Cuando estábamos vivos

Mercedes de Vega

Fragmento

cap-1

 

Palacio Bastiani

Casi siempre te miraba sin verte. Su mirada atroz te devoraba, y no podías evitar responder esas preguntas que sus labios no necesitaban pronunciar para hacerse entender, como si fuese toda ella transparente, sin huesos, sin carne, sin humanidad. En mi alma podía sentir lo que ocurría en el interior de Jimena Anglada. En un desdoblamiento que me dolía profundamente, era capaz de penetrar en lo más profundo de su instinto. Y ella se alegraba de que fuese así. Quería verme sufrir como sufría ella, joven obstinada. No podía soportar mi alegría; ni mis pasiones, ni mi juventud, ni mis ganas de vivir al lado de su padre y de hacerle feliz aplacando la ira que ella despertaba en él con esas actitudes que lo hacían llorar en el profundo silencio de nuestro amor prohibido.

Era tímida y reservada, más de lo que nadie se pueda imaginar. Nunca terminaría de hablar de ella, de todo lo que le pasó, de su tristeza, de sus momentos de alegría que se marchitaban tan rápido como su apego a la vida. Pero también de todo el amor que guardaba, como si fuese un tesoro rescatado del mar que no le pertenecía. De su desgracia. De su muerte prematura y trágica. De mi arrepentimiento. De todos y cada uno de esos años de mi juventud en que yo moría por su padre, el hombre al que protegí de sus propias mentiras y de sus trágicas verdades, que eran las que más dolían. Y si el paso del tiempo nos provee de una gota de entendimiento a los que llegamos a la más despiadada vejez, no nos redime del mal que ya pasó; más bien acrecienta el remordimiento y la necesidad de clemencia y de alcanzar una muerte algo digna. Y hablo por mí y por él. Sobre todo por él, que murió sin pedir perdón, ni sintió compasión alguna de sí mismo: jamás observé en él ni el más mínimo de los arrepentimientos por el más atroz de los pecados o de las traiciones que un hombre pueda cometer contra su familia y contra su raza.

Pero le amaba. Así de sencillo. Y no quiero excusarme, aunque haya tratado de hacerlo continuamente a lo largo de todos estos años de exilio voluntario. Siempre me escondí tras ese amor inconcluso para disculparlo, para decirme a mí misma que solo era una mujer enamorada de un hombre que jamás podría ser mi marido. Le adoré siempre, desde el mismo instante en que le conocí. Ese amor desmesurado morirá conmigo, descansará en el cementerio que me espera, lejos de España, en este país que me ha ayudado a poner paz en mi existencia, y en el que él se sintió tranquilo.

Habrían de pasar más de cuarenta años de esta historia, que he recopilado como testimonio y fe de la verdad y que he entregado a mi nuera Laura Bastiani, para que una mañana, cercana a su muerte, Francisco Anglada, viejo y cansado pero con la emoción intacta de su juventud, deseara contarme la verdad. Su terrible verdad. Qué obstinación la suya de querer tapar con sucias mentiras, tras huir de Madrid a finales de 1936, lo que le hizo a su única hija, muerta y sin enterrar, como Polinices. Y sin pretender ser yo ninguna Antígona, sí he de honrar la memoria de Jimena, aunque su cadáver nunca se encontrara.

Su confesión me extrañó. No era hombre dado a confesiones o arrepentimientos. Fue en una calurosa mañana de verano de 1979, coincidiendo con el último viaje que Fran hizo a Roma. Acababa de llegar de Madrid. Paseábamos de la mano, como dos jovenzuelos que aún tienen el futuro por delante, sobre la hierba fresca de mis amados jardines de Villa Borghese. Recuerdo que él llevaba una suave camisa blanca de cuello Mao y una americana de lino. Nos asomamos al mirador de las aguas de Castalia, del monte Pincio, para sentir el vértigo de la ciudad a nuestros pies. Una alfombra de tejados, cúpulas, iglesias, murallas y ruinas parecía moverse en el hormigueo sutil de una ciudad que nunca se queda quieta y se desplaza, sin que lo percibamos, por los siglos y los siglos, entre la nueva y la antigua Roma. La mañana nos regalaba todo su esplendor, bajo el sol templado de las primeras horas estivales. Era nuestro lugar favorito del parque. Fran se detuvo a observar las ruinosas piedras de la muralla aureliana como si nunca las hubiese visto. No sé, creo que esa antigua ruina le despertaba la memoria de su vida. Y también la nostalgia.

Habíamos caminado desde la Piazza del Popolo, final de la Via del Corso, donde desayunamos, hasta la Piazza Napoleone, junto al Palacio Bastiani, residencia de mi nuera Laura y en donde vivo desde hace más de veinte años. Estábamos algo cansados de la caminata porque los años no perdonan. Miró al frente, sobre el mirador del parque, hacia una vieja ciudad tan cansada como nosotros, y cerró los ojos, preocupado, respirando profundamente. Podía oír el latido de su corazón como encerrado en una caja de zapatos, y lo vi tan joven y varonil como había sido siempre. Continuamos nuestro paseo por el cauce del arroyo que discurre entre las fuentes del lado norte de la colina. Sin darnos cuenta, nos adentrábamos cada vez más en la espesa arboleda que nos hizo perder el sentido de la orientación. Pronto, los árboles nos apresaron en su laberinto de veredas y estatuas de diosas romanas. El tiempo quedaba extramuros, paralizado, o eso dice todo el que camina por esos parajes. Encontramos un banco y nos sentamos junto a unos altos setos de boj. Estaban milimétricamente podados, con formas redondeadas como enormes cabezas. El sol iba subiendo lentamente. Fran se resistía a hablar. Entreabrió las piernas y apoyó los codos sobre las rodillas sujetándose la frente. Sus ojos grandes y saltones, empequeñecidos por los años y mirándome de una manera que no me gustó en absoluto, querían hablar a borbotones.

Y lo hizo, ya lo creo que lo hizo. Habló y habló durante horas, hasta que el sol nos mostró su peor cara y tuvimos que resguardarnos bajo un gran álamo. Nos sentamos sobre la hierba y escuché callada y atenta el continuo brotar de su vida como un manantial sulfuroso que me quemaba el alma. Y no dije nada. Callé. Como había hecho siempre. Ante la verdad, no pude hacer otra cosa que apoyar la cabeza contra la corteza oscura y asurcada del árbol, y respirar. Era la confesión de una agonía que no lo dejaba morir. Me dio tanta pena, había tanto dolor que renacía en su rostro arrugado y hermoso que quise odiarlo. Pero no me quedaban fuerzas. En realidad, estaba preparada para ese momento. Llevaba esperándolo toda la vida. Ése era el instante que creí tener descontado, y aun así pensé que era nuestra obligación morir allí mismo: dos ancianos bajo el árbol de la vida. Era lo mejor que podría sucedernos, porque habíamos durado demasiado.

Cuando terminó de hablar se me había helado la sangre. Se recompuso, me besó en la mejilla y se estiró las mangas de la camisa como hacía siempre, recobrando la dignidad, como si lo que acababa de contarme perteneciese a la vida de un amigo. Se encogió de hombros, cambió de tema y dijo que deseaba ser enterrado en Madrid, en el cementerio civil, que se lo prometiera por nuestro amor. Quizá, al no haberse encontrado el cuerpo de Jimena, deseaba ser sepultado lo más cerca posible de su hija. O quién sabe, tal vez Madrid fuera el único lugar en el que sus fantasmas se diluían en un remolino que se traga la tierra. Sus ojos me lo suplicaron y no se lo pude negar. Me emocioné. Hacía mucho tiempo que no le oía hablar de esa manera, modulando una voz todavía joven y llena de fortaleza. Yo ya era mayor para aquellas pretensiones de jovenzuelo que él tod

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