Escenas de una vida de provincias

J.M. Coetzee

Fragmento

1

Viven en una urbanización a las afueras de Worcester, entre las vías del ferrocarril y la carretera nacional. Las calles de la urbanización tienen nombres de árboles, aunque todavía no hay árboles. Su dirección es: Poplar Avenue, avenida de los Álamos, número doce. Todas las casas de la urbanización son nuevas e idénticas. Están alineadas en extensas parcelas de arcilla rojiza donde nada crece y separadas con alambre de espino. En cada patio trasero hay una pequeña construcción con un cuarto y un lavabo. Aunque no tienen criados, los llaman «el cuarto de los criados» y «el lavabo de los criados». Utilizan la habitación de los criados para almacenar trastos: periódicos, botellas vacías, una silla rota, una estera vieja.

Al fondo del patio instalan un gallinero para tres gallinas, con la esperanza de que pongan huevos. Pero las gallinas no medran. El agua de la lluvia, que la arcilla no filtra, se encharca en el patio. El gallinero se transforma en una ciénaga hedionda. A las gallinas les salen bultos en las patas, como piel de elefante. Enfermas y contrariadas, dejan de poner huevos. La madre lo consulta con su hermana de Stellenbosch, que le asegura que solo volverán a poner si se les extirpa la membrana callosa que tienen bajo la lengua. Así que la madre va colocándose las gallinas una tras otra entre las rodillas, les aprieta el pescuezo hasta que abren el pico, y con la punta de un cuchillo corta en sus lenguas. Las gallinas chillan y se debaten, con los ojos desorbitados. Él se estremece y se va. Imagina a su madre echando la carne del estofado sobre el mármol de la cocina y cortándola en tacos; imagina sus dedos ensangrentados.

Las tiendas más cercanas están a un kilómetro y medio de camino por una desolada carretera bordeada de eucaliptos. Atrapada en esta casa de la urbanización como en una caja de cerillas, su madre no tiene nada que hacer en todo el día excepto barrer y poner orden. Cada vez que sopla viento, un fino polvo de arcilla de color ocre se cuela en remolinos por debajo de las puertas y por las grietas de los marcos de las ventanas, bajo los aleros, por las junturas del techo. Después de un largo día de tormenta, la capa de polvo que se amontona contra la fachada tiene varios centímetros.

Compran una aspiradora. Todas las mañanas su madre la pasa de habitación en habitación, recogiendo el polvo y llevándolo al interior de la tripa ruidosa en la que un sonriente duendecillo rojo brinca como si saltara vallas. ¿Por qué un duendecillo?

Él juega con la aspiradora: trocea papel y se queda mirando los pedacitos rotos que salen volando hacia el tubo, como hojas en el viento; sostiene el tubo sobre una fila de hormigas, aspirándolas hacia la muerte.

En Worcester hay hormigas, moscas, plagas de pulgas. Worcester solo está a ciento cuarenta y cinco kilómetros de Ciudad del Cabo; sin embargo, casi todo es peor aquí. Él tiene un cerco de picaduras de pulga en el borde de los calcetines, y costras allí donde se las ha rascado. Algunas noches no consigue dormir por culpa del picor. No entiende por qué tuvieron que marcharse de Ciudad del Cabo.

Su madre también está inquieta. Ojalá tuviera un caballo, dice, así al menos podría montar por el veld. ¡Un caballo!, salta su padre: ¿Acaso quieres parecer lady Godiva?

No se compra un caballo. En su lugar, sin previo aviso, se compra una bicicleta de mujer, de segunda mano, pintada de negro. Es tan grande y pesada que cuando él practica en el patio no alcanza los pedales.

Su madre no sabe montar en bicicleta; quizá tampoco sepa montar a caballo. Se compró la bicicleta pensando que no le costaría mucho aprender. Ahora no puede encontrar quien le enseñe.

Su padre no hace ningún esfuerzo por ocultar su regocijo. Las mujeres no montan en bicicleta, dice. La madre le desafía: No voy a quedarme prisionera en esta casa. Seré libre.

Al principio, a él le pareció estupendo que su madre tuviera una bicicleta propia. Incluso se había imaginado a los tres montando juntos hasta Poplar Avenue: ella, su hermano y él. Pero ahora, cuando escucha las bromas de su padre, que la madre solo puede encajar con un silencio obstinado, empieza a dudar. Las mujeres no montan en bicicleta: ¿y si su padre tiene razón? Si su madre no encuentra a nadie que quiera enseñarle, si ninguna otra ama de casa en Reunion Park tiene una bicicleta, entonces quizá sea cierto que las mujeres no deben montar en bicicleta.

