Mal comportamiento

Mary Gaitskill

Fragmento

mal-comportamiento-2

TARJETA DE SAN VALENTÍN

Joey sabía que su relación con Daisy le podía arruinar la vida, pero eso no le detuvo. En realidad, le gustaba la idea. Hacía mucho tiempo que no tenía la sensación de que su vida estuviera en peligro de arruinarse todavía más y le divertía pensar que aún era posible.

Trabajaba con Daisy en la oficina de una inmunda librería de lance en el Lower East Side de Manhattan. El despacho era un espacio de baldosas cuadriculadas entre toscas estanterías de metal gris atiborradas de libros y una pared sucia surcada en su parte inferior por delgadas tuberías blancas. Por todas partes había cajas de libros, papeles desparramados, ceniceros, vasos de plástico, sillas rotas, cada tanto algún ratón que pasaba como un rayo. Los clientes deambulaban hasta donde empezaba la sección, buscando la salida. Daisy, que tenía su sitio cerca del pasillo de separación, siempre estaba levantándose de su mesa para ayudar amablemente a algún viejo desconcertado y sudoroso con gafas torcidas.

La mesa de Joey estaba a un metro escaso en diagonal de la de Daisy y mientras iba al dispensador de agua la miraba fijamente, haciendo sonar las chapas de identificación de epiléptico que llevaba alrededor del cuello y suspirando. Luego volvía a su mesa y le lanzaba gomas elásticas. Por lo general, ella no se daba cuenta hasta que tenía la máquina de escribir rodeada de garabatos de goma roja. Entonces levantaba la mirada, sonreía de aquella manera dulce y aturdida y con sus dedos largos seguía revolviendo papeles lentamente.

Había estado observando a Daisy durante casi un año antes de dar el primer paso. Llevaba ocho años viviendo con Diane y se resistía a cambiar una relación tan estable. Además, quería a Diane. Habían pasado unos ocho años tan estupendos que ahora su relación era casi un sistema.

Había conocido a Diane en Bennington. Le impresionaron la reputación que tenía en el departamento de arte, la calidad del LSD que vendía y su tosquedad. Era una mujer de treinta y tres años, alta y guapa, con los hombros tiesos y firmes, y estaba tan tensa que tenía los músculos constantemente agarrotados. Por consiguiente, era muy musculosa, a pesar de que no hacía otra cosa que no fuera tumbarse en el desván y tomar drogas. Él la mantenía con su trabajo de contable en la librería y vendiendo drogas. Ella colaboraba con la pensión que le daba el gobierno como enferma mental reconocida.

Se pasaban tres días y medio a la semana colocados con Dexedrina. Lo habían estado haciendo religiosamente durante todo el tiempo que llevaban juntos. Empezaban los jueves por la mañana, primer día de trabajo de Joey. Joey se pasaba todo el día en la tienda y cuando volvía a casa trabajaba en sus proyectos. Desmontaba el ordenador y lo esparcía por el suelo en montoncitos de color gris. Se sentaba en cuclillas y jugaba con las piezas durante horas antes de volver a montarlo. También hacía otras cosas. Una vez sacó una serie de fotos en azul y blanco del esqueleto de vaca que tenían en la sala de estar. Grababa cintas con ruidos que le sonaban bien. Programaba el ordenador. A veces simplemente cogía los juguetes de cuerda de la estantería de los juguetes y jugaba con ellos mientras escuchaba discos. Antes, Diane trabajaba en sus cuadros de enormes manchas. El domingo, el suelo del desván estaba cubierto de papeles encerados cubiertos de manchas de pintura acrílica rociadas con agua que se entremezclaban formando regueros de color púrpura apagado. Solía trabajar en un cuadro durante meses y después lo destruía. Ahora ya no pintaba. Los ratos que pasaba levantada los dedicaba a mirar la televisión, a sacar a pasear a los perros o a trazar gráficos de biorritmos en el ordenador.

