TARJETA DE SAN VALENTÍN
Joey sabía que su relación con Daisy le podía arruinar la vida, pero eso no le detuvo. En realidad, le gustaba la idea. Hacía mucho tiempo que no tenía la sensación de que su vida estuviera en peligro de arruinarse todavía más y le divertía pensar que aún era posible.
Trabajaba con Daisy en la oficina de una inmunda librería de lance en el Lower East Side de Manhattan. El despacho era un espacio de baldosas cuadriculadas entre toscas estanterías de metal gris atiborradas de libros y una pared sucia surcada en su parte inferior por delgadas tuberías blancas. Por todas partes había cajas de libros, papeles desparramados, ceniceros, vasos de plástico, sillas rotas, cada tanto algún ratón que pasaba como un rayo. Los clientes deambulaban hasta donde empezaba la sección, buscando la salida. Daisy, que tenía su sitio cerca del pasillo de separación, siempre estaba levantándose de su mesa para ayudar amablemente a algún viejo desconcertado y sudoroso con gafas torcidas.
La mesa de Joey estaba a un metro escaso en diagonal de la de Daisy y mientras iba al dispensador de agua la miraba fijamente, haciendo sonar las chapas de identificación de epiléptico que llevaba alrededor del cuello y suspirando. Luego volvía a su mesa y le lanzaba gomas elásticas. Por lo general, ella no se daba cuenta hasta que tenía la máquina de escribir rodeada de garabatos de goma roja. Entonces levantaba la mirada, sonreía de aquella manera dulce y aturdida y con sus dedos largos seguía revolviendo papeles lentamente.
Había estado observando a Daisy durante casi un año antes de dar el primer paso. Llevaba ocho años viviendo con Diane y se resistía a cambiar una relación tan estable. Además, quería a Diane. Habían pasado unos ocho años tan estupendos que ahora su relación era casi un sistema.
Había conocido a Diane en Bennington. Le impresionaron la reputación que tenía en el departamento de arte, la calidad del LSD que vendía y su tosquedad. Era una mujer de treinta y tres años, alta y guapa, con los hombros tiesos y firmes, y estaba tan tensa que tenía los músculos constantemente agarrotados. Por consiguiente, era muy musculosa, a pesar de que no hacía otra cosa que no fuera tumbarse en el desván y tomar drogas. Él la mantenía con su trabajo de contable en la librería y vendiendo drogas. Ella colaboraba con la pensión que le daba el gobierno como enferma mental reconocida.
Se pasaban tres días y medio a la semana colocados con Dexedrina. Lo habían estado haciendo religiosamente durante todo el tiempo que llevaban juntos. Empezaban los jueves por la mañana, primer día de trabajo de Joey. Joey se pasaba todo el día en la tienda y cuando volvía a casa trabajaba en sus proyectos. Desmontaba el ordenador y lo esparcía por el suelo en montoncitos de color gris. Se sentaba en cuclillas y jugaba con las piezas durante horas antes de volver a montarlo. También hacía otras cosas. Una vez sacó una serie de fotos en azul y blanco del esqueleto de vaca que tenían en la sala de estar. Grababa cintas con ruidos que le sonaban bien. Programaba el ordenador. A veces simplemente cogía los juguetes de cuerda de la estantería de los juguetes y jugaba con ellos mientras escuchaba discos. Antes, Diane trabajaba en sus cuadros de enormes manchas. El domingo, el suelo del desván estaba cubierto de papeles encerados cubiertos de manchas de pintura acrílica rociadas con agua que se entremezclaban formando regueros de color púrpura apagado. Solía trabajar en un cuadro durante meses y después lo destruía. Ahora ya no pintaba. Los ratos que pasaba levantada los dedicaba a mirar la televisión, a sacar a pasear a los perros o a trazar gráficos de biorritmos en el ordenador.