A solas en el patio trasero, su madre trata de aprender por su cuenta. Con las piernas estiradas a cada lado, se desliza por la pendiente hacia el gallinero. La bicicleta vuelca y se para. Como la bicicleta no tiene barra, su madre no llega a caerse, solo se tambalea de una manera ridícula, agarrada al manillar.

Su corazón se vuelve contra ella. Esa noche él se une a las burlas de su padre. Sabe la traición que eso significa. Ahora su madre está sola.

Pese a todo, aprende a montar, aunque de forma insegura, zigzagueante, esforzándose por hacer girar los platos.

Hace sus excursiones a Worcester por la mañana, cuando él está en el colegio. Solo una vez la ve pasar en la bicicleta. Lleva una blusa blanca y una falda oscura. Baja por Poplar Avenue en dirección a casa. Su pelo revolotea al viento. Parece joven, casi una muchacha, joven y fresca y misteriosa.

Cada vez que su padre ve la gran bicicleta negra apoyada en la pared, empieza a bromear. Dice que los ciudadanos de Worcester dejan lo que estén haciendo y se quedan mirándola atónitos cuando, con penas y fatigas, pasa en bicicleta. Venga, venga, le gritan burlándose: Dale. Las bromas no tienen ninguna gracia, pero él y su padre siempre acaban riéndose. Su madre nunca replica, no sabe cómo hacerlo. Solo les dice: «Reíos si queréis».

Un día, sin mediar explicación, su madre deja de montar en bicicleta. Y la bicicleta no tarda en desaparecer. Nadie dice nada, pero él sabe que la madre ha sido derrotada, la han puesto en su lugar, y sabe que él tiene parte de la culpa. La compensaré algún día, se promete a sí mismo.

El recuerdo de su madre montada en bicicleta no le abandona. Ella se aleja pedaleando por Poplar Avenue, escapando de él, escapando hacia su propio deseo. Él no quiere que se vaya. No quiere que ella tenga deseos. Quiere que se quede siempre en la casa, esperándolo. Ya no se alía con el padre contra ella: todo lo que desea es aliarse con ella contra el padre. Pero, en ese asunto, su lugar está entre los hombres.

2

No comparte nada con su madre. Guarda celosamente en secreto todo lo relacionado con el colegio. Ella no sabrá nada, decide, pero los boletines trimestrales que le presente tendrán que ser impecables. Siempre será el primero de la clase. Su comportamiento siempre será Muy Bueno; su progreso, Excelente. Mientras no haya problemas con las notas, ella no podrá hacerle preguntas. Ese es el contrato que estipula en su mente.

Lo que pasa en el colegio es que pegan a los muchachos. Ocurre todos los días. A los chicos se les ordena que doblen la espalda hasta tocarse la punta de los pies, y los azotan con una vara.

Tiene un compañero en tercero, Rob Hart, a quien la profesora se ha aficionado a pegar. La profesora de tercero se llama señorita Oosthuizen, y es una mujer nerviosa que se tiñe con alheña. De algún modo sus padres se han enterado de que se llama Marie: participa en funciones teatrales y no se ha casado nunca. Debe de tener una vida fuera del colegio, pero él no consigue imaginársela. No puede imaginarse cómo es la vida de los profesores fuera del colegio.

La señorita Oosthuizen se enfurece, le pide a Rob Hart que se levante del pupitre y que se agache, y lo azota en el trasero. Golpea una y otra vez con rapidez, casi sin dar tiempo a que la vara vuelva atrás. Cuando la señorita Oosthuizen ha terminado, Rob Hart tiene la cara encendida. Pero no llora; de hecho, es posible que solo se haya puesto rojo porque ha estado bocabajo. A la señorita Oosthuizen, por su parte, le palpita el pecho y parece al borde de las lágrimas… de las lágrimas y también de otros flujos.

Después de esos arrebatos de pasión incontrolada, toda la clase se queda en silencio, y permanece en silencio hasta que suena la campana.

La señorita Oosthuizen no logra nunca que Rob Hart llore; quizá por eso se enfurece tanto con él y le pega tan fuerte, más fuerte que a nadie. Rob Hart es el mayor de la clase, casi dos años mayor que él (él es el más joven), y tiene la sensación de que entre Rob Hart y la señorita Oosthuizen hay algo que se le escapa.

Rob Hart es alto y despreocupadamente guapo. Aunque Rob Hart no es listo, y hasta puede que suspenda el curso, a él le atrae. Rob Hart forma parte de un mundo en el que él aún no ha encontrado el modo de entrar: un mundo de sexo y de palizas.

