El ancho mundo (Los años gloriosos 1)

Pierre Lemaitre

Fragmento

1. Ya que has decidido irte

1 Ya que has decidido irte

A lo largo del tiempo, la procesión familiar que recorría la avenue des Français había adoptado una variedad de formas, pero nunca la de un cortejo fúnebre. Ese año, sin embargo, parecía acompañar a su última morada a la señora Pelletier, pese al pequeño detalle de que estaba viva y bien viva. Como era habitual, su marido encabezaba la marcha con paso solemne y ella lo seguía a duras penas, deteniéndose cada dos por tres para dirigir a su hijo Étienne la mirada de una moribunda que suplica que abrevien su sufrimiento. Tras ellos caminaba Jean, alias el Gordito, envarado como buen primogénito, del brazo de su esposa Geneviève, que, bajita como era, se veía obligada a trotar. Cerraban la marcha François y Hélène, los menores, codo con codo.

En la cabecera del cortejo, el señor Pelletier sonreía a los vendedores ambulantes de sandías y pepinos y saludaba con la mano a los limpiabotas como si se dirigiera a su coronación, lo que no estaba muy lejos de la realidad.

La «peregrinación de los Pelletier» se celebraba el primer domingo de marzo hiciera el tiempo que hiciese. Los hijos no habían faltado nunca: te podías librar de la boda de un vecino, la cena de Nochevieja, el cordero de Pascua, pero faltar al aniversario de la jabonería era impensable. Ese año el señor Pelletier incluso les había pagado los billetes de ida y vuelta desde París a François, a Jean y a la esposa de este último para asegurarse de que estuvieran presentes.

El ritual se dividía en cuatro actos:

Acto I. El lento desfile hasta la fábrica, dirigido principalmente a vecinos y conocidos.

Acto II. La visita a las dependencias, que todos conocían como la palma de su mano.

Acto III. El regreso por la avenue des Français con un alto en el Café des Colonnes para tomar el aperitivo.

Acto IV. La comida familiar.

—Así nos aburrimos cuatro veces en vez de una —decía François.

Y hay que reconocer que, tras volver de la fábrica y sentarse en el café, resultaba bastante tedioso oír al señor Pelletier rememorando ante sus oyentes —que sólo lo escuchaban porque pagaba las rondas— los principales hitos de la saga familiar, una historia edificante que iba del primer Pelletier conocido (cuya presencia junto al mariscal Ney estaba, al parecer, avalada por testigos) hasta él mismo y la Casa Pelletier e Hijo, que, a su modo de ver, eran el culmen de la dinastía.

Louis Pelletier era un hombre tranquilo, de esos a los que no se les calienta la sangre con facilidad. Su bigotillo entrecano, sobre una boca perfectamente delineada que había legado a todos sus hijos, parecía una muestra de su cabellera, que llevaba siempre bien recortada y de la que estaba muy orgulloso («¡Todos los hombres de la familia estaban calvos a los cuarenta!», recordaba con altivez, como si conservar el pelo confirmara que, con él mismo, su linaje había alcanzado el acmé)... Sus estrechos hombros contrastaban con unas caderas ensanchadas por los años («Podría ser modelo de Saint-Galmier», bromeaba a veces, aludiendo a aquellas botellas de agua con gas de cuello fino que se engrosaban irresistiblemente hacia la base). Todo en él emanaba una energía serena y una especie de discreta satisfacción: había triunfado. Era cierto: en la década de 1920 había adquirido una modesta jabonería que hizo crecer «combinando la calidad artesanal y la eficacia industrial» (le encantaban los eslóganes). En su mente, aquella fábrica, situada a tiro de piedra de la plaza des Canons, estaba destinada a convertirse en la principal industria de la ciudad: en unos años los Pelletier serían para Beirut lo que los Wendel eran para Lorena, los Michelin para Clermont-Ferrand o los Schneider para Le Creusot. Luego había rebajado un poco sus pretensiones, pero se jactaba de estar «al mando de uno de los buques insignia de la industria libanesa», lo que nadie se habría atrevido a negar. A lo largo de los años siempre había innovado, añadiendo aceite de copra, de palma o de algodón a las fórmulas tradicionales, afinando las cantidades de ácidos oleicos, perfeccionando las condiciones de secado...

Los años treinta fueron provechosos para la Casa Pelletier, que compró varias fábricas pequeñas en Trípoli, Alepo y Damasco. Sin duda, la fortuna de la familia era mucho mayor de lo que su tren de vida, bastante modesto, permitía suponer.

Aunque había confiado la gestión de las filiales a distintos gerentes, Louis Pelletier no delegaba en nadie la tarea de velar por la calidad de la fabricación. Consideraba su deber visitar las sucursales, llegando a veces a presentarse sin avisar para tomar muestras, analizarlas y modificar los procesos de producción.

Aseguraba que no le gustaba demasiado viajar («Soy bastante casero», decía en tono de excusa) y, aunque ciertas responsabilidades en una federación de ex combatientes lo obligaban a desplazarse de vez en cuando a París, parecía evidente que aquello no tenía mucho peso en su existencia porque toda su energía, talento y orgullo estaban volcados en la fabricación y la calidad de «sus jabones». Nada lo hacía más feliz que ver humear las calderas —cuya temperatura se controlaba las veinticuatro horas del día— y admirar los conductos que llevaban el jabón líquido hasta los moldes. El proceso de corte en barras, bloques o pastillas le llenaba los ojos de lágrimas. «Voy a sustituirlo un rato», le decía a veces, inopinadamente, al empleado del final de la cadena, y entonces podía verse al mismísimo propietario de la fábrica empuñar un mazo delante de la máquina de corte que deslizaba hacia él las pastillas de verde jabón y, con un golpe ni demasiado suave ni demasiado fuerte, estampar en ellas el logo de la Casa Pelletier, con la silueta de la fábrica entre dos hojas de cedro. La señora Pelletier dirigía al personal, supervisaba la llegada de los productos y la salida de los camiones y llevaba las cuentas. Los dominios de su marido se centraban única y exclusivamente en el proceso de fabricación. No era raro que, en plena noche, cogiera la bicicleta (nunca había intentado siquiera conducir un automóvil) y se fuera a la fábrica para realizar muestreos que luego podía comentar con el maestro jabonero de guardia hasta primeras horas de la mañana.

Afirmaba que la Casa Pelletier había nacido en realidad el día en que se había encendido el primer «gran caldero», al que bautizó como «la Ninon» —según él por paronimia con la Niña, la primera de las tres carabelas de Colón— y cuyo nombre hizo grabar en una placa de bronce que se fijó en la base. La señora Pelletier frunció el ceño cuando, dos años después, llamó al segundo tanque «la Castiglione» porque no veía relación alguna con el descubrimiento de América. La instalación del tercero, bautizado como «la Palleva», la sumió en la más absoluta perplejidad, así que decidió preguntarle a François, considerado el intelectual de la familia porque había acabado el bachillerato antes de la edad habitual.

—Son nombres de mantenidas, mamá: «la Ninon» es por Ninon de Lenclos y «la Castiglione» por Virginia de C

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