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Llovía sobre Roma cuando el taxi se detuvo en la plaza de San Pedro. Eran las diez de la mañana.
El hombre pagó la carrera y sin esperar el cambio, apretando bajo el brazo un periódico, se acercó con paso muy vivo hasta el primer control en el que rutinariamente se comprobaba si los visitantes entraban en la basílica correctamente vestidos. Nada de pantalones cortos, minifaldas, tops o bermudas.
Ya en el interior del templo, el hombre ni siquiera se detuvo ante la Piedad de Miguel Ángel, la única obra de arte que entre las muchas que atesora el Vaticano lograba conmoverle. Dudó unos segundos hasta orientarse y después se dirigió hacia los confesionarios, donde a esa hora sacerdotes de distintos países escuchaban en su lengua materna a fieles llegados de todas partes del mundo.
De pie, apoyado en una columna, aguardó impaciente a que otro hombre acabara su confesión. Cuando le vio levantarse, se dirigió hacia el confesionario. Un letrero informaba de que aquel sacerdote ejercía su ministerio en italiano.
El sacerdote esbozó una sonrisa al contemplar la figura enjuta de aquel hombre enfundado en un traje de buen corte; tenía el cabello blanco cuidadosamente peinado hacia atrás y el ademán impaciente de quien está acostumbrado a mandar.
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—Padre, me acuso de que voy a matar a un hombre. ¡Que Dios me perdone!
Tras decir estas palabras, el anciano se incorporó y, ante los ojos atónitos del sacerdote, se perdió veloz entre el enjambre de turistas que abarrotaban la basílica. Junto al confesionario, tirado en el suelo, dejó un periódico arrugado. El religioso tardó unos minutos en recuperarse. Otro hombre se había arrodillado y le preguntaba impaciente:
—Padre, padre…, ¿se encuentra bien?
—Sí, sí… no, no… perdone…
Salió del confesionario y recogió el periódico. Recorrió con la mirada la página en la que estaba abierto: concierto de Rostropovich en Milán; éxito de taquilla de una película sobre dinosaurios; congreso en Roma de arqueología con la participación de reputados profesores y arqueólogos: Clonay, Miller, Smidt, Arzaga, Polonoski, Tannenberg, apareciendo este último nombre rodeado por un círculo rojo…
Dobló el periódico y, con la mirada perdida, abandonó el lugar, dejando con la palabra en la boca a aquel hombre que seguía de rodillas esperando para confesar sus pecados y penas.
* * *
—Quiero hablar con la señora Barreda.
—¿De parte de quién?
—Soy el doctor Cipriani.
—Un momento, doctor.
El anciano se pasó una mano por el cabello y sintió un ataque de claustrofobia. Respiró hondo intentando tranquilizarse, mientras dejaba vagar la mirada por aquellos objetos que le habían acompañado en los últimos cuarenta años. Su despacho olía a cuero y a tabaco de pipa. Sobre su mesa reposaba un marco con dos fotos, la de sus padres y la de sus tres hijos. Había colocado la de sus nietos sobre la repisa de la chimenea. Al fondo, un sofá y un par de sillones de oreja, una lámpara de pie con tulipa color crema; los estantes de caoba que recubrían las paredes y albergaban miles de libros, las alfombras persas… aquél era su despacho, estaba en su casa, tenía que tranquilizarse.
—¡Carlo!
—Mercedes, ¡le hemos encontrado!
—Carlo, ¿qué dices?…
La voz de la mujer delataba mucha tensión. Parecía desear y temer, con igual intensidad, la explicación que estaba a punto de escuchar.
—Entra en internet, busca en la prensa italiana, en cualquier periódico, en las páginas de cultura, ahí está.
—¿Estás seguro?
—Sí, Mercedes, estoy seguro.
—¿Por qué en las páginas de cultura?
—¿No recuerdas lo que se decía en el campo?
—Sí, claro, sí… Entonces él… Lo haremos. Dime que no te vas a echar atrás.
—No, no lo haré. Tú tampoco, ellos tampoco, les voy a llamar ahora. Tenemos que vernos.
—¿Queréis venir a Barcelona? Tengo sitio para todos…
—Da lo mismo dónde. Luego te llamo, ahora quiero hablar con Hans y con Bruno.
—Carlo, ¿de verdad es él? ¿Estás seguro? Debemos comprobarlo. Ponle bajo vigilancia, no puede volver a perderse, no importa lo que cueste. Si quieres te mando ahora mismo una transferencia, contrata a los mejores, que no se pierda…
—Ya lo he hecho. No le perderemos, descuida. Te volveré a llamar.
—Carlo, me voy al aeropuerto, cojo el primer avión que salga para Roma, no me puedo quedar aquí…
—Mercedes, no te muevas hasta que te llame, no podemos cometer errores. No escapará, confía en mí.
Colgó el teléfono sintiendo la misma angustia que había notado en la mujer. Conociéndola, no descartaba que en dos horas le llamara desde Fiumicino. Mercedes era incapaz de quedarse quieta y esperar, y en aquel momento menos que nunca.
Marcó un número de teléfono de Bonn y esperó impaciente a que alguien respondiera.
—¿Quién es?
—¿El profesor Hausser, por favor?
—¿Quién le llama?
—Carlo Cipriani.
—¡Soy Berta! ¿Qué tal está usted?
—¡Ah, querida Berta, qué alegría escucharte! ¿Cómo están tu marido y tus hijos?
—Muy bien, gracias, con ganas de volver a verle, no se olvidan de las vacaciones que pasamos hace tres años en su casa de la Toscana, nunca se lo agradeceré bastante, nos invitó en un momento en que Rudolf estaba al borde del agotamiento y…
—Vamos, vamos, no me des las gracias. Estoy deseando volver a veros, estáis siempre invitados. Berta, ¿está tu padre?
La mujer percibió el apremio en la voz del amigo de su padre e interrumpió la charla no sin cierta preocupación.
—Sí, ahora se pone. ¿Está usted bien? ¿Pasa algo?
—No, querida, nada, sólo quería charlar un rato con él.
—Sí, ahora se pone. Hasta pronto, Carlo.
—¡Ciao, preciosa!
No pasaron más que unos breves segundos antes de que la voz fuerte y rotunda del profesor Hausser le llegara a través de la línea telefónica.
—Carlo…
—Hans, ¡está vivo!
Los dos hombres se quedaron en silencio, cada uno escuchando la respiración cargada de tensión del otro.
—¿Dónde está?
—Aquí, en Roma. Le he encontrado por casualidad, hojeando un periódico. Sé que no te gusta internet, pero entra y busca cualquier periódico italiano, en las páginas de cultura, allí le encontrarás. He contratado a una agencia de detectives para que le vigilen las veinticuatro horas y le sigan vaya a donde vaya si deja Roma. Nos tenemos que ver. Ya he hablado con Mercedes, ahora llamaré a Bruno.
—Iré a Roma.
—No sé si es buena idea que nos veamos aquí.
—¿Por qué no? Él está ahí y tenemos que hacerlo. Vamos a hacerlo.
—Sí. No hay nada en el mundo que pueda impedírnoslo.
—¿Lo haremos nosotros?
—Si no encontramos a alguien sí. Yo mismo. He pensado en ello durante toda mi vida, en cómo sería, qué sentiría… Estoy en paz con mi conciencia.
—Eso, amigo mío, lo sabremos cuando haya acabado todo. Que Dios nos perdone, o que al menos nos comprenda.
—Espera, me llaman por el móvil… es Bruno. Cuelga, te volveré a llamar.
—¡Carlo!
—Bruno, te iba a llamar ahora…
—Me ha llamado Mercedes…, ¿es verdad?
—Sí.
—Salgo inmediatamente de Viena para Roma, ¿dónde nos vemos?
—Bruno, espera…
—No, no voy a esperar. Lo he hecho durante más de sesenta años y si él ha aparecido no voy a esperar ni un minuto más. Quiero participar, Carlo, quiero hacerlo…
—Lo haremos. De acuerdo, venid a Roma. Llamaré otra vez a Mercedes y a Hans.
—Mercedes se ha ido ya al aeropuerto, y mi avión sale de Viena dentro de una hora. Avisa a Hans.
—Os espero en casa.
Era mediodía. Pensó que aún le quedaba tiempo para pasar por la clínica y pedir a su secretaria que le anulara todas las citas de los próximos días. A la mayoría de sus pacientes ya les atendía su hijo mayor, Antonino, pero algunos viejos amigos insistían en que fuera él quien dijera la última palabra sobre su estado de salud. No se quejaba, porque eso le mantenía activo y le obligaba a seguir estudiando todos los días la misteriosa maquinaria del cuerpo humano. Aunque él sabía que lo que de verdad le mantenía vivo era el doloroso deseo de saldar una cuenta. Se había dicho a sí mismo que no podía morir hasta hacerlo, y esa mañana en el Vaticano, mientras se dirigía al confesionario, le iba dando gracias a Dios por haberle permitido vivir hasta aquel día.
Sintió un dolor agudo en el pecho. No, no era el aviso de un infarto: era angustia, sólo angustia y rabia contra ese Dios en el que no creía pero al que rezaba e increpaba, seguro de que no le oía. Se puso de peor humor al encontrarse de nuevo pensando en Dios. ¿Qué tenía él que ver con Dios? Nunca se había ocupado de él. Nunca. Le había abandonado cuando más le necesitaba, cuando creía inocentemente que bastaba con tener fe para salvarse, escapar del horror. ¡Qué estúpido había sido! Seguramente ahora pensaba en Dios porque a los setenta y cinco años uno sabe que está más cerca de la muerte que de la vida y en el centro del alma, ante el viaje inevitable hacia la eternidad, se encienden las alarmas del miedo.
Pagó el taxi, y esta vez sí que recogió el cambio. La clínica, situada en Parioli, un barrio tranquilo y elegante de Roma, era un edificio de cuatro pisos en el que trabajaban una veintena de especialistas, además de otros diez facultativos de medicina general. Era su obra, fruto de la voluntad y el esfuerzo. Su padre se habría sentido orgulloso de él, y su madre… notó que se le humedecían los ojos. Su madre le habría abrazado con fuerza, susurrándole que no había nada que él no pudiera alcanzar, que la voluntad lo puede todo, que…
—Buenos días, doctor.
La voz del portero de la clínica le devolvió a la realidad. Entró con paso firme, erguido, y se encaminó hacia su despacho, situado en la primera planta. Fue saludando a otros médicos y estrechando la mano de algún paciente que le paraba al reconocerlo. Sonrió al verla. Al fondo del pasillo se dibujaba la silueta esbelta de su hija. Lara escuchaba pacientemente a una mujer temblorosa que agarraba con fuerza la mano de una adolescente. Hizo un gesto de cariño a la jovencita y se despidió de la mujer. No le había visto y él no hizo nada para hacerse notar; más tarde se pasaría por su consulta.
Entró en la antesala de su despacho. Maria, su secretaria, levantó los ojos del ordenador.
—Doctor, ¡qué tarde viene hoy! Tiene un montón de llamadas pendientes, y además está a punto de llegar el señor Bersini; ya han terminado de hacerle todas las pruebas y, aunque le han dicho que tiene una salud de hierro, insiste en que le vea usted y…
—Maria, veré al señor Bersini en cuanto él llegue, pero después anule todas las citas. Durante unos días puede que no aparezca por la consulta; vienen de fuera viejos amigos y he de atenderles…
—Muy bien, doctor. ¿Hasta cuándo no debo de apuntarle nuevas citas?
—No lo sé, ya se lo diré; puede que una semana, como mucho dos… ¿Está mi hijo?
—Sí, y su hija también.
—Sí, ya la he visto. Maria, estoy esperando una llamada del presidente de Investigaciones y Seguros. Pásemela aunque esté con el señor Bersini, ¿entendido?
—Entendido, doctor, así lo haré. ¿Quiere que le ponga con su hijo?
—No, no, déjele, debe de estar en el quirófano; ya le llamaremos después.
Encontró los periódicos perfectamente ordenados encima de la mesa del despacho. Cogió uno de ellos y buscó en las páginas del final. El titular rezaba: «Roma: capital de la arqueología mundial». La noticia daba cuenta de un congreso sobre los orígenes de la humanidad auspiciado por la Unesco. Y allí, en la lista de asistentes, estaba el apellido del hombre al que llevaban más de medio siglo buscando.
¿Cómo era posible que de repente estuviera allí, en Roma? ¿Dónde había estado? ¿Acaso nadie tenía memoria? Le costaba entender que aquel hombre pudiera participar en un congreso mundial promovido por la Unesco.
Recibió a su antiguo paciente Sandro Bersini e hizo un esfuerzo indecible para escuchar sus achaques. Le aseguró que tenía una salud de hierro, lo que además era verdad, pero por primera vez en su vida no tuvo reparos en no mostrarse solícito y le invitó amablemente a marcharse con la excusa de que tenía otros pacientes esperándole.
El timbre del teléfono le sobresaltó. Instintivamente supo que la llamada era de Investigaciones y Seguros.
El presidente de la agencia le explicó escuetamente el resultado de aquellas primeras horas de investigación. Tenía a seis de sus mejores hombres dentro de la sede del congreso.
La información que le transmitió sorprendió a Carlo Cipriani. Tenía que haber algún error, salvo que…
¡Claro! El hombre al que buscaban era mayor que ellos, y habría tenido hijos, nietos…
Sintió una punzada de decepción y de rabia; se sentía burlado. Había llegado a creer que aquel monstruo había aparecido de nuevo y ahora se encontraba con que no era él. Pero algo en su interior le decía que estaban cerca, más de lo que habían estado nunca. De manera que pidió al presidente de Investigaciones y Seguros que no dejaran la vigilancia, daba lo mismo hasta dónde tuvieran que llegar y cuánto costara.
—Papá…
Antonino había entrado en el despacho sin que él se hubiera dado cuenta. Hizo un esfuerzo por recomponer el gesto porque sabía que su hijo le observaba preocupado.
—¿Qué tal va todo, hijo?
—Bien, como siempre. ¿En qué pensabas? Ni te has dado cuenta de que he entrado.
—Sigues con la misma mala costumbre que tenías de niño: no llamas a la puerta.
—¡Vamos, papá, no lo pagues conmigo!
—¿Qué estoy pagando contigo?
—Lo que sea que te contraría… Te conozco y sé que hoy no te han salido las cosas como esperabas. ¿Qué ha sido?
—Te equivocas. Todo va bien. ¡Ah! Puede que durante unos días no venga a la clínica; ya sé que no hago falta, pero es para que lo sepas.
—¿Cómo que no haces falta? ¡Uy, cómo estás hoy! ¿Se puede saber por qué no vas a venir? ¿Vas a algún sitio?
—Viene Mercedes, y también Hans y Bruno.
Antonino torció el gesto. Sabía lo importantes que eran los amigos para su padre, aunque éstos le inquietaban. Parecían unos viejos inofensivos, pero no lo eran. Al menos a él siempre le habían infundido un sentimiento de temor.
—Deberías casarte con Mercedes —bromeó.
—¡No digas tonterías!
—Mamá murió hace quince años y con Mercedes pareces estar a gusto, ella también está sola.
—Basta, Antonino. Me voy, hijo…
—¿Has visto a Lara?
—Pasaré a verla antes de irme.
* * *
A sus sesenta y cinco años, Mercedes Barreda aún conservaba mucho de la belleza que había sido. Alta, delgada, morena, de porte elegante y ademanes rotundos, imponía a los hombres. Quizá por eso no se había casado nunca. Se decía a sí misma que jamás había encontrado un hombre a su medida.
Era propietaria de una constructora. Había hecho fortuna trabajando sin descanso y sin quejarse jamás. Sus empleados la consideraban una persona dura pero justa. Nunca había dejado a un obrero en la estacada. Pagaba lo que tenía que pagar, les tenía a todos asegurados, se preocupaba de respetar escrupulosamente sus derechos. La fama de dura seguramente le venía porque nadie la había visto reír, ni siquiera sonreír, pero tampoco la habían podido acusar nunca de tener un gesto autoritario ni de haber dicho una palabra más alta que otra. Sin embargo, había algo en ella que imponía a los demás.
Vestida con un traje de chaqueta color beis, y como única joya unos pendientes de perlas, Mercedes Barreda atravesaba con paso veloz los pasillos interminables de Fiumicino, el aeropuerto de Roma. Una voz anunciaba la llegada del vuelo de Viena en el que viajaba Bruno, de manera que podían ir juntos a casa de Carlo. Hans había llegado hacía una hora.
Mercedes y Bruno se fundieron en un abrazo. Hacía más de un año que no se veían, aunque hablaban por teléfono con frecuencia y se escribían por internet.
—¿Y tus hijos? —preguntó Mercedes.
—Sara ya es abuela. Mi nieta Elena ha tenido un niño.
—O sea, que eres bisabuelo. Bueno, no estás mal para ser un vejestorio. ¿Y tu hijo David?
—Un solterón empedernido, como tú.
—¿Y tu mujer?
—He dejado a Deborah protestando. Llevamos cincuenta años peleándonos por lo mismo. Ella quiere que olvide; no comprende que eso no podremos hacerlo jamás. No quería que viniera. Sabes, aunque no quiere reconocerlo tiene miedo, mucho miedo.
Mercedes asintió. No culpaba a Deborah por sus temores, tampoco el que quisiera retener a su marido. Sentía simpatía por la esposa de Bruno. Era una buena mujer, amable y silenciosa, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Deborah en cambio no la correspondía con el mismo afecto. Cuando en alguna ocasión había visitado a Bruno en Viena, Deborah la había recibido como una buena anfitriona pero no podía ocultar el temor que le inspiraba «la Catalana», como sabía que la llamaba.
En realidad era francesa. Su padre había huido de Barcelona cuando estaba a punto de terminar la Guerra Civil española. Era anarquista, un hombre bueno y cariñoso. En Francia, como tantos otros españoles, cuando los nazis entraron en París se incorporó a la Resistencia; en ella conoció a la madre de Mercedes, que hacía de correo, y se enamoraron; su hija nació en el peor momento y en el peor lugar.
Bruno Müller acababa de cumplir setenta años. Tenía el cabello blanco como la nieve y la mirada azul. Cojeaba, por lo que se ayudaba de un bastón con el mango de plata. Había nacido en Viena. Era músico, un pianista extraordinario, como también lo había sido su padre. La suya era una familia que vivía por y para la música. Cuando cerraba los ojos, veía a su madre sonriendo mientras tocaba el piano a cuatro manos con su hermana mayor. Hacía tres años que se había retirado; hasta entonces Bruno Müller había sido considerado uno de los mejores pianistas del mundo. También su hijo David se había entregado en cuerpo y alma a la música; su vida era el violín, aquel delicado Guarneri del que jamás se separaba.
Media hora antes Hans Hausser había llegado a casa de Carlo Cipriani. A sus sesenta y siete años el profesor Hausser aún imponía por su altura. Medía más de uno noventa, y su extrema delgadez le hacía parecer un hombre frágil. No lo era.
En los últimos cuarenta años había estado dando clases de Física en la Universidad de Bonn, teorizando sobre los misterios de la materia, escudriñando los secretos del Universo.
Como Carlo, también él era viudo, y se dejaba cuidar por su única hija, Berta.
Los dos amigos degustaban una taza de café cuando el ama de llaves introdujo a Mercedes y Bruno en el despacho del doctor. No perdieron el tiempo en formalidades. Se habían reunido para matar a un hombre.
—Bien, os contaré cómo están las cosas —comenzó Carlo Cipriani—. Esta mañana me encontré en el periódico con el apellido Tannenberg. Antes de llamaros, para no perder tiempo, llamé a Investigaciones y Seguros. En el pasado también les encargué que buscaran el rastro de Tannenberg, no sé si os acordáis… Bien, el presidente, que ha sido paciente mío, me llamó hace unas horas para decirme que efectivamente hay un Tannenberg en el congreso de arqueólogos que se está celebrando en Roma, en el Palazzo Brancaccio. Pero no es nuestro hombre; se trata de una mujer que se llama Clara Tannenberg de nacionalidad iraquí. Tiene treinta y cinco años y está casada con un iraquí, un hombre bien relacionado con el régimen de Sadam Husein. Es arqueóloga. Ha estudiado en El Cairo y en Estados Unidos y, a pesar de su juventud, seguramente gracias a la influencia de su marido, que también es arqueólogo, dirige una de las pocas excavaciones que aún subsisten en Irak. El marido estudió en Francia e hizo el doctorado en Estados Unidos, donde vivió una larga temporada; allí se conocieron y se casaron antes de que los norteamericanos decidieran convertir a Sadam en el demonio. Éste es su primer viaje a Europa.
—¿Tiene algo que ver con él? —preguntó Mercedes.
—¿Con Tannenberg? —respondió Carlo—. Es una posibilidad, podría ser su hija. Y si es así espero que a través de ella lleguemos hasta él. Como vosotros, no creo que esté muerto, por más que en aquel cementerio hubiera una lápida con su nombre y el de sus padres.
—No, no está muerto —afirmó Mercedes—, yo sé que no está muerto. He sentido durante todos estos años que el monstruo vivía. Como dice Carlo, podría ser su hija.
—O su nieta —terció Hans—. Él debe de estar cerca de los noventa años.
—Carlo, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Bruno.
—Seguirla no importa donde vaya. Investigaciones y Seguros puede desplazar a algunos hombres a Irak, aunque nos costará una pequeña fortuna. Pero tengamos claro que si al final ese loco de George Bush invade Irak, tendremos que buscarnos otra compañía.
—¿Por qué? —El tono de Mercedes reflejaba impaciencia.
—Pues porque para ir a un país en guerra se necesita un tipo de hombres que sean algo más que investigadores privados.
—Tienes razón —convino Hans—. Además, tenemos que tomar una decisión. ¿Qué pasa si le encuentran, si realmente esta Clara Tannenberg tiene algo que ver con él? Yo os lo diré: necesitamos a un profesional… alguien a quien no le importe matar. Si él vive aún, debe morir, y si no…
—Y si no que mueran sus hijos, sus nietos, cualquiera que lleve su sangre.