El domingo, Joey volvía del trabajo con ojeras y los tendones sobresaliéndole de una manera muy rara. Diane tenía dos pequeñas ensaladas preparadas en sendos boles rojos a juego que le había regalado su abuela. Encima siempre había un rábano húmedo y cortado en forma de flor. Se comían la ensalada y se iban a dormir hasta el lunes por la noche. Entonces Diane encargaba sushi en el restaurante japonés de la esquina y cuando lo traían lo disponía en una larga tabla de cortar de madera. Lo cubrían de sal y limón y se lo comían con los dedos. A veces venía gente a comprar drogas y ponían discos y charlaban. Después se iban a dormir. Para cuando llegaba la mañana del jueves ya estaban frescos y preparados para volver a quedarse despiertos hasta el domingo.
Hacían el amor una vez al mes. No duraba mucho porque los dos creían que era monótono y porque a Diane le fastidiaban casi todas las cosas que la gente suele hacer para que dure más. Sin embargo, cuando Joey empezó a pensar en Daisy, abandonó del todo sus requerimientos amorosos a Diane, y ella se ofendió.
Estaba ofendida por otras cosas también. La molestaban sus juguetes de cuerda. Cuando los encontraba tirados por el suelo les daba patadas. Tampoco le gustaban los rollos de pecana helados que él comía los miércoles por la mañana. Se quejaba del aspecto asqueroso que tenían, y después se comía la mitad.
Daisy también vivía con alguien, pero iba por toda la tienda comentando su infidelidad como si no tuviera otra cosa de que hablar. A Joey le gustaba mirarla cuando andaba de una mesa a otra con pasos ligeros, con sus deportivas blancas y los tejanos que le rozaban entre los pequeños muslos a cada zancada. Tenía que saber qué pensaban Evelyn y Ariel y todos los demás de que Fulanito no la llamara cuando había dicho que lo haría. Luego quería saber qué les parecía si ella le llamaba y le cantaba las cuarenta. O algo parecido. Su supervisor, Tommy, la aguantaba porque era el tipo de homosexual a quien le encantaba oír los problemas sentimentales de las chicas. No aprobaba sus devaneos a escondidas de su novio, pero le gustaba tener la oportunidad de moralizar cada vez que otro hombre la arrastraba por el fango, como decía ella. Daisy se lamentaba: «Tommy, yo intento que se vaya, pero él no se irá. No puedo hacer nada al respecto».
Una vez Joey oyó que Tommy comentaba con otro supervisor que Daisy trabajaba muy mal. «Pero es un caso especial —dijo Tommy—. Nunca la despediría. ¿A qué otra cosa podría dedicarse?».
Joey sintió una punzada de afecto incrédulo. ¿Era posible que Daisy fuera menos competente que los otros vagos de la sección de mecanografía? Allí todos trabajaban mal excepto Evelyn. Evelyn era la única chica, aparte de Daisy. Era una mujer enérgica, de mandíbula cuadrada, que podía mecanografiar ochenta palabras por minuto. Llevaba tejanos ceñidos y camisas vaqueras y se pintaba los ojos con una gruesa línea negra que se le corría en el rabillo del ojo. El pelo con mechas rubias le caía sobre la cara y le daba un aspecto brutal de máscara. En la mesa tenía una colección de libros sobre diferentes asesinos de masas, y podía contar la historia personal de cada uno de ellos.
Los otros tres mecanógrafos eran homosexuales gordos y taciturnos que se pasaban el día sentados a la mesa del despacho comiendo galletas y quejándose. Hacía años que trabajaban en la librería y todos hablaban desesperadamente de «salir de allí». Ariel era el más antiguo. Medía un metro noventa y tenía los hombros redondos y recatados, las caderas grandes y unos pechos cuadrados y carnosos que le avergonzaban. Tenía la cabeza pequeña, la nariz larga y torcida y unos grandes ojos castaños que eran dulcemente cándidos o tristes, según el momento, pero que por lo demás reflejaban una inexpresividad perturbadora. Había disfrutado de una breve notoriedad en los círculos de punk rock por su música de piano eléctrico. Hablaba de su éxito pasado con una voz sumisa y melancólica, y mostraba viejas fotos en las que aparecía vestido de negro y con gafas oscuras en forma de mariposa. Era muy susceptible y Tommy se aprovechaba de su susceptibilidad para burlarse de él.