El domingo, Joey volvía del trabajo con ojeras y los tendones sobresaliéndole de una manera muy rara. Diane tenía dos pequeñas ensaladas preparadas en sendos boles rojos a juego que le había regalado su abuela. Encima siempre había un rábano húmedo y cortado en forma de flor. Se comían la ensalada y se iban a dormir hasta el lunes por la noche. Entonces Diane encargaba sushi en el restaurante japonés de la esquina y cuando lo traían lo disponía en una larga tabla de cortar de madera. Lo cubrían de sal y limón y se lo comían con los dedos. A veces venía gente a comprar drogas y ponían discos y charlaban. Después se iban a dormir. Para cuando llegaba la mañana del jueves ya estaban frescos y preparados para volver a quedarse despiertos hasta el domingo.

Hacían el amor una vez al mes. No duraba mucho porque los dos creían que era monótono y porque a Diane le fastidiaban casi todas las cosas que la gente suele hacer para que dure más. Sin embargo, cuando Joey empezó a pensar en Daisy, abandonó del todo sus requerimientos amorosos a Diane, y ella se ofendió.

Estaba ofendida por otras cosas también. La molestaban sus juguetes de cuerda. Cuando los encontraba tirados por el suelo les daba patadas. Tampoco le gustaban los rollos de pecana helados que él comía los miércoles por la mañana. Se quejaba del aspecto asqueroso que tenían, y después se comía la mitad.

Daisy también vivía con alguien, pero iba por toda la tienda comentando su infidelidad como si no tuviera otra cosa de que hablar. A Joey le gustaba mirarla cuando andaba de una mesa a otra con pasos ligeros, con sus deportivas blancas y los tejanos que le rozaban entre los pequeños muslos a cada zancada. Tenía que saber qué pensaban Evelyn y Ariel y todos los demás de que Fulanito no la llamara cuando había dicho que lo haría. Luego quería saber qué les parecía si ella le llamaba y le cantaba las cuarenta. O algo parecido. Su supervisor, Tommy, la aguantaba porque era el tipo de homosexual a quien le encantaba oír los problemas sentimentales de las chicas. No aprobaba sus devaneos a escondidas de su novio, pero le gustaba tener la oportunidad de moralizar cada vez que otro hombre la arrastraba por el fango, como decía ella. Daisy se lamentaba: «Tommy, yo intento que se vaya, pero él no se irá. No puedo hacer nada al respecto».

Una vez Joey oyó que Tommy comentaba con otro supervisor que Daisy trabajaba muy mal. «Pero es un caso especial —dijo Tommy—. Nunca la despediría. ¿A qué otra cosa podría dedicarse?».

Joey sintió una punzada de afecto incrédulo. ¿Era posible que Daisy fuera menos competente que los otros vagos de la sección de mecanografía? Allí todos trabajaban mal excepto Evelyn. Evelyn era la única chica, aparte de Daisy. Era una mujer enérgica, de mandíbula cuadrada, que podía mecanografiar ochenta palabras por minuto. Llevaba tejanos ceñidos y camisas vaqueras y se pintaba los ojos con una gruesa línea negra que se le corría en el rabillo del ojo. El pelo con mechas rubias le caía sobre la cara y le daba un aspecto brutal de máscara. En la mesa tenía una colección de libros sobre diferentes asesinos de masas, y podía contar la historia personal de cada uno de ellos.

Los otros tres mecanógrafos eran homosexuales gordos y taciturnos que se pasaban el día sentados a la mesa del despacho comiendo galletas y quejándose. Hacía años que trabajaban en la librería y todos hablaban desesperadamente de «salir de allí». Ariel era el más antiguo. Medía un metro noventa y tenía los hombros redondos y recatados, las caderas grandes y unos pechos cuadrados y carnosos que le avergonzaban. Tenía la cabeza pequeña, la nariz larga y torcida y unos grandes ojos castaños qu

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