Limpia

Alia Trabucco Zerán

Fragmento

Limpia

Mi nombre es Estela, ¿me escuchan? Dije: Es-te-la-Gar-cí-a.

No sé si estarán grabando o tomando notas o si en realidad no hay nadie al otro lado, pero si me oyen, si están ahí, les quiero proponer un trato: voy a contarles una historia y cuando llegue al final, cuando me calle, ustedes me permiten salir de aquí.

¿Aló? ¿Nada?

Tomaré su silencio como un sí.

Esta historia tiene varios comienzos. Me atrevería incluso a decir que está hecha de comienzos. Pero díganme ustedes qué es un comienzo. Explíquenme, por ejemplo, si la noche viene antes o después que el día, si despertamos tras dormir o dormimos porque hemos despertado. O mejor, para no exasperarlos con mis rodeos, indíquenme dónde empieza un árbol: si en la semilla o en el fruto que antes envolvía a esa semilla. O tal vez en la rama de la que germinó la flor que más tarde fue ese fruto. O en la propia flor, ¿me siguen? Nada es tan sencillo como parece.

Algo similar ocurre con las causas, son tan confusas como los inicios. Las causas de mi sed, de mi hambre. Las causas de este encierro. Una causa empuja a la otra, un naipe se derrumba sobre el siguiente. Lo único cierto es el desenlace: al final nada queda en pie. Y el desenlace de esta historia es el siguiente, ¿de verdad quieren saber?

La niña muere.

¿Aló? ¿Ni una sola reacción?

Mejor lo repito, por si justo una mosca les zumbó al oído o los distrajo una idea más aguda o más estridente que mi voz:

La niña muere, ¿ahora escucharon? La niña muere y continúa muerta sin importar dónde yo empiece.

Pero la muerte tampoco es tan simple, en eso sí estaremos de acuerdo. Sucede con ella algo similar a lo que ocurre con el largo y ancho de una sombra. Cambia de persona en persona, de animal en animal, de árbol en árbol. No hay dos sombras idénticas sobre la superficie de la tierra y tampoco dos muertes iguales. Cada cordero, cada araña, cada chincol muere a su manera.

Tomemos el caso de los conejos... No se impacienten, es importante. ¿Han tenido alguna vez un conejo entre sus manos? Es como sostener una granada, una suave bomba de tiempo. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac. Es el único animal que con frecuencia muere de miedo. Basta el aroma de un zorro, la lejana sospecha de una culebra para que su corazón dé un respingo y sus pupilas se dilaten. La adrenalina, entonces, le da un martillazo al corazón y el conejo muere antes de que los colmillos se hundan en su pescuezo. Lo asesina el miedo, ¿entienden? Lo mata la pura anticipación. En una fracción de segundo el conejo intuye que va a morir, vislumbra cómo y cuándo. Y esa certeza, la de su propio fin, lo condena a muerte.

No ocurre lo mismo con los gatos o los gorriones o las abejas o los lagartos. Y qué decir de las plantas: la muerte de un sauce o de una hortensia, de un ulmo o de un canelo. O la muerte de una higuera, ese árbol robusto, con su tronco sólido y gris como el cemento. Para matarla haría falta una causa poderosa. Que invierno tras invierno, año tras año, un hongo letal penetrara en sus ramas y que finalmente, después de décadas, pudriera sus raíces. O que un serrucho la amputara y convirtiera su tronco en un saco de leña.

Lo mismo sucede con cada especie, cada ser que habita este planeta. Cada uno debe encontrar su justa causa de muerte. Una causa capaz de doblegar la vida, una razón suficiente. Y la vida, como ya saben, se prende con gran fuerza a algunos cuerpos. Se vuelve vigorosa, porfiada, y cuesta mucho desprenderla. Para lograrlo es preciso contar con la herramienta apropiada: el jabón para la mancha, la pinza para la espina. ¿Me oyen al otro lado? ¿Están prestándome atención? No es posible que un pez sucumba ahogado en el fondo del mar. Y un anzuelo apenas rasguñaría el paladar de una ballena. Tampoco se puede ir más allá, es imposible morir más de la cuenta.

No me distraigo, descuiden, este es el borde de la historia. Y es preciso merodearlo antes de encaminarse al interior. Que entiendan cómo llegué aquí, qué hechos me llevaron a este encierro. Y que se asomen, poco a poco, a la causa de muerte de la niña.

Yo he matado, es verdad. Prometo que no les mentiré. He matado moscas y polillas, gallinas, gusanos, un helecho y un rosal. Y hace mucho, por piedad, también maté a un lechón herido. Esa vez sí sentí pena, pero lo maté porque iba morir. Iba a morir lenta y dolorosamente, así que fui y me adelanté.

Pero esas muertes no les preocupan, no son lo que quieren escuchar. Descuiden, iré al grano, a la ansiada causa de muerte: un puñado de pastillas, la caída de un avión, una soga en torno al cuello... algunos, pese a todo, siempre sobreviven. Para esos pocos no es tan fácil la tarea de morir. Hombres que necesitan el golpe de un camión, un balazo en el pecho. Mujeres que se lanzan de un sexto piso porque el quinto no sería suficiente. Para otros, en cambio, basta una mera pulmonía, una corriente de aire frío, un cuesco atorado en la garganta. Y unos pocos, como la niña, necesitan solamente una idea. Una idea peligrosa, afilada, nacida en un instante de debilidad. Yo les hablaré de esa idea, les contaré cuándo surgió. Ahora dejen lo que estén haciendo y préstenme atención.

El anuncio decía así:

Se busca empleada, buena presencia, tiempo completo.

No especificaba más que un teléfono que pronto se transformó en una dirección y hacia allá me encaminé vestida con una blusa blanca y esta misma falda negra.

Me recibieron en la puerta, ambos. Hablo del señor y la señora, del patrón y la patrona, de los jefes, de los deudos, ustedes verán cómo los llaman. Ella estaba embarazada y al abrir la puerta, justo antes de estrechar mi mano, me examinó de arriba abajo: mi pelo, mi ropa, mis zapatillas todavía blancas. Fue una mirada minuciosa, como si eso le permitiera averiguar algo importante sobre mí. Él, en cambio, ni siquiera me miró. Escribía un mensaje en su celular y sin alzar la vista apuntó hacia la puerta que conducía a la cocina.

No podría reproducir las preguntas que me hicieron, pero sí algo muy curioso. Él se había afeitado y una brizna de espuma brillaba bajo su patilla derecha.

¿Aló? ¿Qué pasa? ¿La empleada no puede usar la palabra brizna?

Me pareció escuchar una carcajada, una risa no tan amistosa al otro lado de la pared.

Decía que me descolocó esa mancha, como si le hubieran arrancado un trocito de piel y debajo no hubiese sangre ni carne, sino algo blanco, artificial. La señora se dio cuenta de que yo no podía dejar de mirarlo y cuando fin

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