Cuando ya no quede nadie

Esther López Barceló

Fragmento

1. El limón y las cerezas

1

El limón y las cerezas

Ofelia tiene el pelo cano, cuarenta y siete años, un dolor ciático que viene y va, y un padre muerto hace media hora. Permanece desde entonces quieta en la butaca, frente a la terraza, con las manos sobre el escritorio de madera y la mirada perdida en el cielo que se enciende de manchas rojas y amarillas. Es justo ahora el momento del día en que la luz huye hasta confundirse en el azul nocturno. Pero Ofelia no repara en ello porque, aunque sus ojos miran, ella no ve. Solo escucha. Tiene clavada entre las sienes una melodía antigua, un eco de la infancia que resuena en su interior con el tono y la cadencia de su padre.

Duérmete, vida mía…

Cierra los ojos, y está ahí con ella cogiéndola de la mano, señalando una rama alada de hojas y frutos: «Esto es un limonero, Ofelia. Es bueno tener uno siempre a mano». Respira, abre los ojos y lo busca. Al fondo de la terraza, se yergue el árbol amarillo y verde. Y es en ese preciso instante cuando, por primera vez, rompe a llorar. Treinta y siete minutos después de la llamada que la ha descabalgado del mundo.

… duérmete sin pena,

Se abandona en un llanto furibundo que a partir de ahora se accionará siempre así, empujado por el más insospechado de los resortes que, no obstante, siempre esconde una razón secreta. Y es que el limón conduce a Ofelia al recuerdo de las tortillas de patata ensopadas que su padre ya no comerá más. Ese vicio tan suyo de inundar la comida en el jugo ácido del cítrico. Porque el limón, desde ese momento y para siempre, será su padre muerto y la imposibilidad de volver a verle.

… porque al pie de la cuna,

tu padre te vela.

Pasados unos minutos, Ofelia interrumpe la congoja. Debe serenarse. Hay tareas de las que en adelante solo ella puede hacerse cargo. Ya no queda nadie más que se ocupe. Nadie. Y le pesa tanto la inmensidad de esa certeza que la aparta de su pensamiento como a la maleza en un bosque. Lleva años instalada en el desamparo de saberse huérfana, a pesar de que su padre siguiera vivo. Como tantas otras veces antes, se pregunta si un padre sin memoria sigue siendo un padre. Y, por primera vez, se dice que sí. Ahora que ya no está, lo sabe. Reconoce el valor de que hubiera un cuerpo caliente al que asirse, al que abrazarse, al que cuidar. Aunque Ofelia no lo hiciera apenas. Apenas. Se repite a sí misma ese apenas, que no es tan gélido y rotundo como un nunca o un jamás. Ese apenas que es un pequeño oasis en el desierto de culpa que la ha sepultado.

Duérmete, vida mía…

Recuerda que debe llamar a Miguel para anunciarle que su abuelo ha muerto. Aunque lleven demasiado tiempo sin nombrarle. Y la fulmina el temor a la indiferencia de su hijo al conocer la noticia. Imagina la posibilidad de un silencio violento al otro lado del teléfono y abandona la idea de avisarle hasta que sea irremediable. Entonces su mirada rebelde serpentea hasta una fotografía antigua que descansa traicionera en un marco plateado sobre una balda del salón. Es Miguel recién nacido siendo acunado por su abuelo. Desde hace más de media hora los recuerdos la asaltan inesperadamente como fragmentos de madera flotando en un naufragio. Ahora su padre está ahí, frente a ella en un sillón, sosteniendo el cuerpo de su nieto entre sus manos mientras le canta una nana. La misma que le cantaba a ella y que, como un murmullo perdido en el cráneo, la tortura desde que atendió la llamada. La maldita llamada.

… duerme sin pena,

Y se pregunta en qué momento la intimidad de los cuerpos familiares se rompe. ¿Cuál fue el preciso instante en que el amor profundo entre Ofelia y su padre dio paso a tal grado de extrañeza? «Fue después de que muriera mamá o quizá más tarde…», se interroga a sí misma. Influyeron en ello la distancia, las afinidades perdidas, su mal genio y, sobre todo, sin lugar a dudas, el detonante: su memoria perdida. «¡Esa enfermedad maldita!», grita Ofelia golpeando con los puños los cojines del sofá. Y prosigue en su deriva atronadora vomitando una rabia jalonada de tacos y blasfemias que se mezclan con moco y lágrima viva, hasta que se deja caer al suelo como una hoja se desprende del árbol. Lenta y definitivamente. Ofelia se hace un ovillo sobre el terrazo cerámico que no quería, pero que acabó aceptando para agradar a Íñigo, cuando aún era su marido y la alegría misma dependía de su validación. Es un suelo helado que la petrifica. Pero no le importa, al contrario, quiere que le duela porque ya ni su padre ni su madre existen y su cuerpo debe saberlo.

… porque al pie de la cuna,

Es ya de madrugada cuando se despierta entumecida. Durante un breve instante ha olvidado la razón de yacer en el suelo. Hasta que la memoria la embiste y su padre vuelve a morirse de repente. Pero no hay tiempo para la autocompasión. Mañana debe regresar a casa. Y se sorprende a sí misma llamando casa a la de su padre y planteando el viaje como un regreso. ¿Acaso no es eso lo que ha estado evitando todos estos años? Volver a casa. A la de verdad. A la primera. Donde no podemos ser esos otros que nos hemos inventado. El lugar donde somos. Irremediablemente.

… tu padre te vela.

Se levanta y arrastra su cuerpo con un pie descalzo hasta el dormitorio, donde va abriendo, sin ton ni son, los cajones verdes. Necesita ropa negra. De luto. Pero no encuentra nada. Tampoco sabe si tiene. Se siente aturdida después de haber llorado tanto. Y se rinde. Agarra la butaca del rincón y la sitúa frente a la cómoda para sentarse al fin. Por un momento permite que su cuerpo ceda a la gravedad y se le desgaje. Quiere vaciarse entera. Apoya la cabeza en el respaldo y ancla sus ojos al cuadro que cuelga sobre el mueble. Es el dibujo de unas cerezas que, siendo muy niña, pintó su madre y que muchas décadas después, dos días antes de su muerte, heredó de sus propias manos. Lo observa como si contuviera un mundo y a través de las pequeñas frutas rojas pudiera trasladarse a la casa familiar. Ese lugar en el que ha vegetado el cuerpo amnésico de su padre durante casi cuatro años y que apenas ha pisado desde entonces. Y rememora una a una las estancias del piso de su infancia, tan escueto y humilde. Aquella casa improvisada en la sexta planta del que un día fue un edificio señorial. Lo reconstruye a través de su mirada infantil. Cierra los ojos y ve el mágico armario con cerradura, el mensaje oculto que imaginaba en el papel pintado del pasillo, el salón ocupado a perpetuidad por la tabla de planchar de su madre. Incluso recuerda el olor a pasado detenido en la habitación en que murió su abuela y que, casi desde entonces, ocupa Lucía, la leal amiga de la familia desde que el tiempo es tiempo. Quien durante los últimos años se ha convertido en lo que no supo ser Ofelia. En una enfermera, una amiga, una hermana: en una hija para su padre. Antina

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos