La trampa del matrimonio (Casarse con un millonario 2)

Jennifer Probst

Fragmento

cap-1

1

Maggie Ryan se llevó la copa con el margarita a los labios y bebió un buen sorbo. La acidez del cóctel se mezcló con la sal, explotó en su lengua y le quemó por dentro. Por desgracia, no lo bastante rápido. Todavía le quedaba suficiente cordura como para plantearse lo que estaba haciendo.

El libro de tapas forradas con tela de color morado suponía una tentación y una burla al mismo tiempo. Lo cogió de nuevo, lo hojeó y acabó tirándolo a la mesa de cristal de estilo moderno. Era ridículo. ¡Por el amor de Dios, Hechizos de amor! Se negaba a caer tan bajo. Claro que, cuando su mejor amiga, Alexa, realizó su propio hechizo, ella la apoyó y alentó sus intentos por encontrar su alma gemela.

Su caso era totalmente distinto.

Maggie soltó un taco mientras miraba por la ventana. A través de los estores de bambú se filtraba un rayo de luna. Otra noche más. Otra cita desastrosa. Los demonios la acechaban y estaba sola para luchar contra ellos hasta el amanecer.

¿Por qué jamás sentía una conexión especial? El último tío con el que había salido era simpático, inteligente y afable. Aunque esperaba sentir un ramalazo de deseo sexual cuando por fin se tocaran, o al menos sentir la promesa de la pasión, no pasó nada. Nada de nada. Su cuerpo parecía entumecido de cintura para abajo. Solo sintió un doloroso vacío y el anhelo de… algo más.

La desesperación se cernió sobre ella como una ola gigantesca. El pánico le clavó las garras en las entrañas, pero se debatió y logró salir a la superficie. Al cuerno con todo. Se negaba a sufrir un ataque en su territorio. Se aferró a la irritación que sentía como si fuera un salvavidas y comenzó a respirar despacio y de forma rítmica.

Esos ataques de pánico eran ridículos. Detestaba la medicación y se negaba a tomarse las pastillas, convencida de que los episodios pasarían si se empeñaba en que así fuera. Posiblemente solo se tratara de una crisis temprana de mediana edad. Al fin y al cabo, su vida era casi perfecta.

Tenía todo aquello con lo que soñaba la mayoría de la gente. Fotografiaba a guapísimos modelos en ropa interior y viajaba por todo el mundo. Adoraba el moderno apartamento en el que vivía, decorado y amueblado para que fuera fácil de limpiar. La cocina contaba con electrodomésticos de acero inoxidable y estaba alicatada con relucientes azulejos de cerámica. La flamante cafetera expreso y la máquina para preparar margaritas confirmaban su divertido modo de vida, al más puro estilo de Sexo en Nueva York. Las mullidas alfombras blancas y los muebles tapizados a juego indicaban la ausencia de niños y ponían de manifiesto que le gustaba la decoración minimalista. Hacía lo que quería y cuando quería, pasando de todos los demás. Era una mujer atractiva, independiente desde el punto de vista económico, y saludable, sin contar con los esporádicos ataques de pánico. Sin embargo, la pregunta seguía torturándola con desquiciante insistencia, y cada día que pasaba la angustiaba un poco más.

«¿Esto es todo?»

Maggie se puso en pie y, tras colocarse bien la bata roja de seda que llevaba, introdujo los pies en las pantuflas a juego, de cuya parte superior sobresalían dos cuernos demoníacos. Estaba bastante borracha y nadie lo descubriría jamás. Tal vez el ritual la ayudaría a relajarse.

Cogió un trozo de papel y redactó una lista con las cualidades que buscaba en un hombre.

Después encendió una diminuta fogata.

Recitó el mantra.

Su mente imaginó que alguien se reía de ella a mandíbula batiente por la locura que estaba cometiendo, pero desterró esos pensamientos con otro sorbo de margarita mientras observaba el papel quemarse.

Al fin y al cabo, no tenía nada que perder.

El sol parecía enfadado.

Michael Conte se encontraba en la propiedad junto al río, contemplando el perfecto disco solar esforzándose por asomar tras las cumbres de las montañas. Los rayos anaranjados y rosáceos, con su intensa luz, vencían poco a poco a la oscuridad. Observó al rey de la mañana celebrar su victoria temporal y, por un breve instante, se preguntó si algún día volvería a sentirse así.

Vivo.

Meneó la cabeza, burlándose de sus propios pensamientos. No tenía motivos para quejarse. Su vida era casi perfecta. El proyecto de la zona del río estaba casi concluido y la inauguración de la primera tienda en Estados Unidos de la cadena familiar de pastelerías sería todo un éxito. O eso esperaba.

Su mirada pasó sobre el río, deteniéndose en los cambios producidos en la zona. La propiedad del valle del Hudson había sido hasta entonces un lugar deteriorado y plagado de maleantes, pero había sufrido una transformación digna de la Cenicienta, y él había sido uno de los artífices. Junto con otros dos inversores, habían logrado reunir el dinero suficiente para llevar a cabo el sueño, y el trabajo del equipo había sido un éxito, tal como él esperaba. Habían creado senderos pavimentados que serpenteaban entre los rosales, y las embarcaciones por fin habían vuelto al embarcadero, tanto los yates como el popular ferry que llevaba a los niños a dar paseos por el río.

Al lado de su pastelería había un spa y un restaurante japonés, que atraían a una clientela muy variopinta. La inauguración se celebraría al cabo de unas semanas, tras un largo año de construcción. Un año que había supuesto sangre, sudor y lágrimas.

Y La Dolce Famiglia por fin llegaría a Nueva York.

La satisfacción lo embargó al pensarlo, pero también sintió un extraño vacío. ¿Qué le pasaba de un tiempo a esa parte? Dormía menos y las mujeres con las que se permitía salir de vez en cuando para pasárselo bien lo dejaban aún más inquieto por la mañana. A simple vista, parecía tener todo lo que un hombre podía desear. Dinero. Una profesión que adoraba. Familia, amigos y salud. Además, podía conseguir a la mujer que quisiera. No obstante, el italiano que llevaba dentro gritaba pidiéndole algo más profundo que el sexo, si bien dudaba de que ese algo existiera de verdad.

Al menos para él. Tenía la impresión de que en su interior había algo que no funcionaba.

Molesto por el patético rumbo de sus pensamientos, se volvió y comenzó a pasear. En ese momento lo llamaron al móvil, y, tras sacarlo del bolsillo de su abrigo de cachemira, miró el número.

«Mierda», pensó.

Titubeó un instante, pero al final suspiró, resignado, y contestó la llamada.

—¿Sí, Venezia? ¿Qué pasa ahora?

—Michael, tengo un problema —contestó una voz que hablaba rapidísimo en italiano.

Michael se concentró en la parrafada de la mujer, desesperado por comprender lo que le decía entre sollozos y pausas para respirar.

—¿Que vas a casarte?

—¡Michael! ¿Es que no me estás escuchando? —La mujer abandonó el italiano—. ¡Tienes que ayudarme!

—Más despacio. Primero respira hondo y después me cuentas la historia desde el principio.

—¡Mamá no me deja casarme! —estalló—. Y es todo culpa tuya. Sabes que Dominick y yo llevamos años juntos, y yo tenía muchas ganas de que me pidiera matrimonio. Al final lo hizo. ¡Ay, Michael! Me llevó a la piazza Vecchia, se arrodilló y me enseñó el anillo. ¡Es precioso, divino! Por supuesto, le dije que sí, y después fuimos corriendo para anunciá

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