La voz de Mercedes sonó repleta de rabia. No estaba dispuesta a ceder al más leve sentimiento de piedad.
—Estoy de acuerdo —asintió Hans—, ¿y tú, Bruno?
El concertista de piano más admirado del último tercio del siglo XX no dudó en responder con otro sí.
—Bien. ¿Sabemos de alguna compañía de esas que cuentan con mercenarios para este tipo de encargos? —preguntó Mercedes dirigiéndose a Carlo.
—Mañana me darán dos o tres nombres. Mi amigo, el presidente de Investigaciones y Seguros, asegura que hay un par de compañías británicas que contratan a ex miembros del SAS, y a otros hombres de fuerzas especiales de ejércitos de medio mundo. También hay una compañía norteamericana, una multinacional de seguridad, bueno lo de la seguridad es un eufemismo. Disponen de soldados privados para enviar a cualquier lugar y luchar por cualquier causa bien remunerada, creo que se llama Global Group. Mañana decidiremos.
—Bien, pero ¿tenemos todos claro que los Tannenberg deben morir, no importa que sean mujeres, incluso niños…?
—volvió a inquirir Hans.
—No insistas —terció Mercedes—, llevamos toda la vida preparándonos para este momento. No me importaría matarlos personalmente.
La creyeron. Ellos también sentían el mismo odio. Un odio que había crecido con una violencia irrefrenable cuando los cuatro vivían en el infierno.
* * *
—Tiene la palabra la señora Tannenberg.
El director de la ponencia sobre la «Cultura en Mesopotamia» dejó libre el estrado a la mujer menuda y decidida que, apretando unos cuantos folios contra su pecho, se dispuso a tomar la palabra.
Clara Tannenberg estaba nerviosa. Sabía cuánto se jugaba en aquel momento. Con los ojos buscó entre el público a su marido, que le sonreía para darle ánimos.
Durante unos instantes se desconcentró pensando en lo guapo que era Ahmed. Alto, delgado, con el cabello negro como la noche y los ojos de un negro más intenso aún. Era mayor que ella, le llevaba quince años, pero compartían una misma pasión: la arqueología.
—Señoras y señores, hoy es un día muy especial para mí. He venido a Roma a pedirles ayuda, a suplicarles que alcen la voz para evitar la catástrofe que se puede cernir sobre Irak.
Un rumor se extendió por la sala. Los allí presentes no estaban dispuestos a escuchar un mitin de una arqueóloga desconocida cuyo principal mérito parecía ser el estar casada con un miembro del clan de Husein que casualmente era el director del departamento de Excavaciones. En el rostro de Ralph Barry, director de la ponencia sobre Mesopotamia, se dibujó un gesto de fastidio. Sus temores parecían confirmarse; sabía que la presencia de Clara Tannenberg y de su marido Ahmed Huseini traería problemas. Había intentado impedirlo por todos los medios, que eran muchos habida cuenta que trabajaba para un hombre poderoso, el presidente ejecutivo de la fundación Mundo Antiguo, que corría con buena parte de los gastos del congreso. En Estados Unidos nadie que se dedicara a la arqueología llevaba la contraria a su jefe, Robert Brown. Pero se hallaban en Roma, donde su influencia era más limitada.
Robert Brown era un gurú del mundo del arte. Había surtido de objetos únicos a museos de todo el mundo. La colección de tablillas mesopotámicas, que exponía en varias salas de la fundación, estaba considerada como la mejor del mundo.
Brown había hecho del arte su vida y su gran negocio. Una noche a finales de los años cincuenta, cuando contaba con apenas treinta años e intentaba abrirse camino como marchante en Nueva York, conoció a alguien en una fiesta en casa de un pintor de vanguardia donde había gente de todas clases. A la mañana siguiente, aquel hombre le hizo una proposición que le cambió la vida, pues reorientó su profesión y le ayudó a poner en marcha un negocio más lucrativo: convencer a importantes compañías multinacionales de que aportaran fondos a una fundación privada para financiar excavaciones e investigaciones en todo el mundo. De esa manera las multinacionales lograban un doble objetivo: desgravaban impuestos y adquirían cierta respetabilidad ante los siempre recelosos ciudadanos. Guiado por su Mentor, un hombre tan rico como poderoso e influyente en Washington, puso en marcha la fundación Mundo Antiguo. Se constituyó un patronato del que formaban parte banqueros y hombres de negocios, que a la postre eran los que ponían el dinero; se reunía un par de veces al año con ellos, primero para que aprobaran el presupuesto y después para rendir cuentas del mismo. Precisamente a finales de ese mes de septiembre tenían una reunión. Robert Brown hizo de Ralph Barry su mano derecha. Barry tenía lustre en el mundo académico. Era un reputado profesor. En cuanto a su Mentor, George Wagner, el hombre que le había situado en la cumbre, le guardaba una fidelidad perruna y ocultaba celosamente el secreto de su nombre; durante todos estos años había ejecutado sus órdenes sin rechistar, había hecho lo que jamás pensó que haría, era una marioneta en sus manos. Pero se sentía feliz de serlo.
Todo cuanto era, todo lo que tenía, se lo debía.
Brown había dado instrucciones precisas a Ralph Barry, director del departamento de Mesopotamia de la fundación Mundo Antiguo y ex profesor de Harvard: debía impedir que Clara Tannenberg y su marido participaran en el congreso y, de no poder hacerlo, al menos tenía que evitar que hablara.
A Barry le habían extrañado las instrucciones de Brown porque sabía que su jefe conocía a la pareja, pero ni por un momento se le pasó por la cabeza desobedecer sus órdenes.
Clara era consciente de la animadversión del auditorio. Enrojeció de rabia. El «tío» Robert pagaba aquel congreso, y ella entraba en el paquete. Tragó saliva antes de continuar.
—Señores, no vengo a hablar de política sino de arte. Vengo a pedir que salvemos el legado artístico de Mesopotamia. Allí comenzó la historia de la humanidad y, si hay guerra, puede desaparecer. También vengo a pedirles otro tipo de ayuda. No se trata de dinero.
Nadie le rió el chiste, y Clara se sintió peor, pero estaba decidida a continuar por más que sintiera en la piel la intensa irritación del auditorio.
—Hace muchos años, más de medio siglo, mi abuelo, que formaba parte de una misión arqueológica cerca de Jaran, encontró un pozo recubierto con restos de tablillas. Ustedes saben que eso era común. Aun hoy encontramos tablillas que fueron utilizadas por los campesinos para construir sus casas.
»Las tablillas con que se había recubierto el pozo consignaban la superficie de determinados campos y el volumen de cereales de la última cosecha. Había cientos de tablillas, pero dos de ellas parecían no pertenecer al mismo grupo que las otras, no sólo por el contenido sino por los trazos con que habían sido escritas, como si el redactor de las mismas, al hacer las incisiones en el barro, aún no manejara con suficiente destreza la caña.
La voz de Clara adquirió un tinte de emoción. Estaba a punto de desvelar la razón de su vida, aquello en lo que no había dejado de soñar desde que tuviera uso de razón, por lo que se había hecho arqueóloga, que era más importante para ella que nada y que nadie, incluso que Ahmed.
—Durante más de sesenta años —prosiguió— mi abuelo ha guardado esas dos tablillas en las que alguien, seguramente un aprendiz de escriba, cuenta que su pariente Abraham[1] le iba a contar cómo se había formado el mundo y otras historias fantásticas sobre un Dios que todo lo puede y que todo lo ve, y que en una ocasión, enfadado con los hombres, inundó la tierra. ¿Se dan cuenta de lo que esto significa?
»Todos sabemos de la importancia que para la arqueología y la historia, pero también para la religión, tuvo el descubrimiento de los poemas acadios de la Creación, el Enuma Elish, el relato de Enki y Ninhursag o del Diluvio en el Poema de Gilgamesh. Pues bien, según esas tablillas que encontró mi abuelo, el patriarca Abraham añadió su propia visión de la creación del mundo, influida sin duda por los poemas babilónicos y acadios sobre el paraíso y la creación.
»Hoy también sabemos, porque la arqueología así lo ha demostrado, que la Biblia se escribió en el siglo VII antes de Cristo, en un momento en el que los gobernantes y sacerdotes israelitas tenían necesidad de fundamentar la unidad del pueblo de Israel, para lo que necesitaban una historia común, una epopeya nacional, un documento que sirviera para sus propios fines políticos y religiosos.
»En su empeño por contrastar lo que se describe en la Biblia, la arqueología ha descubierto verdades y mentiras. Aun hoy es difícil separar la leyenda de la historia porque están entremezcladas. Pero lo que parece claro es que los relatos son recuerdos de un pasado, historias antiguas que aquellos pastores que emigraron de Ur a Jaran llevaron posteriormente hasta Canaán…
Clara guardó silencio esperando la reacción de sus colegas, que la escuchaban en silencio: unos con desgana, otros con cierto interés.
—… Jaran… Abraham…, en la Biblia encontramos una genealogía minuciosa de los «primeros hombres», desde Adán; ese recorrido llega a los patriarcas posdiluvianos, a los hijos de Sem de los que uno de sus descendientes, Téraj, engendró a Najor, a Haran y a Abrán, que más tarde transformó su nombre en Abraham, padre de todas las naciones.
»Salvo el relato minucioso de la Biblia en que Dios le ordena a Abraham dejar su tierra y su casa, para dirigirse a Canaán, no se ha podido demostrar que hubiera habido una primera emigración de semitas desde Ur a Jaran antes de llegar a su destino, fijado por Dios, en la tierra en Canaán. Y el encuentro entre Dios y Abraham tuvo que producirse en Jaran, donde mantienen algunos biblistas que el primer patriarca habría vivido hasta la muerte de su padre, Téraj.
»Seguramente, cuando Téraj se desplazó a Jaran, lo hizo no sólo con sus hijos Abraham y la esposa de éste, Sara, y Najor y su mujer Milca. También les acompañó Lot, el hijo de su hijo Haran, muerto en la juventud. Sabemos que entonces las familias formaban tribus que se desplazaban de un lugar a otro con sus rebaños y enseres, y que se asentaban periódicamente en lugares donde cultivaban un pedazo de tierra para cubrir sus necesidades de subsistencia. De manera que Téraj, al dejar Ur para asentarse en Jaran, lo hizo acompañado por otros familiares, parientes en grado más o menos próximo. Pensamos… mi abuelo, mi padre, mi marido Ahmed Huseini y yo pensamos que un miembro de la familia de Téraj, seguramente un aprendiz de escriba, pudo tener una relación estrecha con Abraham y que éste le explicó sus ideas sobre la creación del mundo, su concepción de ese Dios único y quién sabe cuántas cosas más. Durante años hemos buscado en la región de Jaran otras tablillas del mismo autor. El resultado ha sido nulo. Mi abuelo ha dedicado su vida a investigar cien kilómetros a la redonda de Jaran y no ha encontrado nada. Bueno, el trabajo no ha sido estéril: en el museo de Bagdad, en el de Jaran y en el de Ur y en tantos otros hay cientos de tablillas y objetos que mi familia ha ido desenterrando, pero no encontrábamos esas otras tablillas con los relatos de Abraham que…
Con gesto malhumorado, un hombre levantó la mano y la agitó, lo que desconcentró a Clara Tannenberg.
—Sí…, ¿quiere decir algo?
—Señora, ¿está usted afirmando que Abraham, el patriarca Abraham, el Abraham de la Biblia, el padre de nuestra civilización, le contó a no sé quién su idea de Dios y del mundo, y este no sé quién lo escribió, como si de un periodista cualquiera se tratara, y que su abuelo, que por cierto ninguno de nosotros tenemos el gusto de conocer, ha encontrado esa prueba y se la ha guardado durante más de medio siglo?
—Pues sí, eso es lo que estoy diciendo.
—¡Ah! Y dígame, ¿por qué no informaron de nada hasta ahora? Por cierto, ¿sería tan amable de explicarnos quién es su abuelo y su padre? De su marido ya sabemos algo. Aquí nos conocemos todos y siento decirle que para nosotros usted es una ilustre desconocida a la que, por su intervención, calificaría de infantil y fantasiosa. ¿Dónde están esas tablillas de las que habla? ¿A qué pruebas científicas las ha sometido para garantizar su autenticidad y datar la época a la que dice pertenecen? Señora, a los congresos se viene con trabajos solventes, no con historias de familia, de familia de aficionados a la arqueología.
Un murmullo recorrió toda la sala mientras Clara Tannenberg, roja de ira, no sabía qué hacer: si salir corriendo o insultar a aquel hombre que la estaba ridiculizando y ofendiendo a su familia. Respiró hondo para darse tiempo, y vio cómo Ahmed se ponía en pie mirándola furioso.
—Querido profesor Guilles…, sé que ha tenido miles de alumnos en su larga vida como docente en la Sorbona. Yo fui uno de ellos; por cierto, a lo largo de la carrera usted me dio siempre matrícula de honor. En realidad, obtuve matrícula de honor en todas las asignaturas, no sólo en la suya, y creo recordar que en la Sorbona se hizo una mención especial a «mi caso», porque, insisto, durante cinco años la nota de todas las asignaturas era matrícula de honor y me licencié con sobresaliente cum laude. Después, profesor, tuve el privilegio de acompañarle en sus excavaciones en Siria, también en Irak. ¿Recuerda los leones alados que encontramos cerca de Nippur en un templo dedicado a Nabu? Lástima que las figuras no estuvieran intactas, pero al menos tuvimos suerte al dar con una colección de sellos cilíndricos de Asurbanipal… Sé que no tengo ni sus conocimientos ni su reputación, pero llevo años dirigiendo el departamento de Excavaciones Arqueológicas de Irak, aunque hoy es un departamento muerto; estamos en guerra, una guerra no declarada, pero guerra. Llevamos diez años sufriendo un cruel bloqueo y el programa de petróleo por alimentos apenas nos da para subsistir como pueblo. Los niños iraquíes se mueren porque en los hospitales no hay medicinas y porque sus madres no alcanzan a poder comprarles comida, de manera que poco dinero podemos dedicar a excavar en busca de nuestro pasado, en realidad del pasado de la civilización. Todas las misiones arqueológicas han abandonado su trabajo en espera de tiempos mejores.
»En cuanto a mi esposa, Clara Tannenberg, lleva años siendo mi ayudante; excavamos juntos. Su abuelo y su padre han sido hombres apasionados por el pasado que en su momento ayudaron a financiar algunas misiones arqueológicas…
—¡Ladrones de tumbas! —clamó alguien del público.
Aquella voz y el estruendo de la risa nerviosa de algunos asistentes se le clavaron como cuchillos a Clara Tannenberg. Pero Ahmed Huseini no se inmutó y continuó hablando como si no hubiera escuchado nada ofensivo.
—Pues bien, estamos seguros de que el autor de esas dos tablillas que guardó el abuelo de Clara llegó a trasladar a ellas los relatos que asegura le contó Abraham. Efectivamente, podemos estar hablando de un descubrimiento transcendental en la historia de la arqueología, pero también de la religión y de la tradición biblista. Creo que deberían permitir que la doctora Tannenberg continuara. Clara, por favor…
Clara observó agradecida a su marido, respiró hondo y, temerosa, se dispuso a continuar. Si algún otro vejestorio la interrumpía y trataba de humillarla gritaría y le insultaría, no se iba a dejar pisotear. Su abuelo se sentiría decepcionado si hubiese visto la escena que estaban viviendo. Él no quería que pidiera ayuda a la comunidad internacional. «Son todos unos arrogantes hijos de puta que se creen que saben algo.» Su padre tampoco le hubiese permitido venir a Roma, pero su padre estaba muerto y su abuelo…
—Durante años nos concentramos en Jaran buscando restos de esas otras tablillas que estamos seguros de que existen. No encontramos ni rastro. Precisamente en la parte superior de las dos que encontró mi abuelo aparecía el nombre de Shamas. En algunos casos los escribas solían poner su nombre en la parte superior de la tablilla, así como el del supervisor de la misma. En el caso de estas dos tablillas sólo aparecía el de Shamas. ¿Quién es Shamas, se preguntarán?
»Desde que Estados Unidos declaró a Irak su peor enemigo, han sido frecuentes las incursiones aéreas.
»Recordarán que hace un par de meses unos aviones norteamericanos que sobrevolaban Irak dijeron ser atacados por misiles desde tierra, a lo que respondieron soltando una carga de bombas. Pues bien, en la zona bombardeada, entre Basora y la antigua Ur, en una aldea llamada Safran, quedaron al descubierto los restos de una edificación y una muralla cuyo perímetro calculamos en más de quinientos metros.
»Dada la situación de Irak, no ha sido posible prestar la atención merecida a esa edificación, por más que mi esposo y yo, junto con un pequeño contingente de obreros, comenzamos a excavar con más voluntad que medios. Creemos que el edificio pudo ser el almacén de una casa de las tablillas u otro anexo de un templo. No lo sabemos a ciencia cierta. Hemos encontrado restos de tablillas y la sorpresa fue que entre estos restos encontramos una con el nombre de Shamas. ¿Es el mismo Shamas relacionado con Abraham?
»No lo sabemos, pero pudiera ser que sí. Abrán emprendió el viaje a Canaán con la tribu de su padre. Existe la creencia de que el patriarca se quedó en Jaran hasta que su padre murió, que entonces fue cuando inició el viaje a la Tierra Prometida. ¿Shamas formaba parte de la tribu de Abraham? ¿Le acompañó a Canaán?
»Quiero pedirles que nos ayuden, nuestro sueño sería que se creara una misión arqueológica internacional. Si encontráramos esas tablillas… Durante años me he preguntado en qué momento Abraham dejó de ser politeísta, como sus contemporáneos, y pasó a creer en un solo Dios.
El profesor Guilles volvió a levantar la mano. El viejo profesor de la Sorbona, uno de los más reputados especialistas mundiales sobre la cultura mesopotámica, parecía dispuesto a amargarle el día a Clara Tannenberg.
—Señora, insisto en que nos muestre las tablillas de las que habla. De lo contrario, permítanos debatir a los que estamos aquí y tenemos algo que aportar.
Clara Tannenberg no aguantó más. Un rayo de ira atravesó sus ojos azules.
—¿Qué le pasa, profesor? ¿No soporta que alguien que no sea usted pueda saber algo sobre Mesopotamia e incluso hacer un descubrimiento? ¿Tanto sufre su ego…?
Guilles se levantó con parsimonia y se dirigió al auditorio:
—Regresaré a la ponencia cuando se vuelva a hablar de cosas serias.
Ralph Barry se creyó obligado a intervenir. Carraspeó y se dirigió a la veintena de arqueólogos que asistían malhumorados a la escena protagonizada por aquella desconocida colega.
—Siento lo que está pasando. No entiendo por qué no somos un poco más humildes y escuchamos lo que nos cuenta la doctora Tannenberg. Es arqueóloga como nosotros, ¿por qué tantos prejuicios? Está exponiendo una teoría; escuchémosla y luego opinemos, pero descalificarla a priori no me parece muy científico.
La profesora Renh, de la Universidad de Oxford, una mujer de mediana edad con el rostro curtido por el sol, levantó la mano solicitando hablar.
—Ralph, aquí nos conocemos todos… La señora Tannenberg se ha presentado contando algo sobre unas tablillas que no ha mostrado, ni siquiera en fotografía. Ha hecho un alegato, al igual que su marido, sobre la situación política de Irak, que yo personalmente lamento, y ha expuesto una teoría sobre Abraham que francamente parece más fruto de la fantasía que de un trabajo científico.
»Pero estamos en un congreso y mientras en otras salas nuestros colegas de otras especialidades están presentando trabajos y conclusiones, nosotros… nosotros, tengo la impresión de que estamos perdiendo el tiempo.
»Lo siento, pienso como el profesor Guilles. Me gustaría que nos pusiéramos a trabajar.
—¡Eso es lo que estamos haciendo! —gritó indignada Clara.
Ahmed se levantó y mientras se ajustaba la corbata se dirigió a los presentes sin mirar a nadie en particular.
—Les recuerdo que los grandes descubrimientos arqueológicos vinieron de la mano de hombres que supieron escuchar y buscar entre las brasas de las leyendas. Pero ustedes no quieren ni siquiera considerar lo que les estamos exponiendo. Esperan. Sí, esperan a ver qué pasa, el momento en que Bush ataque Irak. Ustedes son ilustres profesores y arqueólogos de los países «civilizados», de manera que porque tengan más o menos simpatía por Bush tampoco se van a jugar el pellejo defendiendo un proyecto arqueológico que suponga acudir a Irak. Puedo entenderlo, pero lo que no comprendo es por qué esa actitud cerrada que les impide siquiera escuchar e intentar averiguar si algo de lo que les decimos es o puede ser verdad.
La profesora Renh volvió a alzar la mano.
—Profesor Huseini, insisto en que nos presente alguna prueba de lo que dice. Deje de juzgarnos y sobre todo deje de darnos un mitin. Somos mayores y estamos aquí para discutir de arqueología, no de política. No haga trampas presentándose como una víctima. Exponga alguna evidencia de lo que plantean.
Clara Tannenberg se levantó y comenzó a hablar sin dar tiempo a Ahmed a que replicara a la mujer.
—No tenemos las tablillas aquí. Ustedes saben que, dada la situación de Irak, no nos las dejarían sacar. Disponemos de unas fotos, no son de buena calidad pero al menos pueden comprobar que las tablillas existen. Estamos pidiéndoles ayuda, ayuda para excavar. No disponemos de medios suficientes para hacerlo. En el Irak de hoy la arqueología es la última preocupación de todos, bastante tenemos con subsistir.
Un silencio espeso acompañó esta vez sus palabras. Después los asistentes se levantaron y abandonaron la sala.
Ralph Barry se acercó a Ahmed y a Clara con gesto en apariencia compungido.
—Lo siento, he hecho lo que he podido, pero ya les dije que éste no me parecía el mejor momento para que ustedes intervinieran en el congreso.
—Usted ha hecho lo inimaginable para que no pudiéramos hacerlo —le respondió Clara con tono desafiante.
—Señora Tannenberg, la coyuntura internacional nos afecta a todos. Usted sabe que en el mundo de la arqueología siempre procuramos mantenernos separados de la política. De lo contrario sería impensable que hubiera misiones arqueológicas en determinados países. Ahmed, sabes que es imposible que ahora encontréis ayuda. Dada la situación política, a la fundación no le es factible considerar una excavación en Irak. El presidente sería reprobado por ello y el consejo de administración de la fundación no lo permitiría. Les he explicado que, dadas las circunstancias, lo mejor era que su presencia en el congreso fuera discreta, pero se han empeñado en lo contrario. En fin, esperemos que lo que ha pasado esta tarde no termine convirtiéndose en un escándalo…
—No somos políticamente correctos y parece que contaminamos —le espetó furiosa Clara.
—¡Por favor! Le he expuesto sinceramente las circunstancias; ustedes las conocen igual que yo. Aun así, no pierdan la esperanza. He observado que el profesor Yves Picot les escuchaba con atención, es un hombre peculiar, pero también es una autoridad en la materia.
Ralph Barry se arrepintió de haberles hablado de Picot. Pero era cierto. El excéntrico profesor había escuchado a Clara con interés. Aunque con los antecedentes de Picot el interés podía ser no sólo académico.
Llegaron al hotel exhaustos. Incómodos consigo mismos y entre ellos. Clara sabía que se avecinaba una tormenta. Ahmed la había defendido, sí, pero estaba segura de que se sentía disgustado por su forma de plantear las cosas. Le había pedido encarecidamente que no mencionara a su abuelo ni a su padre, que circunscribiera el descubrimiento a la actualidad; dada la situación de Irak, nadie acudiría a comprobar lo que habían dicho. Pero ella había querido rendir un homenaje a su abuelo y a su padre, a los que adoraba y de quienes había aprendido cuanto sabía. No decir que su abuelo era el descubridor de las tablillas habría sido como robarle.
Entraron en la habitación en el momento en que la camarera acababa de arreglarla. Siguieron sin decir palabra esperando a que la camarera saliera.
Ahmed buscó un vaso en la nevera y se sirvió un whisky con hielo. No le ofreció nada, de manera que ella misma se sirvió un Campari. Se sentó aguardando que estallara la tormenta.
—Te has puesto en ridículo —afirmó con dureza Ahmed—. Resultabas patética hablando de tu padre, de tu abuelo y de mí. ¡Por Dios, Clara, somos arqueólogos, no estamos jugando a los arqueólogos, ni eso era la fiesta de fin de graduación de la universidad, donde hay que agradecerle a papá lo bueno que es! Te dije que no mencionaras a tu abuelo, te lo repetí, pero tú tenías que hacer lo que te viniera en gana sin medir las consecuencias, sin darte cuenta lo que estabas desencadenando, lo que puedes desencadenar. Ralph Barry nos pidió discreción, nos dejó claro que su «jefe» Robert Brown quiere que excavemos, pero no nos pueden ayudar directamente, se jugarían el cuello. No le puede decir a sus amigos de la administración que tiene interés en una arqueóloga desconocida, nieta de un viejo amigo y casada con un iraquí bien visto por el régimen, y que les va a ayudar. Ralph Barry lo ha dicho alto y claro: Robert Brown cavaría su propia tumba. ¿Qué pretendías, Clara?
—¡No voy a robar a mi abuelo! ¿Por qué no puedo hablar de él ni de mi padre, ni de ti? No tengo nada de que avergonzarme. Ellos eran anticuarios y han gastado fortunas ayudando a excavar en Irak, en Siria, en Egipto…, en…
—¡Despierta, Clara, entérate! Tu abuelo y tu padre son simples comerciantes. ¡No son ningunos mecenas! ¡Crece, hazte una mujer, deja de subirte a las rodillas del abuelo!
Ahmed se calló de golpe. Se sentía cansado.
—La Biblia de Barro, así la llamaba mi abuelo. El Génesis contado por Abraham… —musitó Clara en voz baja.
—Sí, la Biblia de Barro. Una Biblia escrita en barro mil años antes que en papiro.
—Un descubrimiento trascendental para la humanidad, una prueba más de la existencia de Abraham. ¿No creerás que estamos equivocados?
—Yo también quiero encontrar la Biblia de Barro, pero hoy, Clara, has desaprovechado la mejor oportunidad que teníamos para hacerlo. Esa gente forma parte de la élite de la arqueología mundial. Y nosotros tenemos que hacernos perdonar ser quienes somos.
—¿Y quiénes somos, Ahmed?
—Una arqueóloga desconocida casada con el director del departamento de Excavaciones de un país con un régimen dictatorial cuyo dirigente ha sido condenado porque ya no sirve a los intereses de los poderosos. Hace años, cuando vivía en Estados Unidos, ser iraquí no era un hándicap, todo lo contrario. Sadam combatía a Irán porque eso servía a los intereses de Washington. Asesinaba kurdos con las armas que le vendían los norteamericanos, armas químicas prohibidas por la Convención de Ginebra, las mismas armas que ahora están buscando. Es todo mentira, Clara, y por tanto hay que seguir las normas. Pero a ti nada de lo que sucede a tu alrededor te importa; te da lo mismo Sadam, Bush y quien pueda morir por culpa de ambos. Tú mundo se circunscribe a tu abuelo, nada más.
—¿De qué lado estás?
—¿Cómo?
—Atacas al régimen de Sadam, pareces comprender a los norteamericanos, otras veces parece que les aborreces… ¿Con quién estás?
—Con nadie. Estoy solo.
La respuesta sorprendió a Clara. Le impresionó la sinceridad de Ahmed, al tiempo que le dolía descubrir ese sentimiento de desarraigo de su marido.
Ahmed era un iraquí demasiado occidentalizado. Había ido perdiendo sus raíces a lo largo y ancho del mundo. Su padre había sido diplomático, un hombre afecto al régimen de Sadam, premiado con distintas embajadas: la de París, Bruselas, Londres, México, el consulado de Washington… La familia Huseini había vivido bien, muy bien, y los hijos del embajador se habían convertido en perfectos cosmopolitas: estudiaron en los mejores colegios europeos, aprendieron varios idiomas y accedieron a las más exclusivas universidades norteamericanas. Sus tres hermanas se habían casado con occidentales, no habrían soportado volver a vivir en Irak. Habían crecido libres en países democráticos. Y él, Ahmed, también había mamado la democracia en cada nuevo destino al que era enviado su padre, de manera que Irak le resultaba asfixiante, a pesar de que cuando regresaba vivía con los privilegios inherentes a los hijos del régimen.
Se hubiera quedado a vivir en Estados Unidos, pero había conocido a Clara y su abuelo y su padre la reclamaban junto a ellos en Irak. De manera que decidió regresar.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Clara.
—Nada. Ya no podemos hacer nada. Mañana llamaré a Ralph para que nos explique las dimensiones del desastre que has provocado.
—¿Regresamos a Bagdad?
—¿Se te ocurre alguna otra genialidad?
—¡No seas cáustico! He hecho lo que creía que debía hacer, se lo debo a mi abuelo. De acuerdo, él era un hombre de negocios, pero ama Mesopotamia más que nadie, y se lo inculcó a mi padre y a mí. Podría haber sido un gran arqueólogo pero no tuvo la suerte de poder dedicarse a su vocación. Pero fue él y sólo él quien descubrió esas dos tablillas, quien las ha guardado durante más de medio siglo, quien ha gastado su dinero para que otros excavaran buscando el rastro de Shamas… Te recuerdo que los museos de Irak están llenos de piezas y tablillas de las excavaciones financiadas por mi abuelo.
Una mueca de desprecio se dibujó en el rostro de Ahmed. Ella se sobresaltó. De repente su marido le pareció un extraño.
—Tu abuelo siempre ha sido un hombre discreto, Clara, tu padre también lo fue. Jamás han hecho exhibiciones gratuitas. Tu actuación de hoy les habría decepcionado. No es eso lo que te enseñaron.
—Me inculcaron el amor a la arqueología.
—Te obsesionaron con la Biblia de Barro, eso ha pasado.
Se hizo el silencio. Ahmed se bebió el whisky de un trago y cerró los ojos. Ninguno de los dos quería seguir hablando.
Clara se metió en la cama pensando en Shamas y le imaginó con una caña fina en la mano dibujando en el barro…
2
—¿Quién hizo la primera cabra?
—Él.
—¿Y por qué una cabra?
—Por la misma razón que hizo a todos los seres que habitamos la Tierra.
El niño conocía estas respuestas, pero le gustaba provocar a su tío Abrán.[2] Éste había cambiado mucho. Hacía tiempo que se había convertido en un hombre extraño, que buscaba la soledad y se alejaba de los suyos diciendo que necesitaba pensar.
—Pues no entiendo la razón. ¿Para qué quiere a las cabras? ¿Para que nosotros las cuidemos? Y a nosotros, ¿para qué nos quiere, para hacernos trabajar?
—A ti, para que aprendas.
Shamas se calló. Su tío le recordaba que a esa hora debería estar en la casa de las tablillas haciendo sus tareas. Su otro tío el um-mi-a[3] volvería a quejarse de él a su padre y éste le volvería a reprender.
Esa mañana camino de la casa de las tablillas había visto a su tío Abrán caminar entre las cabras en busca de pastos verdes y le había seguido, aun sabiendo que su tío prefería estar solo y no hablar con nadie. Pero siempre se mostraba paciente con él. En realidad no era su tío directo, sino un familiar lejano de su madre pero pertenecían a la misma tribu; todos reconocían la autoridad de Téraj, el padre de Abrán, aunque el prestigio del hijo corría paralelo al del padre y muchos hombres de la tribu acudían a Abrán en busca de consejo y de guía. Téraj no se ofendía, porque ya había entrado en la ancianidad y dormitaba buena parte del día. A su muerte sería Abrán quien se encargaría de todos.
—Me aburro —explicó el niño a modo de excusa.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué te aburres?
—El dub-sar[4] que nos enseña no es muy alegre, seguramente porque aún no domina la caña como le gustaría al ses-gal[5] o al um-mi-a Ur-Nisaba. Al dub-sar Ili, que es quien se encarga de nosotros, no le gustan los niños, se impacienta, y nos hace repetir las mismas frases hasta que a su juicio están perfectas. Luego, cuando a mediodía nos exige decir la lección en voz alta se enfada si vacilamos y no tiene piedad a la hora de encargarnos ejercicios de escritura y matemáticas.
Abrán sonrió. No quería que el pequeño Shamas se envalentonara aún más si le manifestaba comprensión ante la rigidez de su maestro. Shamas era el niño más inteligente de la tribu y su misión era estudiar y convertirse en escriba o sacerdote. Se necesitaban hombres sabios para realizar los cálculos para construir canales que llevaran el agua a la tierra seca. Hombres que supieran poner orden en los graneros, controlar la distribución del trigo, otorgar préstamos; hombres que guardaran el conocimiento de las plantas y animales, de las matemáticas, que supieran leer en las estrellas, capaces de pensar en algo más que en dar de comer a su prole.
El padre de Shamas había sido un gran escriba, un maestro, y el pequeño, como otros muchos hombres de su familia, había sido favorecido con el don de la inteligencia. No podía desperdiciarla, porque la inteligencia era un don que Él otorgaba a algunos hombres para hacer más fácil la existencia de los otros, y para combatir a quienes, siendo igualmente inteligentes, se dejaban inspirar por el Mal.
—Debes irte antes de que empiecen a buscarte y tu madre se preocupe.
—Mi madre ha visto que te seguía. Está tranquila, sabe que contigo no me pasará nada.
—Pero eso no le evita un disgusto, porque es consciente de que no estás aprovechando la oportunidad de aprender.
—Tío, el dub-sar Ili nos hace invocar a Nidaba, la diosa de los cereales, y asegura que es ella quien nos ha inspirado el conocimiento de los signos.
—Debes aprender lo que te enseña el dub-sar.
—Ya, pero ¿tú crees que quien nos inspira es Nidaba?
Abrán guardó silencio. No quería confundir la mente del pequeño, pero tampoco dejar de decir lo que pensaba, cómo había sentido, hasta llegar a convertirlo en certeza, que esos dioses a los que adoraban no estaban insuflados por ningún espíritu, eran simplemente barro. Él lo sabía bien porque su padre Téraj modelaba la arcilla y surtía a los templos y palacios de esos dioses salidos de sus manos.
Aún recordaba el dolor que le provocó a su padre el día en que éste le encontró en su taller rodeado de los añicos en que había convertido las figuras que aún estaban secándose antes de convertirse definitivamente en dioses.
No sabía por qué había actuado así, pero cuando entró en el taller de su padre sintió un impulso irrefrenable de destruir aquellas piezas de barro ante las cuales los hombres doblaban estúpidamente la cerviz, convencidos de que las desgracias y los dones llegaban por igual desde esas figuras nacidas de las manos de su padre.
Las tiró al suelo y las pisoteó; luego se sentó para esperar las consecuencias de su acción. No había nada en esas figuras; si fueran dioses habrían desencadenado su furia contra él, le habrían castigado. No sucedió nada, y sólo conoció la ira de su padre al ver el fruto de su trabajo hecho añicos.
Su padre le recriminó su comportamiento sacrílego, pero Abrán le respondió irónico que Téraj sabía mejor que nadie, puesto que las construía, que en esas figuras no había otra cosa que barro, y le invitó a que pensara.
Más tarde le pidió perdón por destruir el fruto de su trabajo, limpió los restos del barro destrozado e incluso se puso a amasar arcilla para ayudarle a construir otros dioses para vender.
—Shamas, debes de aprender lo que te enseña Ili, porque eso te ayudará a discernir, llegará el día en que tú solo separes el grano de la paja, pero hasta entonces no desprecies ningún conocimiento.
—El otro día les hablé de Él e Ili se enfadó. Me dijo que no debía ofender a Istar, a Isin, a Innama, a…
—¿Y por qué les hablaste de Él?
—Porque no dejo de pensar en lo que me dices. Sabes, yo no creo que haya ningún espíritu dentro de la figura de Istar. A Él no le puedo ver, así que seguramente existe.
A Abrán le sorprendió el razonamiento del pequeño: creía en lo que no veía precisamente porque no lo veía. Pero también sabía de la admiración que el pequeño le profesaba porque, debido a la ancianidad de Téraj, era de hecho el jefe de la tribu y su palabra era ley.
—Aprende, Shamas, aprende. Ve a la escuela y déjame pensar.
—¿Él te habla?
—Siento que sí.
—Pero ¿te habla con palabras, como hablamos tú y yo…?
—No, así no, pero le escucho con tanta claridad como si te escuchara a ti. Pero no se lo digas a nadie.
—Te guardaré el secreto.
—No es ningún secreto, pero en la vida hay que aprender a ser discreto. Anda, ve a la escuela y no hagas rabiar más a Ili.
El niño se levantó de la piedra donde estaba sentado y acarició el pescuezo de una cabra blanca que, indiferente a cuanto sucedía a su alrededor, triscaba la hierba con evidente placer.
Shamas se mordió el labio y, esbozando una sonrisa, le hizo una petición a Abraham.
—Me gustaría que me contaras cómo nos inventó Él y por qué lo hizo. Si lo hicieras, yo lo escribiría, utilizaría la caña de hueso que me regaló mi padre. Sólo la utilizo cuando el maestro me manda algo importante… Me serviría de práctica…
Abrán fijó la mirada en Shamas sin responder a la petición del niño. Tenía diez años. ¿Sería capaz de comprender la complejidad de ese Dios que se le revelaba? Tomó una decisión.
—Te contaré lo que me pides, lo escribirás en tus tablillas y las guardaras cuidadosamente. Sólo las enseñarás cuando yo te lo diga. Tu padre ha de saberlo, tu madre también, pero nadie más. Hablaré con ellos. Pero la condición es que no vuelvas a faltar a la escuela. No discutas con tu maestro, escucha y aprende.
El pequeño asintió satisfecho y salió corriendo. Ili se iba a enfadar con él por llegar tarde, pero no le importaba. Abraham le iba a contar secretos de su Dios, un Dios que no era de barro.
Ili torció el gesto cuando vio entrar a un sudoroso Shamas agitado aún por la carrera.
—Hablaré con tu padre —le amenazó el escriba.
El escriba continuó con la lección. Pretendía que los niños se familiarizaran con las tablas de cálculo y, sobre todo, que entendieran la magia de los números y las abreviaturas con que se dibujaban las decenas.
Shamas deslizaba la caña por la arcilla escribiendo cuanto Ili explicaba para después leérselo a su padre y asombrar a su madre.
—Padre, ¿podrías darme unas cuantas tablillas para mí? —preguntó Shamas.
Su padre levantó el rostro de la tablilla que tenía entre las manos, asombrado por la petición de su hijo. Estaba anotando las observaciones que hacía del cielo desde hacía años. De los ocho que tenía, Shamas era su hijo favorito, pero también el que más le preocupaba por su extremada inteligencia. Su primo Abrán también le había ponderado al pequeño.
—¿Ili te ha mandado tarea para casa?
—No, no es eso. El tío Abrán me va a contar por qué Él hizo el mundo.
—¡Ah!
—Me dijo que hablaría contigo…
—Aún no lo ha hecho.
—¿Me lo permitirás, padre?
El hombre suspiró. Sabía que resultaría del todo inútil no permitir a Shamas que escuchara las historias de Abrán. Su hijo sentía devoción por su pariente. Además, Abrán era un hombre limpio de corazón, demasiado inteligente para creer que un trozo de barro era un dios. Él tampoco lo creía, aunque callaba. Tanto le daba mientras pudiera seguir estudiando el día y la noche, la corriente del agua, el espesor de la tierra… Abrán creía en un Dios principio y final de todas las cosas. Prefería que Shamas conociera a ese Dios a que modelaran su mente haciéndole creer que un trozo de arcilla estaba dotado de poder.
—¿Se lo has dicho a Ili?
—No. ¿Por qué he de hacerlo? ¿Podré, padre?
—Sí. Escribe cuanto te cuente Abraham.
—Guardaré las tablillas conmigo.
—¿No quieres llevarlas a la casa de las tablillas?
—No, padre, Ili no comprendería lo que me cuenta Abrán.
—¿Estás seguro? —le preguntó burlón su padre—. Ili es inteligente, aunque tiene poca paciencia para enseñar. No lo olvides, Shamas, y respétale.
—Le respeto, padre. Pero Abraham me ha dicho que es él quien decide a quién y cómo habla de Dios.
—Haz lo que te ha dicho Abraham.
—Gracias, padre. Pediré a madre que me cuide las tablillas y que no permita que nadie las toque.
Dando brincos, el niño salió de la casa en busca de su madre. Después buscaría arcilla en el pequeño depósito donde su padre hacía sus propias tablillas. Estaba ansioso por empezar. Al día siguiente se reuniría con Abraham. Éste salía con las cabras antes de que despertara el alba, porque, le había explicado, era la mejor hora para pensar.
A Shamas le costaba madrugar, pero no le importaba hacerlo si era para escuchar a Abrán.
El niño estaba impaciente por comenzar, seguro de que su tío estaba a punto de desvelarle grandes secretos. Algunas noches no lograba conciliar el sueño preguntándose de dónde había salido el primer hombre y la primera mujer, la primera gallina, el primer toro, quién había desvelado el secreto del pan, y cómo habían descubierto los escribas la magia de los números. Se desesperaba intentando buscar respuestas hasta que se dormía exhausto, pero desasosegado por no ser capaz de encontrarlas.
Los hombres aguardaban expectantes sentados a la puerta de la casa de Téraj. El anciano les había convocado. En realidad era Abraham quien quería dirigirse a los padres de familia, pero el jefe de la tribu era su padre Téraj y le había pedido a este que llamara a los hombres.
—Debemos dejar Ur —les dijo Téraj—, mi hijo Abraham os explicará por qué. Ven, Najor, siéntate a mi lado mientras tu hermano habla.
Los murmullos se fueron apagando mientras Abrán, en pie, les miraba uno a uno. Luego, con una voz no exenta de emoción, les anunció que Téraj les conduciría hasta Canaán, una tierra bendecida por Dios donde se asentarían y nacerían sus hijos y los hijos de sus hijos. Les invitó a prepararse para partir en cuanto estuvieran dispuestos.
Téraj respondió a las inquietudes de los hombres y su hijo Najor se mostró animoso ante todos ellos. Abandonar la tierra de Ur no iba a resultarles fácil. Allí habían nacido sus padres y los padres de sus padres. Allí pastaban sus rebaños y tenían sus quehaceres. Canaán se les antojaba muy lejos; pese a ello, en todos prendió con fuerza la esperanza de una vida mejor en una tierra preñada de frutos, con pastos abundantes y ríos caudalosos en los que apagar la sed.
En Ur luchaban contra el desierto cavando canales para desviar las aguas del Éufrates y regar la tierra para que les diera trigo con el que amasar el pan. No era la suya una existencia regalada, por más que en la tribu de Téraj algunos de sus hombres fueran escribas y contaran con la protección del Templo y del Palacio. También había entre ellos buenos artesanos y disponían de rebaños abundantes. Las cabras y las ovejas les surtían de leche y carne, pero aun así pasaban buena parte de la existencia mirando al cielo, a la espera de que los dioses les regalaran lluvia que empapara el suelo y llenara las albercas.
Reunirían todas sus pertenencias y, conduciendo a sus rebaños, emprenderían viaje siguiendo el curso del Éufrates hacia el norte. Tardarían días en prepararse y en despedirse de otros familiares y amigos. Porque no todos podrían viajar: los enfermos y los ancianos que apenas podían caminar quedarían bajo el cuidado de otros miembros más jóvenes de la familia, los cuales algún día serían llamados a Canaán, pero que hasta entonces permanecerían en Ur. Cada familia debía decidir quién emprendía el viaje y quién se quedaba.