—Ariel es el alma de la sección —decía Tommy mientras correteaba de un empleado a otro con montones de papeles—. Cuando alguno de vosotros necesite inspirarse, que mire a Ariel.
—Por favor, Tom, vas a hacerme llorar —replicaba Ariel con tono fúnebre.
—¡De eso es justo de lo que estoy hablando! —chillaba Tommy.
Cuando Joey empezó a fijarse en Daisy se preguntaba por qué aquella mujer joven y bonita había elegido trabajar en una tienda inmunda y ruinosa en medio de homosexuales desgraciados. A medida que fue pasando el tiempo, ya no le pareció tan inapropiado. Ella se sentía cómoda en la sección de mecanografía. Se lo pasaba muy bien escuchando lo que contaban los chicos de sus aventuras en bares de cuero gais, donde los hombres se hacen mamadas en cabinas abiertas o se mean sobre otros hombres. Ella contaba chistes verdes sobre Helen Keller. Hablaba de sus amistades masculinas y de su pintura. Siempre estaba inclinada sobre la mesa de Evelyn, murmurando y riéndose de algo, o mirando números atrasados de la revista True Detective de Evelyn. Llevaba camisetas con estampado de personajes de dibujos animados y pantalones de color llamativo. El pelo castaño a lo garçon le marcaba una curva suave que terminaba a cada lado de los pómulos altos. Cuando andaba mantenía los hombros y la larga nuca erguidos de una manera voluntariosa, un poco como hacen los patos, pero las caderas y la cintura tenían un movimiento fluido y suave.
Los hombres heterosexuales acudían siempre a su mesa a hablar con ella de sus poemas o de sus ideas políticas mientras ella les miraba y asentía. Incluso los gais desplegaban cierta fanfarronería en su presencia. Tommy no dejaba de asegurarle que su príncipe estaba a la vuelta de la esquina.
—Lo intuyo, Daisy —decía exultante—. ¡Estás a punto de tropezarte con el hombre de tu vida!
—¿De verdad lo crees, Tom?
—¡Pero si está clarísimo! ¿No estás emocionada?
Entonces Ariel se levantaba y avanzaba pesadamente hacia ella, se doblaba por la cintura y le ponía los gruesos brazos carnosos alrededor de los hombros. Joey podía ver cómo la mano pequeña y blanca de Daisy aparecía por el ancho costado de Ariel y pacientemente le daba unas palmaditas.
Y por si no fuera suficiente ser la rompecorazones del grupo del sótano, además era amable con la gente más desagradable y repulsiva. Había una vieja grotesca que venía a la tienda de vez en cuando en busca de su amabilidad. La mujer tenía por lo menos sesenta años, y llevaba la cara cubierta de una espesa capa de maquillaje de color naranja. Compraba best-sellers espantosos y manuales de autoayuda con tapas de color rojo chillón. Se quedaba media hora junto a la mesa de Daisy contándole lo deprimida que estaba. Daisy apagaba la máquina de escribir y se giraba hacia ella con la barbilla apoyada en la mano. La escuchaba muy seria, asintiendo cada tanto, y permitía que la mujer le regalara bolsitas de caramelos duros y la besara en la mejilla. Todos hacían comentarios groseros sobre Daisy y la «vieja bollera loca». Pero Daisy seguía siendo atenta y cortés con aquella desdichada criatura, aunque a menudo se burlara de ella cuando ya se había marchado.
Joey no se imaginaba haciendo el amor con Daisy, al menos no con detalle. Era más la idea de estar junto a ella, de protegerla. Era evidente que estaba muy confusa. Andaba buscando respuestas por todas partes, tratando de que alguien le dijera lo que tenía que pensar. «Solo quiero escuchar tu punto de vista», decía.
Había un cliente al que ella llamaba «el hombre de las respuestas» porque se jactaba de predecir el futuro por la «escritura automática». Era un apuesto señor mayor vestido con trajes caros que parecía haberse hecho un lifting. Hacía años que frecuentaba la tienda. Cada vez que entraba, Daisy se lo llevaba a un rincón y le hacía preguntas. El hombre garabateaba las respuestas con trazos finos de tinta roja y se las entregaba con una mirada imperiosa, terriblemente personal. Ella se quedaba destrozada o contentísima. Después correteaba por ahí contando lo que él le había dicho, examinando las hojas de papel llenas de garabatos rojos. «Dice que mis cuadros empezarán a tener éxito dentro de un año y medio». «Dice que no hay ningún hombre que valga la pena a mi alrededor y que no habrá ninguno durante meses». «Dice que David se irá de casa el mes que viene».
—No te tomarás en serio esas tonterías, ¿no? —preguntaba Joey.
—La verdad es que no —decía ella—. Pero es interesante.
Volvía a su mesa, metía los papeles en el cajón y se ponía a mecanografiar, con la cara aún resplandeciente y ufana porque alguien que probablemente estaba loco le había dicho que algún día sería famosa.
Empezó a pensar en ella en casa. Se imaginaba su cuerpo apoyado contra el suyo, su brazo rodeándola. Se la imaginaba vestida con un quimono blanco, mirándole furtivamente tras un abanico, la pintura de los ojos frunciéndose al sonreír. Diane empezó a sospechar.
—Estás a mil kilómetros de distancia —dijo por encima de la ensalada del domingo—. ¿Qué te pasa?
—Estoy pensando.
El tono de Joey dejó claro que la queja de ella era inútil, y se quedó asustada y enfadada. No dijo nada más, que era lo que él quería.
No se acostó con ella aquella noche, aunque estaba agotado. Estuvo dando vueltas por el loft, golpeando los muebles con la fusta de montar de Diane, molestando a los gatos, haciéndoles corretear por el suelo, la mirada temerosa y la cola erizada. Los ojos se le secaron en las órbitas. Tenía la espalda dolorida y agarrotada de haber pasado tres días levantado.
Empezó a hacer cosas para llamar la atención de Daisy. Contaba chistes. Se masajeaba la cara con agua de colonia. Se ponía pantalones rojos y una navaja enfundada prendida del cinturón. Se abría de piernas o hacía el pino. Hablaba del activo papel que había desempeñado en el departamento de teatro de Bennington y de sus clases con André Gregory. Mencionaba el curso de kárate que había seguido una vez y agujereaba de un puñetazo una caja de libros. Al final ella decía: «¡Joey ha hecho de todo!», con una emocionada nota de triunfo en la voz.
Durante mucho tiempo se limitó a mirarla. Eso solo le hacía tan feliz que tenía miedo de intentar algo más. Quizá fuera mejor conservar la sombra alada de Daisy bien segura en la cámara de sus recuerdos que tocar a la chica de carne y hueso y perderla.
Decidió entregarle una tarjeta el día de San Valentín.
Pasó días enteros buscando material. Encontró lo que quería en un viejo libro infantil ilustrado. Era una acuarela descolorida de tres amapolas compartiendo un campo con unos tréboles de tono rosado y algunos hierbajos inocentes. Una abeja de color miel y ojos soñadores subía por un tallo. Un saltamontes verde mar volaba por un cielo azul borroso y desvaído, los ojos medio cerrados de felicidad, las peludas patas delanteras colgando ridículas, las patas traseras pateando jubilosamente el aire. Era un dibujito distorsionado y febril. Los colores estaban todos mal. Le hizo pensar en el paraíso.
Lo arrancó del libro y lo cubrió con un papel de seda para que la escena, cubierta por el brumoso velo amarillento del papel, fuera más remota y misteriosa. En la parte de abajo dibujó con trazos irregulares cinco corazones de tamaños diferentes y los pintó de rojo. Debajo escribió: «Voici le temps des assassins».
Llevó la tarjeta al trabajo durante unos cuantos días antes y después de San Valentín. Docenas de veces estuvo a punto de dársela, y cada vez se echó atrás. La examinaba cada día, preguntándose si era suficientemente buena. Cuando llegó a la conclusión de que era perfecta, pensó que tal vez fuera mejor guardarla en el cajón, donde solo él sabría que la había hecho para ella.
Por fin le dijo:
—Tengo una tarjeta de San Valentín para ti.
Ella fue corriendo a su mesa, sonriendo ávidamente.
—¿Dónde está?
—En mi cajón. Pero aún no quiero dártela.
—¿Por qué no? San Valentín fue hace una semana. ¿Me la das ahora? —Posó las manos sobre sus hombros como suaves garras—. Dámela ahora.
Cuando se la entregó, ella le abrazó y se apretó contra él. Joey soltó una risita sofocada y la rodeó con el brazo. Tristemente dejó escapar a su sombra cautiva.
Esa noche no pudo comerse la ensalada de espinacas. El rábano, alegre flor roja y blanca, era un cebo inútil. Diane, sentada delante de él, hacía trabajar las mandíbulas glacialmente. Estaba sentada con la espalda completamente erguida y el cuello tan tieso que parecía mentira que pudiera tragar. Joey picó un poco de ensalada, dando infinitas vueltas a las hojas. Miraba a Diane sin verla, suspirando, los ojos secos en las órbitas.
—Pareces un idiota —dijo ella.
—Lo soy.
Al día siguiente llevó a Daisy a almorzar, aunque él no podía comer nada. Pidió una ensalada, que le trajeron en un cuenco beige de plástico. Sobre un lecho de tiritas de zanahoria descolorida había rábanos acusadores cortados en láminas. Los ignoró. La contemplaba mientras comía su plato de fideos chinos blancos y verdes, rizados y bien untados de aceite, aderezados con trocitos brillantes de carne viscosa y verduras. Daisy los pinchaba serenamente con el tenedor, tres cada vez.
—No te puedes imaginar lo que esto supone para mí —dijo él—. Hace mucho tiempo que te observo.
Daisy sonrió, pensó él, indecisa.
—Eres tan dulce y suave. Eres como una delicada flor blanca.
—No, no lo soy.
—Ya sé que probablemente no lo eres. Pero lo pareces, y con eso me basta.
—¿Y qué pasa con Diane?
—Voy a dejar a Diane.
Ella soltó el tenedor y le miró. Masticaba seriamente y con dulzura. Él le sonrió.
Daisy engulló el bocado de forma suave y rotunda.
—No dejes a Diane —dijo.
—¿Por qué no? Te quiero a ti.
—Querido —dijo—, esto se nos está yendo de las manos. ¿Por qué no te comes la ensalada?
—No puedo. Me estoy medicando.
—¿Te estás qué?
Se obligó a comer las hojas pálidas y las tiras de zanahoria.
Salieron del restaurante y dieron la vuelta a la manzana. Daisy adelantaba la cabeza resistiendo el empuje del fuerte viento; el corto abrigo gris le ondeaba por detrás como una vela. Joey le tomó la mano enguantada.
—Te quiero —dijo—. Es lo único que me importa. Quiero cubrirte con mi manto protector.
—Vamos a sentarnos aquí —dijo ella.
Se sentó en un saliente liso de ladrillos amarillos, situado frente a un edificio de apartamentos que reflejaba la imagen del ladrillo amarillo sobre el vidrio gris oscuro que enmarcaba la triste figura borrosa de un portero. Joey se sentó junto a ella y le cogió la mano.
—Tengo que contarte algunas cosas acerca de mí —dijo Daisy—. No aguanto muy bien la admiración.
—No me importa si la aguantas bien o no. Está ahí.
—Pero ¿no serás desgraciado si no te correspondo?
—Estaré decepcionado, supongo. Pero me quedará el placer de sentirla por ti. No tiene por qué ser correspondida. —Tenía ganas de cogerle la cabeza entre las manos y apretar.
Daisy le miró fijamente.
—Hace poco le dije esto a alguien —dijo—. ¿Crees que se trata de una moda o algo así?
El viento le echó el flequillo para atrás, dejando al descubierto una frente blanca. Él besó aquella desnudez repentina. Daisy dejó caer la cabeza sobre el hombro de Joey.
Una anciana con un abrigo rosa, que llevaba en el ojal una flor de lentejuelas con una exuberancia de pétalos perturbadora, les miró y sonrió. Tenía la tez blanca endurecida por las arrugas y el maquillaje rosa, y parecía que le costara sonreír bajo tanto peso. Se sentó en el corto murete de ladrillo, a medio metro de ellos.
—No me explico bien —dijo Daisy. Alzó la cabeza y le miró con aquellos ojos enormes e inquietos—. Si eres bueno conmigo, probablemente te haré desgraciado. Ya me ha pasado con otras personas.
—Tú no puedes hacerme desgraciado.
—Solo soy amable con la gente que se porta más bien mal conmigo. Una vez alguien me dijo que me mantuviera alejada de un tío porque pegaba a las chicas. Decían que le había roto la mandíbula a su novia.
Hizo una pausa, para dar más énfasis, supuso él. La anciana empezaba a parecer deprimida.
—Así que empecé a flirtear con él como una loca. ¿Verdad que es algo enfermizo?
—¿Qué ocurrió? —preguntó Joey, interesado.
—Nada. Se fue a Bellevue antes de que pudiera pasar nada. Pero es horrible, ¿no? De hecho yo quería que aquel loco me pegara. —Hizo otra pausa—. ¿Estás asqueado?
—Pues no lo sé.
La anciana se levantó despacio, con la cabeza gacha, y se alejó penosamente con pasos rígidos. El abrigo se le abrió de golpe. Las piernas veteadas de azul eran extrañamente hermosas.
Daisy se giró para mirarla.
—¿Ves? —dijo—. Está asqueada aunque tú no lo estés. Le hemos estropeado el día.
Cada día después del trabajo acompañaba a Daisy hasta una esquina a dos manzanas de su apartamento para no encontrarse a su novio, David. En la esquina había una farmacia que tenía en el escaparate coloridos frascos de perfume dispuestos en un nido de papel crepé. El farmacéutico, un hombre de mediana edad con una barriga enorme y aspecto decepcionado, salía a la puerta y miraba cómo se despedían. Era una esquina muy concurrida; el tráfico pasaba furiosamente por la calle y la gente andaba con paso decidido, mirando a uno y otro lado, asiendo con fuerza paquetes, carteras y enormes radios vociferantes, la mirada concentrada pero vacía. Daisy se mostraba callada y frágil como una espadaña, el guante negro de lana en la mano de Joey, los ojos escudriñando ansiosamente la calle por si venía David. Le decía adiós a Joey varias veces, pero él la atraía hacia sí cogiéndola por la solapa en cuanto ella se giraba para cruzar la calle. Después de retenerla por segunda vez, ella suspiraba y bajaba la mirada, luego empezaba a rebuscar en los bolsillos trocitos de papel inservibles que convertía en copos de nieve y dispersaba como mensajes inútiles en la papelera de metal atiborrada de basura que había debajo de la farola, como si, ya que estaba aprisionada en la esquina, tuviera que aprovechar para hacer algo útil como limpiarse los bolsillos.
Aquel día, cuando por fin la dejó marcharse, Joey se quedó un momento contemplando cómo ella cruzaba con paso firme la calle a través del espantoso desfile de gente. Después caminó media manzana hasta una tienda de golosinas con un letrero de neón naranja y compró unas cuantas bolsas blancas de pastillas de goma. Luego tomó un taxi y se fue a casa como un sultán. Ignoró la mirada agria que Diane le dirigió mientras cruzaba la sala de estar y se encerró en el dormitorio con sus pastillas de goma.
