BWV 1041
Louis, te lo ruego, mon amour, volvamos a palacio. Me muero de frío.
Las palabras de Marie-Angélique se desvanecían en la noche sajona, interrumpida sólo por las herraduras de los caballos contra el firme irregular de la Wigardstrasse. Pese a ostentar la capitalidad del electorado de Sajonia, el Dresde de 1720 era como cualquier alcohólico: venido a menos durante el día y suficientemente peligroso durante la noche.
Tras las ventanas de los edificios se abrían miles de rendijas como puñaladas sobre un cartón, todas entornadas para poder espiar a la misteriosa comitiva, tratando de averiguar quién se desplazaría a esas horas dentro de la lujosa berlina con suspensión de correas de cuero mientras el carruaje segaba implacable la densa bruma que arropaba ya el río Elba.
Las calles, mal empedradas y sin atisbo de reconstrucción desde la guerra de los Treinta Años, se cernían oscuras e inhóspitas. Sin duda no eran lugar para un vehículo tan lujoso. Fuera quien fuese a bordo, se exponía a que lo asaltaran para robarle, en el mejor de los casos, cuando no a perder la vida.
—Como mínimo podrías decirme adónde nos dirigimos… O qué es lo que vamos a hacer.
Marie empezaba a abandonar su tono habitualmente conciliador. La jornada había sido larga, intensa, extenuante. Y ahora sólo le faltaba eso.
Louis, mientras tanto, callaba y fruncía el ceño. Como si algo le preocupase mucho más que el frío, o el peligro o, tan sólo, poder descansar.
—No te entiendo, mon cher. Hemos pasado el día entero en la corte. Debes de estar agotado. Yo estoy agotada. Necesito quitarme este corsé, me está asfixiando hasta las ideas. Además, el propio rey te acaba de condecorar. Me ha encantado cómo pronunciaba tu nombre: «Louis MaRRRchand, sin duda sois el mejor organista del mundo». MaRRRchand… ¿Te has fijado en sus caras? Sí, ya sé que me dirás que los sajones no son tan exigentes como los parisinos. Pero ¿has visto cómo te admiraban? Es increíble lo que haces con esos dedos. Y ahora, en vez de estar celebrándolo los dos, me llevas no sé adónde, tan tarde y con este frío. Con lo bien que estaríamos bajo las sábanas… Yo también tengo derecho a poner a prueba esos dedos…
La última frase la había acompañado Marie con una breve incursión manual en la zona de los genitales de Louis. Y todo lo que obtuvo a cambio fue una mirada fuera de contexto. Como diciendo «¿Qué haces?». Como diciendo «¡Quita de aquí!».
—Ya hemos llegado —fue todo lo que salió de su boca.
El coche se detuvo al final de la Münzgasse. Louis bajó de un salto. A Marie le costó un poco más. Tuvo que esperar la ayuda del cochero. Gajes de llevar esos vestidos tan ampulosos. «¿Para cuándo un culotte femenino?», pensó. Pero la idea le pareció tan absurda que enseguida la desestimó. Además, toda su atención quedó inmediatamente secuestrada por la imponente y majestuosa edificación que tenían ante sí.
—La Frauenkirche —dijo Marie-Angélique.
—En efecto, frau Marchand. La mayor iglesia protestante de Europa construida hasta la fecha. ¿A que impresiona? Permitidme.
El hombre que le tendía la mano para ayudarla a bajar era Jean-Baptiste Volumier, director musical de la corte de Dresde, con el cual habían compartido audición real ese día.
—¿Monsieur Volumier?
—El mismo, madame —contestó quien, en realidad, prefería que lo llamaran Woulmyer, su apellido traducido al alemán, la lengua de la corte.
—Igual vos me podéis aclarar qué hacemos aquí —inquirió Marie, impaciente.
—¿Él no os lo ha contado?
—No. De hecho, no me ha dicho casi nada en todo el trayecto.
Volumier miró a Louis, que ya se alejaba en dirección a la iglesia.
—Pues supongo que os lo tendré que explicar yo. Vuestro marido ha lanzado hoy un reto al rey.
—¡No me digáis que se va a batir en duelo con el soberano!
—¡¡¡No, no!!! —exclamó Volumier mientras aplacaba una carcajada—. Nada más lejos. No es un duelo de armas, y en cualquier caso tampoco sería contra el rey.
—¿Entonces…?
Volumier le ofreció el brazo para acompañarla.
—Vuestro marido, tras las palabras de nuestro sire, y cuando se encontraban bebiendo a solas en su cámara, le ha lanzado un reto… interesante. Le ha dicho que, si Su Majestad gustaba, estaba dispuesto a batirse en duelo organístico contra el mejor músico alemán que pudieran encontrar.
—¿Un duelo organístico? Mais qu’est ce que ça?
—Un reto musical: un organista muestra a otro la partitura más difícil que sea capaz de hallar y este último debe interpretarla a primera vista sin dilación. Y después el otro hace lo propio. Sería lo más parecido a un combate, si bien en este caso no se juegan la vida, sino el prestigio, en realidad.
—Pero ¡si mi marido es el mejor del mundo! ¡Si acaba de reconocerlo el mismísimo rey!
—Verá, madame, Su Majestad me ha encargado buscar al rival de vuestro esposo, y eso he hecho.
—¿Y se van a enfrentar ahora?
—No, no, el duelo será mañana por la tarde en la residencia del general Joachim Friedrich, conde de Flemming y ministro del electorado sajón.
Se detuvieron a las puertas de la iglesia.
—Entonces ¿qué hacemos aquí?
—Bueno, digamos que vuestro marido me ha solicitado poder escuchar a su contrincante en secreto antes del duelo.
—Y el contrincante está…
—Ahí dentro, madame.
Ambos se quedaron un segundo en silencio.
—El órgano que suena…
—Es él.
—Y no sabe que estamos aquí.
—Nadie lo sabe…
Volumier se llevó el índice a los labios antes de pronunciar la siguiente frase:
—… ni lo debe saber.
Los portones de la Frauenkirche crujieron como si no quisieran ser cómplices de ningún intruso. Marie-Angélique y Volumier se deslizaron por el pavimento de piedra sin levantar los pies, tratando de no añadir más ruido a su pequeño escándalo.
Casi todos los cirios seguían prendidos, seguramente a causa de los oficios dominicales previos, lo cual dotaba a la estancia de una apariencia semilitúrgica. Daba la sensación de que estaba pasando algo que valía la pena iluminar lo justo y necesario. Como cuando se habla con cualquier dios. Pero en susurros. Marie-Angélique no había llegado a ser una gran intérprete. Por mucho que su padre, fabricante de instrumentos, se empeñó en instruirla, lo que realmente la extasiaba era consumir música, no producirla. Igual que el mundo se divide hoy entre grandes chefs y grandes comensales, en ese momento quien era un gran consumidor de música tampoco podía disfrutarla en muchas ocasiones, pues no existía la forma de coleccionarla ni de oírla a placer, cuando a uno le viniese en gana. Ese privilegio sólo estaba reservado a los reyes y a los príncipes. Uno siempre dependía de los oficios religiosos, de las fechas señaladas y, sobre todo, de los intérpretes. Y los intérpretes dependían de acceder a un instrumento en condiciones. Y los instrumentos en condiciones, de ser situados y convenientemente mantenidos en un espacio acorde con su sonoridad. En definitiva, escuchar lo que escuchaban esa noche en