Yadin, el padre de Shamas, reunió a su esposa, a sus hijos y a las esposas de éstos, a sus tíos directos y a los hijos de sus tíos, los cuales acudieron también con sus hijos; así, todos los miembros de su familia más directa se juntaron al amanecer en su casa, donde se resguardaron del fresco tras los muros de adobe.
—Acompañaremos a Téraj hasta la tierra de Canaán. Algunos de vosotros os quedaréis aquí, al cuidado de lo que dejamos; los enfermos también quedarán bajo vuestra protección. Tú, Josen, serás el jefe de la familia en mi ausencia.
Josen, el hermano menor de Yadin, asintió aliviado. No quería marcharse: vivía en el templo, donde tenía la responsabilidad de redactar cartas y contratos comerciales, y no ambicionaba más que continuar desentrañando el misterio que encerraban los números y los astros.
—Nuestro padre —continuó diciendo Yadin— es demasiado anciano para acompañarnos. Sus piernas apenas le sostienen en pie, y hay días en que la mirada se le pierde en el horizonte y no logra articular palabra. Tú, Josen, procurarás que no le falte nada; y de nuestras hermanas se quedará Jamisal, que al estar viuda y no tener hijos podrá cuidar de nuestro padre.
Shamas escuchaba fascinado las disposiciones de su padre. Sentía un cosquilleo en el estómago, fruto de la impaciencia. Si por él fuera, ya se habría puesto en marcha en busca de esa tierra de la que hablaba Abrán. De repente sintió una punzada de preocupación: si se iban no podría escribir la historia del mundo que Abraham prometió contarle.
—¿Cuánto tardaremos en llegar?
La pregunta del pequeño sorprendió a Yadin porque era una osadía que un niño se atreviera a interrumpir a sus mayores. La mirada severa del padre hizo enrojecer al niño que bajó los ojos al suelo musitando un perdón.
No obstante, Yadin respondió a la inquietud de Shamas.
—No sé cuánto tardaremos en llegar a Canaán ni si tendremos que quedarnos algún tiempo en algún otro lugar. ¿Quién sabe lo que sucede cuando se inicia un viaje? Preparaos para estar listos en cuanto Téraj dé la señal de partida.
Shamas vio recortarse en el horizonte la figura recia de Abrán y corrió hacia él. Llevaba dos días intentando hacerse el encontradizo con su tío y ahora se le presentaba la oportunidad.
Abraham sonrió al ver a Shamas corriendo, con el rostro enrojecido por el calor y el esfuerzo. Clavó el cayado en que se apoyaba y aguardó a que el pequeño llegara hasta él mientras buscaba con la mirada algún árbol donde refugiarse de los últimos rayos de sol.
—Descansa —le dijo a Shamas—; ven, sentémonos al lado de aquella higuera, junto al pozo.
—¿Cuándo comenzarás a contarme la historia del mundo?
—¡Ah, es eso lo que te preocupa!
—Si nos vamos no podremos cocer arcilla para hacer tablillas… mi padre no me dejará cargar más de lo necesario.
—Shamas, escribirás la historia de la Creación porque le eres grato al Señor. De manera que no debes preocuparte. Él decidirá cómo y cuándo.
El niño no pudo ocultar una mueca de decepción. No quería esperar, sentía la necesidad de escribir esa historia, de comprender por qué Él había decidido complicarse creando el mundo, porque, por más que le daba vueltas, no entendía para qué lo hizo, salvo que se aburriera y quisiera jugar con los hombres lo mismo que sus hermanas jugaban con sus cuentas y muñecas. Pero a pesar de su intenso deseo tenía que hacer una confesión a Abraham.
—¿Ili vendrá?
—No.
—Le echaré de menos, a veces pienso que tiene razón para enfadarse conmigo porque no atiendo a sus explicaciones y…
El niño dudó si debía continuar hablando. Abrán no le preguntó y aguardó a que el pequeño se decidiera.
—Soy el que peor escribe de la escuela, mis tablillas de ejercicios tienen errores… Hoy me he equivocado en un ejercicio de cálculo… He prometido a mi padre y a Ili que voy a mejorar, que nunca más tendrán que llamarme la atención, pero tú debes saberlo porque puede que quieras que sea otro el que escriba la historia del mundo, alguien que no cometa errores con el cálamo de caña…
Shamas calló aguardando la sentencia de Abraham. El niño se mordía el labio nervioso, arrepentido de no ser mejor estudiante. Ili le reprochaba que perdiera el tiempo especulando y haciendo preguntas absurdas. Se había quejado a su padre y éste le había regañado, pero lo peor había sido que le dijera que estaba decepcionado. Ahora temía la decepción de Abrán y que éste pusiera fin a su sueño de escribir la historia del mundo.
—No te esfuerzas lo suficiente en la escuela.
—No —respondió temeroso el niño.
—¿Y aun así crees que si te cuento la historia de la Creación la escribirás sin errores?
—Sí, sí, bueno, al menos lo intentaré. He pensado que es mejor que me la vayas contando poco a poco y luego en casa despacio yo la escribiré, manejando la caña con cuidado. Cada día te enseñaré lo que haya escrito y, si lo hago bien, sigues contándome la historia…
Abraham le miró fijamente. Poco le importaba que la impaciencia del niño le llevara a cometer errores sobre la tablilla o que su mente especulativa le llevara a hacer preguntas que Ili el maestro no sabía responder, o que el ansia de libertad de Shamas le llevara a no prestar atención a las explicaciones del escriba.
Shamas tenía otras virtudes, la principal, que era capaz de pensar. Cuando hacía una pregunta esperaba una respuesta lógica, no se conformaba con las respuestas que se suelen dar a las preguntas que hacen los niños.
Los ojos de Shamas brillaban con intensidad, y Abraham pensó que de cuantos formaban parte de su tribu aquel niño era el que mejor comprendería los designios de Dios.
—Te contaré la historia de la Creación. Empezaré por el día en que Él decidió separar la luz de las tinieblas. Pero ahora regresa a tu casa. Yo te avisaré cuando llegue el momento.
3
Fuera hacía un calor infernal; a esa hora, en Sevilla, el termómetro marcaba cuarenta grados. El hombre se pasó la mano por la cabeza, en la que ya no le quedaba ni un solo cabello. Sus ojos azules, hundidos en las cuencas pero con el brillo duro del acero, estaban clavados en la pantalla del ordenador. A pesar de sus más de ochenta años le apasionaba internet.
El timbre del teléfono le sobresaltó.
—Al habla.
—Enrique, me acaba de llamar Robert Brown. Ha sucedido lo que nos temíamos: la chica habló en el congreso de Roma.
—Y ha dicho…
—Sí…
—¿Has hablado con Frank?
—Hace un minuto.
—George, ¿qué vamos a hacer?
—Lo que habíamos previsto. Alfred estaba advertido.
—¿Ya has puesto en marcha el plan?
—Sí.
—¿Robert lo sabrá hacer?
—¿Robert? Es listo, ya lo sabes, y obedece bien. Hace lo que le mando y no pregunta.
—De niño eras el que mejor manejaba los hilos de las marionetas que nos regalaron en Navidad.
—Es un poco más complicado manejar los hilos de los hombres.
—No para ti. En todo caso, ha llegado el momento de poner punto final. ¿Y Alfred? ¿No se ha vuelto a poner en contacto contigo?
—No, no lo ha hecho.
—Deberíamos hablar con él.
—Hablaremos, pero es inútil; quiere seguir su propio juego, y eso no lo podemos consentir. Ahora no tenemos más remedio que pegarnos a los talones de su nieta. No podemos permitir que se quede con lo que es nuestro.
—Tienes razón, pero no me gusta que nos enfrentemos con Alfred, tiene que haber algún medio de que entre en razón.
—Después de tantos años ha decidido jugar solo. Lo que se propone es una traición.
—Debemos hablar con él. Intentémoslo.
Acababa de colgar el teléfono cuando el ruido de unos pasos presurosos le alertaron. Como un huracán entró en el cuarto un joven alto, delgado y bien parecido, vestido con traje de montar.
—Hola, abuelo, vengo sudando.
—Ya te veo, no me parece muy inteligente que hayas salido a montar con este calor.
—Álvaro me invitó a ver los chotos que han comprado.
—No habrás estado rejoneando, ¿verdad?
—No, abuelo, te prometí que no lo haría.
—Como si cumplieras las promesas…¿Dónde está tu padre?
—En el despacho.
—¿Me dejarás trabajar?
—¡Pero, abuelo, que ya no tienes edad de trabajar! Deja lo que estés haciendo y vamos a almorzar al club.
—Sabes que aborrezco a los del club.
—En realidad aborreces a toda Sevilla. No vas a ningún sitio, la abuela tiene razón: eres un aburrido.
—La abuela siempre tiene razón, soy un aburrido, pero toda esa gente me marea.
—Eso se debe a tu educación británica.
—Será por eso, pero ahora déjame, tengo que pensar. ¿Dónde está tu hermana?
—Se ha ido a Marbella, está invitada en casa de los Kholl.
—Y no me ha dicho ni adiós… Cada día sois más maleducados.
—¡Pero abuelo, no seas antiguo! Además, a Elena no le gusta estar aquí, en el campo. Sólo a ti, a papá y a mí nos gusta el cortijo, pero ni a la abuela ni a mamá ni a Elena les gusta. Se ahogan entre tanto toro y tanto caballo. Bueno, ¿te vienes al club o no?
—No. Me quedo. No tengo ganas de salir con el calor que hace.
Cuando el anciano se quedó solo, sonrió para sus adentros. Su nieto era un buen muchacho, menos atolondrado que su hermana. Lo único que les reprochaba es que a ambos les gustara mucho hacer vida social. Él siempre había procurado relacionarse poco. Su mujer, Rocío, había sido una bendición. Se habían conocido en aquellas circunstancias… se enamoraron y ella se empeñó en casarse. El padre de ella se opuso al principio, pero luego entendió que era inevitable y, al fin y al cabo, él tenía buenos avales. De manera que se casó con la hija de un delegado provincial del régimen de Franco que se había enriquecido después de la guerra gracias al estraperlo. Su suegro le metió en el negocio, aunque más tarde se dedicó a la importación y exportación y se convirtió en un hombre muy rico. Pero Enrique Gómez Thomson siempre había procurado ser discreto y no llamar la atención más de lo imprescindible. La suya era una respetable familia sevillana, bien relacionada, respetada, que jamás había dado pie a habladurías ni escándalos.
Siempre le estaría agradecido a su mujer. Sin ella no habría podido salir adelante.
Pensó en Frankie y en George. Ellos también habían tenido suerte, aunque en realidad nadie les había regalado nada. Sencillamente, habían sido más listos que los demás.
* * *
Robert Brown dio un puñetazo en la mesa y sintió un dolor agudo en la mano. Llevaba más de una hora al teléfono. Primero le había llamado Ralph para contarle la intervención de Clara, lo que le había provocado un fuerte dolor de estómago. Luego había tenido que informar a su Mentor, George Wagner, que le había reprochado que no hubiese sido capaz de evitar la intervención de la chica.
Clara era una caprichosa, siempre lo había sido. ¿Cómo era posible que Alfred hubiera tenido semejante nieta? Helmut era distinto. El chico nunca le dio un disgusto a Alfred. Lástima que muriera tan pronto.
El hijo de Alfred resultó un hombre inteligente; jamás había sido indiscreto, su padre le enseñó a ser invisible y el chico había aprendido la lección, pero Clara… Clara se comportaba como una niña mimada. Alfred le había consentido lo que no había consentido a Helmut. Babeaba con esa nieta mestiza.
Helmut se había casado con una iraquí de cabello negro y piel de marfil. Alfred había aprobado aquella boda, que a él se le antojaba ventajosa porque, decía, su hijo había entrado a formar parte de una vieja familia iraquí. Una familia influyente y rica, muy rica, con amigos poderosos en Bagdad, en El Cairo, en Ammán, de manera que eran respetados y tenidos en cuenta dondequiera que fueran. Además, Ibrahim, el padre de Nur, la esposa de Helmut, era un hombre culto y refinado.
Pensó en Nur. Nunca se destacó por nada excepto por su belleza, y Helmut parecía encantado con ella. Aunque a lo mejor aquella mujer era más inteligente de lo que parecía. Con las musulmanas nunca sabías a qué atenerte.
Alfred había perdido a su hijo y a su nuera cuando Clara era adolescente y había malcriado a su nieta. A él nunca le había gustado Clara. Le ponía nervioso que le llamara tío Robert, le fastidiaba su seguridad, que rozaba la insolencia, y además le aburría el parloteo estúpido con el que le martirizaba cada vez que se veían.
Cuando Alfred la envió a Estados Unidos, pidiéndole que cuidara de ella, no podía imaginar lo cansado que iba a resultarle el encargo, y eso que procuró tenerla lo más lejos posible de Washington. Pero él no podía contrariar a Alfred; al fin y al cabo era su socio y un amigo muy especial de su Mentor George Wagner. Así que la matriculó en una universidad de California. Afortunadamente se había enamorado de ese Ahmed, un hombre inteligente con el que se podía tratar. Casarla con Ahmed Huseini había sido un acierto. Con Huseini se podía hacer negocios. Alfred y él se habían entendido a la perfección con Ahmed; el problema era Clara.
La conversación que acababa de mantener con Ralph Barry le había amargado el día; le produjo un fuerte dolor de cabeza justo cuando tenía que almorzar con el vicepresidente y un grupo de amigos, todos hombres de negocios interesados en conocer la fecha en que se iba a bombardear Irak. Pero la conversación que acababa de mantener con su Mentor había sido aún peor. El hombre le había instado a que se hiciera con las riendas de la situación y, si no había más remedio, incluso que ayudara a la pareja. Ya que se había desvelado la existencia de la Biblia de Barro, no podían permitir que Alfred y su nieta se quedaran con ella. Las órdenes habían sido tajantes: hacerse con la Biblia de Barro, si es que aparecía, claro.
—Smith, póngame de nuevo con Ralph Barry.
—Sí, señor Brown. Por cierto, acaba de llamar la asistenta del senador Miller para confirmar si asistirá usted al picnic que ha organizado la esposa del senador para este fin de semana.
«Otra estúpida —pensó Brown—. Todos los años organiza la misma farsa: una fiesta campestre en su finca de Vermont donde nos obliga a tomar limonada y emparedados sobre mantas de cachemir dispuestas en el suelo.» Pero Brown sabía que tendría que ir porque Frank Miller era más que un senador: era un texano con intereses en el sector del petróleo. Al maldito picnic asistirían los secretarios de Defensa y de Justicia, el secretario de Estado, la consejera de Seguridad Nacional, el director de la CIA… y también su Mentor. Era una ocasión ideal para hablar a solas sin que nadie les prestara atención, precisamente porque lo harían ante cientos de ojos. Lo peor era el numerito de estar todos tirados por el suelo comiendo bocadillos y haciendo como que lo pasaban bien. Cada septiembre el famoso picnic se convertía para él en una pesadilla.
El timbre del teléfono y la voz de Ralph Barry le sacaron de sus pensamientos.
—Dime, Robert…
—Ralph, ¿alguien relaciona a la señora Tannenberg con nosotros?
—No, en absoluto. Ya te he dicho que no te preocupes. A pesar de las protestas de algunos profesores, era difícil impedir que participaran. Durante años Ahmed Huseini ha tratado con muchos arqueólogos. No se podía excavar en Irak sin su visto bueno.
—Bien, mejor así, pero tenías que habérselo impedido.
—Robert, no era posible. Nadie podía evitar que se inscribieran en la ponencia sobre Mesopotamia y mucho menos que pretendiera intervenir. No hubo manera de convencerla. Me aseguró que contaba con el consentimiento de su abuelo y que eso te debería bastar a ti.
—Alfred chochea.
—Puede ser; en todo caso, su nieta está obsesionada con la Biblia de Barro… ¿De verdad crees que existe?
—Sí. Pero no debería haber desvelado su existencia, ahora no. En fin, la encontraremos y será nuestra.
—Pero ¿cómo?
—No tendremos más remedio que ayudarles a encontrarla y cuando la encuentren… En vista de lo sucedido, sólo nos queda cambiar de planes. ¿Serán capaces de formar un grupo de arqueólogos para planificar la excavación? Tendremos que encontrar la manera de que dispongan de financiación. Tendremos que pensar en algo.
—Robert, la situación en Irak no está para organizar excavaciones. Todos los gobiernos europeos, además del nuestro, aconsejan no viajar a la zona. Sería un suicidio ir allí ahora. Deberíamos esperar.
—¿Te estoy escuchando bien, Ralph? Entérate de que ahora es el mejor momento para ir a Irak. Estaremos allí, pero lo haremos a mi manera. Irak se ha convertido en la tierra de las oportunidades, sólo un tonto no sabría verlo.
—El profesor Yves Picot es el único que parece interesado en lo que contó Clara. Me ha dicho que le gustaría hablar con Ahmed, ¿qué debo de hacer?
—Que hablen. Confío en Ahmed. Él sabe lo que tiene que hacer, pero antes pídele que mande a su esposa a Bagdad o al infierno, pero que se vaya antes de que termine con todos nosotros.
Ralph rió entre dientes. La misoginia de Robert Brown era casi enfermiza. Aborrecía a las mujeres, se sentía incómodo con ellas. Era un solterón empedernido al que no se le conocían relaciones sentimentales de ninguna índole. Incluso con las esposas de sus amigos le costaba ser amable. Ni siquiera tenía una secretaria, como todo el mundo, porque Smith era un sexagenario políglota y estirado que llevaba toda su vida junto a Robert Brown.
—De acuerdo, Robert, veré lo que puedo hacer para que Clara regrese a Bagdad. Hablaré con Ahmed. Pero no es una mujer fácil, es orgullosa y testaruda.
«Como su padre, y su abuelo —pensó Brown—, pero sin su inteligencia.»
* * *
Al asesor del presidente le gustaba la comida española, de manera que les había invitado a almorzar cerca del Capitolio, en un restaurante español.
Robert Brown llegó el primero. Siempre era extremadamente puntual. Le enfurecía esperar y que le hicieran esperar. Confiaba en que al asesor presidencial no le retrasara ninguna emergencia de última hora.
Poco a poco fueron llegando todos los comensales: Dick Garby, John Nelly y Edward Fox. El hombre de la Casa Blanca fue el último y traía un humor de perros.
Les explicó que se estaban complicando las negociaciones con los europeos para que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas avalara la acción militar contra Irak.
—Hay estúpidos en todas partes. Los franceses van a lo suyo, como siempre; se creen que aún son algo y son una mierda. Lo de los alemanes es una traición; Alemania tiene la obligación moral de apoyarnos, pero ese gobierno rojiverde está más preocupado en conseguir aplausos de la prensa liberal que en cumplir con sus compromisos.
—Siempre contamos con el Reino Unido —apostilló Dick Garby.
—Sí, pero no es suficiente —respondió con gesto grave el asesor de Bush—. También tenemos a los italianos, españoles, portugueses, polacos y no sé cuántos países más, pero no cuentan, hacen bulto pero no cuentan. Los mexicanos también nos están haciendo un plante, y los rusos y los chinos se frotan las manos viendo nuestras dificultades.
—¿Cuándo atacamos? —preguntó directamente Robert Brown.
—Los preparativos están en marcha. En cuanto los chicos del Pentágono nos digan que están listos, bombardearemos Irak en serio. Calculo que en unos cinco o seis meses como mucho. Estamos en septiembre, pongamos que para la primavera. Ya os avisaré.
—Habría que empezar a poner en marcha el Comité para la Reconstrucción de Irak —dijo Edward Fox.
—Sí, ya lo hemos pensado. En tres o cuatro días os llamarán. La tarta es grande, pero hay que estar los primeros para aprovechar los mejores bocados —respondió el vicepresidente—. Pero decidme qué queréis e iremos adelantando.
Mientras degustaban bacalao al pil-pil, un plato típico del norte de España, los cuatro hombres sentaban las bases de los futuros negocios que harían en Irak. Todos tenían intereses en empresas de construcción, petróleo, bienes de equipo; era tanto lo que se iba a destruir y tanto lo que luego habría que levantar…
El almuerzo les resultó provechoso a los cuatro. Volverían a verse durante el fin de semana en el picnic de los Miller. Allí continuarían hablando, siempre que sus esposas les dejaran.
Robert Brown regresó a la fundación, situada en un edificio de acero y cristal no lejos de la Casa Blanca. Las vistas eran agradables, pero a él nunca le había terminado de gustar Washington. Prefería Nueva York, donde la fundación conservaba un pequeño edificio situado en el Village. Era una casona de finales del siglo XVIII construida por un emigrante alemán que se había hecho rico vendiendo telas que importaba de Europa. Fue la primera sede de la fundación y, pese a que ya no tenía ninguna utilidad, nunca se había querido desprender de ella. Cuando estaba en Nueva York tenía las citas importantes en el despacho de su casa, un espléndido dúplex sobre Central Park. Había acondicionado la parte de abajo para poder trabajar, y en el piso de arriba había instalado un salón, además del dormitorio.
A Ralph Barry también le gustaba la casona del Village; él sí que trabajaba allí cuando tenía que ir a Nueva York. Ésa era también una excusa que se daba Brown para no desprenderse de la casa. Al fin y al cabo, Barry era su segundo, el motor de la fundación.
—Smith, quiero hablar con Paul Dukais. Ahora.
No había transcurrido un minuto cuando pudo escuchar la voz ronca de Dukais al teléfono.
—Paul, amigo mío, me gustaría que cenáramos juntos.
—Claro, Robert, ¿cuándo te viene bien?
—Esta noche.
—¡Uf, imposible! Mi mujer me lleva a la ópera. Tendrá que ser mañana.
—No queda mucho tiempo, Paul. Estamos a punto de iniciar una guerra, déjate de óperas.
—Con guerra o sin ella, tengo que ir a la