Imaginó que rescataba a Daisy. Ella iba andando por la calle, con aquel aspecto etéreo y distraído en la cara. Un coche rugía al doblar una esquina repleta de basura, ella se quedaba clavada en medio de la calle, la cara pálida y desvalida como un conejo agazapado. Él aparecía de la nada dando un salto, la arrastraba a un lado cogiéndola de un brazo, los dos trastabillando hacia la acera, hacia la seguridad, la cabeza de ella protegida por su brazo. O la abordaba un adolescente agresivo que la agarraba por el abrigo y la empujaba contra la pared. De repente, él atacaba. Las piernas del gamberro volaban por el aire cuando Joey lo arrojaba violentamente contra una pared de ladrillo que se desmoronaba. «Si le haces daño, te…».
Lanzó un suspiro de felicidad y se tomó otra píldora y un puñado de pastillas de goma.
—Mi madre no me comprendía ni podía hacer nada por mí —dijo Joey—. Ella creía que estaba haciendo lo que debía.
—Pues a mí me parece una bruja —repuso Daisy.
—No, no. Hacía lo que podía, dadas las circunstancias. Por lo menos reconocía que yo era más inteligente que ella.
—Entonces ¿por qué permitió que su novio te pegara?
—No me pegó. No era más que un tipo gordo y odioso que disfrutaba haciéndole una llave a un crío de doce años y luego preguntándole qué le había parecido el jueguecito.
—Él te pegó.
Estaban en un bar pequeño y oscuro. Los suelos y las mesas eran de vieja madera crepitante, y en una de las paredes había una ventana de media luna con vidriera de colores. Las mesas estaban llenas de marcas de cuchillo, las patatas fritas eran largas y gomosas. Las camareras se desplazaban como dinosaurios con pequeñas manos torpes y tenían venas de color morado en las piernas, aunque eran jóvenes. Eran simpáticas, sin embargo, y miraban directamente a los ojos.
Daisy y Joey habían ido allí a almorzar y se habían sentado en los reservados de respaldo alto. Joey no comía, y a esas alturas Daisy ya sabía por qué. Bebía y la observaba comerse su hamburguesa con mordiscos calculados y comedidos.
—Aún no entiendo por qué se casó con ese cerdo asqueroso. Se lo pregunté y me contestó: «Porque me hace sentir estable y segura».
—Sinceramente, no me da la impresión de que él fuera muy estable.
—Supongo que lo era, comparado con mi padre. Pero papá normalmente estaba demasiado borracho para bajar las escaleras sin caerse, y era impensable que pudiera conservar un trabajo. Quiero decir, estamos hablando de alguien que murió en un pabellón psiquiátrico cantando «Joey, Foey, Bo-Poey, Bananarama Oh-Boey». Cualquier capullo de mierda es un tío estable comparado con eso. Pero… ¿Tom? Por lo menos mi padre tenía clase. Ni muerto habría sido capaz de ponerse esas cosas tan feas de dacrón que lleva Tom.
Daisy se apoyó en el rincón del respaldo y le miró solemnemente.
—Cuando me dijo por teléfono que iba a casarse con el tío Tom, me alegré. Por lo menos podría volver a casa en lugar de vivir con mis parientes que eran de la Ciencia Cristiana y que me hacían ir a la escuela con aquellos horribles pantalones a cuadros.
—Tu madre no debería haberte mandado a vivir con ellos —dijo Daisy.
Se sentó erguida y se acercó el vaso, atrapando la pajita con un movimiento rápido del labio.
—Ella creía que era lo mejor que podía hacer al morir mi padre. Pero no sabía que mis parientes me odiaran tanto.
—No entiendo cómo pudo pensar que estaba bien permitirle a ese tío que te echara de casa a los dieciséis años.
—No me echó. Yo sabía que la disputa constante sobre si yo era mariquita o no le hacía daño a mi madre. Yo me di cuenta de que era mucho más adulto que ellos y que me tocaba a mí cambiar la situación.
Daisy se reclinó en el asiento cogiendo el vaso con las dos manos mientras sorbía por la pajita, las mejillas palpitando ligeramente. Del fondo del vaso subieron gorgoteos discretos al sorber el final de la bebida. Joey sonrió y le cogió la mano. Daisy le apretó los dedos. Él engulló su alcohol, con el pulso latiéndole desbocado. En realidad no le habían echado de casa cuando tenía dieciséis años. Ya había cumplido los dieciocho cuando Tom perdió los estribos al ver el póster anti-Vietnam que tenía y le rompió la nariz.
Daisy dejó el vaso sobre la mesa con un movimiento torpe. Se apoyó contra él. Él le acunó la cabeza con el brazo y pidió otra ronda.
—No se lo podían creer cuando conseguí aquella beca para Bennington. Ni siquiera les dije que la había pedido. Ya se sentían inferiores a mí.
—¿Dejaste la universidad para volver con tu madre? —Su voz sonaba algo borrosa desde debajo del hombro.
—La dejé porque no podía soportar a la gente. No podía soportar la idea del arte. El arte solo es bueno en el momento en que se hace. Después está muerto. No es más que mierda seca. Los artistas son como la gente que acumula su mierda.
Daisy se apartó de él para coger su nueva bebida.
—Yo soy artista. Diane es artista. ¿Por qué te gustamos?
Joey besó la vena azulada del cuello de ella y gozó del latido insensato de su propio corazón.
—Eres como una sombra hermosa.
Ella le lanzó una mirada de inquietud.
—Te gusto porque soy como tú.
Él sonrió con indulgencia y le acarició el cuello.
—Tú no eres como yo. No hay nadie como yo. Yo soy un fenómeno.
Con aspecto cansado, Daisy se apartó de él y se centró en su vaso.
—Eres un inadaptado. Como yo. No pertenecemos a ningún lugar.
—Uf.
Metió la mano por debajo de la blusa y le tocó los pequeños pechos. Ella apoyó la frente en su cuello y le puso la mano entre las piernas. Su voz aleteó en la piel de él.
—La semana que viene David tiene una actuación fuera de la ciudad. ¿Te quedarás en casa conmigo?
—Quizá.
A veces, sin embargo, pensaba que Daisy era un poco tonta. Lo pensaba cuando miraba a Diane y se fijaba en la línea dura y marcada de su boca, la nariz fuerte, los músculos de sus brazos desnudos que se flexionaban cuando se hurgaba furiosamente las uñas. Ella no hacía preguntas molestas sobre las drogas. Nunca pensó en si era una inadaptada, o en tener un lugar en la sociedad. Ella detestaba la sociedad. Se quedaba sentada como una roca, con los ojos de pesados párpados entornados imperturbablemente, la inclinación de la cabeza en perfecta armonía con sus brazos enjutos y severos y el cigarrillo descansando en sus dedos inteligentes.
Pero era demasiado tarde. Diane no pensaba dirigirle más la palabra, si no era para insultarle. Cambió los días de medicación para que no coincidieran con los de él. A veces ni siquiera se medicaba. Decía que la hacía llorar.
La encontró llorando un día al volver del trabajo. Era tan raro ver a Diane llorando que pasaron unos minutos antes de que él se diera cuenta de que tenía la cara mojada de lágrimas. Estaba sentada en el viejo sillón morado junto a la ventana, con una pierna doblada hacia arriba de manera que la rodilla le resguardaba la cara. Tenía los hombros encogidos y con la mano se agarraba con fuerza el largo pie desnudo. Lo miró cuando pasó por delante. Esperó hasta que puso la mano en el pomo de la puerta y entonces dijo:
—Te estás viendo con alguien.
Él se detuvo y la miró, agradecido y aliviado de que ella hubiera sido la prime