En cuanto a él, no tiene ningún deseo de que la señorita Oosthuizen ni ninguna otra persona le pegue. La sola idea de ser golpeado le hace morirse de vergüenza. Haría lo que fuera por evitarlo. En este aspecto se sale de lo común, y lo sabe. Procede de una familia atípica y vergonzosa en la que no solo nunca se pega a los niños, sino en la que además a los adultos se les llama por su nombre de pila, nadie va a la iglesia y se ponen zapatos a diario.

Todos los profesores de su colegio, tanto hombres como mujeres, tienen una vara y libertad para usarla. Cada una de las varas tiene una personalidad, una reputación que los chicos conocen y de la que se habla constantemente. Con afán de connoiseur los muchachos sopesan la reputación de las diferentes varas y el tipo de dolor que causan, comparan la técnica de los brazos y las muñecas de los profesores que las manejan. Nadie menciona la vergüenza que supone que te llamen, te hagan agacharte y te sacudan en las nalgas.

Como no ha experimentado nunca ese castigo, él no puede intervenir en estas conversaciones. Sin embargo, sabe que el dolor no es lo más importante. Si los demás pueden soportarlo, él, que tiene mucha más fuerza de voluntad, también podría. Lo que no aguantaría es la vergüenza. Teme que sería tan grande, tan amedrentadora, que se agarraría fuerte a su pupitre y se negaría a acudir cuando lo llamasen. Y eso supondría una vergüenza aún mayor: lo apartaría de todos los demás, pondría a todo el mundo en su contra. Si alguna vez lo llamaran para azotarlo, se produciría una escena tan humillante que nunca más podría regresar al colegio; no le quedaría más remedio que suicidarse.

Así que eso es lo que está en juego. Por eso nunca se le oye en clase. Por eso siempre es ordenado, por eso siempre hace los deberes, por eso siempre sabe las respuestas. Más le vale no cometer un descuido. Si lo comete, se arriesga a que le peguen; y da igual que le peguen o que él oponga resistencia: en los dos casos morirá.

Lo extraño es que solo haría falta un azote para romper el maleficio de terror que lo paraliza. Lo sabe muy bien: si, sea como fuere, pasara por el trago de la paliza antes de haber tenido tiempo de quedarse petrificado y oponer resistencia; si la violación de su cuerpo sucediera en un visto y no visto, por la fuerza, se convertiría en un chico normal y podría sumarse a las conversaciones sobre profesores y varas, sobre los distintos grados y sabores del dolor que infligen. Pero él solo no puede saltar esa barrera.

Culpa a su madre por no pegarle. Está contento de llevar zapatos, de sacar libros de la biblioteca pública y de no tener que ir al colegio cuando está resfriado –cosas que lo hacen distinto de los demás–, pero al mismo tiempo no le perdona a su madre que no haya tenido niños normales ni les haya obligado a vivir una vida normal. Si su padre tomase las riendas, los convertiría en una familia normal. Su padre es normal en todos los sentidos. Él está agradecido a su madre por haberlo protegido de la normalidad del padre, es decir, de los ocasionales ataques de ira del padre y de sus amenazas de pegarle. Al mismo tiempo, le reprocha haberlo convertido en algo tan anómalo, tan necesitado de protección para seguir viviendo.

No es la vara de la señorita Oosthuizen la que más pavor le da. La vara que más teme es la del señor Lategan, el profesor de carpintería. La vara del señor Lategan no es larga ni flexible como las que prefiere la mayoría de los profesores. Por el contrario, es corta y gruesa. Más como un palo o un bastón que como una fusta. Se rumorea que el señor Lategan solo la usa con los alumnos mayores, que sería excesiva para un chico más pequeño. Se rumorea que con su vara el señor Lategan ha hecho lloriquear, rogar piedad, orinarse en los pantalones y perder el honor a chicos del último curso del instituto.

El señor Lategan es bajo, lleva bigote y el pelo cortado al cepillo. Ha perdido uno de sus pulgares: el muñón está cubierto con una cicatriz purpúrea. El señor Lategan apenas habla. Siempre está de un humor distante e irritable, como si enseñar carpintería a los alumnos más jóvenes fuese una tarea indigna de él y que realiza a disgusto. En clase, permanece casi todo el tiempo junto a la ventana con la mirada perdida en el patio mientras los alumnos tratan de medir, serrar y cepillar. Algunas veces, mientras reflexiona, va dándose pequeños golpes con la vara en el muslo. Cuando comienza la inspección, señala desdeñoso lo que está mal y, tras encogerse de hombros, pasa de largo.

