables? Puede ser, ya que se supone que entre enamorados no hay reservas, pero no basta como explicación. ¿Compañía incondicional, destierro de la soledad, la vanidad halagada? Sin duda, pero los gatos, la televisión y los psiquiatras son ya muy buenos sucedáneos, respectivamente. ¿Diversión incomparable, emociones sin fin, indecibles tormentos e inefables alegrías, sorpresa y diversidad? Cierto, pero tal enumeración también sirve para anunciar el último producto de Lucas Films. No cabe sino pensar que quizá la clave esté en algo mucho más grave, más sustancioso, más envidiable y más difícil de conseguir que todo eso. Algo que tal vez es cierto que sólo el amor o el enamoramiento dan, y que bien pudiera ser lo que Rilke supo ver y lamentó en su famoso verso: «Ay, los amantes no hacen más que ocultarse mutuamente su destino». Porque, bien mirado, ¿qué más se puede pedir?
De la actual dificultad de insultar
A Julia Altares, que la padece
En una ciudad tan tradicionalmente pendenciera y malhablada como Madrid, todavía no es infrecuente asistir al espectáculo de dos o más personas que tratan de ofenderse mutuamente y de la manera más grave posible. Hay, además, gremios que parecen proclives a las reyertas, aunque lo más probable es que se deba tan sólo a su continuo contacto con la población: así, los taxistas, los camareros y las putas (quizá los gremios más expuestos) se ven a menudo enzarzados en violentas contiendas verbales, que sin embargo —y sin duda por el hábito, que da maestría en el arte de medir— suelen ser de corta duración: no más de tres o cuatro insultos intercambiados, el último casi mascullado y brindado más a los ocasionales testigos que al destinatario. Todo más parecido a un asalto codificado de esgrima que a una riña descontrolada con nava
Hace sesenta años justos, en 1927, Robert Graves publicó un pequeño volumen titulado Lars Porsena, or the Future of Swearing and Improper Language (Lars Porsena, o el futuro de los tacos y el lenguaje indecoroso). Ya entonces, el famoso
Yo, Claudio no le auguraba un gran porvenir al objeto de su ensayo, y en su nota de introducción a la segunda edición, de 1972, confirmó su veredicto: «Los tacos han dejado de existir prácticamente en Inglaterra, con la excepción de pacomo bloody y fucking, que aún se utilizan normalmente como intensivos». (En inglés hacen más o menos las veces de nuestros adjetivos jodido y puto.) «Esto se debe a que la era de permisividad sexual iniciada por la píldora hace que la pornografía ya no sea legalmente punible ni moralmente escandalosa, y a que la casi total decadencia de la fe religiosa ha privado de todo su impacto a la simple blasfemia.» Algo parecido podría decirse de la España actual, y con más razón, ya que es un país socialmente más liberal que la Inglaterra de 1972 y que la de hoy.
Este debilitamiento del lenguaje ofensivo no sería particularmente grave si nuestro país (o al menos mi ciudad natal, Madrid) hubiera atenuado asimismo su necesidad de recurrir al insulto. Pero no parece ser así, y —ateniéndome a mi propia y limitada experiencia viajera— en los últimos años no he vivido en ciudad del mundo en la que se escuche ni una décima parte de los duelos verbales que se oyen en la de Madrid. El español es todavía (?) colérico y digno, altanero y camorrista, displicente y valentón, y le gusta mucho decir la última palabra (lo cual suele equivaler al último insulto). Ta