A los alumnos se les permite bromear con los profesores acerca de sus varas. De hecho, es uno de los asuntos sobre el que los profesores toleran alguna broma. ¡Hágala cantar, señor!, piden los chicos, y el señor Gouws hará un rápido movimiento de muñeca y su larga vara (la más larga del colegio, aunque el señor Gouws solo imparte clases en quinto curso) silbará en el aire.

Con el señor Lategan no se bromea. Le tienen pánico porque todos saben lo que es capaz de hacer con su vara a alumnos que ya son casi unos hombres.

Cuando, por Navidad, el padre se reúne con sus hermanos en la granja, siempre hablan de los días del colegio. Recuerdan a los maestros y sus varas; evocan las frías mañanas de invierno en que la vara les dejaba las nalgas llenas de cardenales; el escozor podía durar varios días en la memoria de la carne. Hay en sus palabras algo de nostalgia y de placentero terror. El chico los escucha con avidez, tratando de pasar inadvertido. No quiere atraer su atención, arriesgarse a que en algún remanso de la charla le pregunten por lo que opina acerca de las varas. Nunca lo han azotado, y se siente avergonzado por ello. No puede hablar de las varas con la facilidad y el conocimiento de estos hombres.

Tiene la sensación de estar herido. Tiene la sensación de que, pausada, constantemente, algo se está desgarrando en su interior: una pared, una membrana. Intenta controlarse todo lo que puede para que la cisura no se abra más de lo debido. Para que no se abra más de lo debido, no para frenarla: nada la frenará.

Una vez a la semana tiene educación física. Cruza la escuela camino del gimnasio junto a los demás chicos de su clase. En los vestuarios se ponen camiseta blanca y pantalones de deporte. Bajo la dirección del señor Barnard, también vestido de blanco, pasan media hora saltando al potro, lanzándose una pelota o brincando mientras dan palmas sobre la cabeza.

Hacen todo esto descalzos. Él, que siempre lleva zapatos, se pasa días temiendo el momento de descalzarse en educación física. Sin embargo, cuando se los ha quitado, y también los calcetines, ya no resulta tan difícil. Simplemente ha de quitarse la vergüenza de encima, terminar de desnudarse rápidamente, en un santiamén, y sus pies serán pies como los de cualquier otro. La vergüenza sigue rondando cerca, esperando adueñarse de nuevo de él, pero es una vergüenza privada, íntima, de la que los otros chicos no tienen por qué enterarse nunca.

Sus pies son blancos y suaves; si no fuera por eso, se parecerían a los de todos los demás, incluso a los de los chicos que no tienen zapatos y van al colegio descalzos. A él no le gusta tener que desnudarse en educación física, pero se dice a sí mismo que es capaz de soportarlo, igual que soporta otras cosas.

Un día se altera la rutina. Del gimnasio los mandan a las pistas de tenis para que aprendan a jugar al pádel. Las pistas quedan algo lejos; por el camino tiene que pisar con cuidado, escogiendo los huecos entre los guijarros. Bajo el sol de verano el asfalto de la pista está tan caliente que tiene que ir saltando a la pata coja para no quemarse. Es un alivio regresar al vestuario y calzarse de nuevo; pero, por la tarde, apenas si puede andar, y cuando su madre le quita los zapatos en casa ve que las plantas de sus pies están llagadas y sangran.

Está tres días en casa curándose. Al cuarto, vuelve con una nota de su madre, en la que se emplean palabras de indignación que él conoce y aprueba. Como un guerrero herido que retoma su lugar en las filas, el chico cojea por el pasillo hasta su pupitre.

–¿Por qué no has venido al colegio? –le susurran sus compañeros.

–No podía andar, tenía ampollas en los pies por culpa del tenis –responde susurrando.

Esperaba que su historia provocara sorpresa y complicidad, pero se encuentra con risillas burlonas. Ni siquiera los compañeros que van calzados se toman su historia en serio. También estos tienen los pies encallecidos, y no les salen ampollas. Solo él tiene los pies suaves, y tener los pies suaves, por lo que se ve, no es ningún motivo de orgullo. De repente se siente aislado. Él, y tras él, su madre.

3

Él nunca ha llegado a entender cuál es el lugar de su padre en la casa. En realidad, ni siquiera tiene claro del todo con qué derecho está su padre allí. Está dispuesto a aceptar que en una casa normal el padre sea el cabeza de familia: la casa le pertenece, la esposa y los niños viven bajo su tutela. Pero en su caso, como en el de la familia de sus dos tías maternas, son la madre y los niños los que ocupan el centro, mientras que el marido no pasa de ser un apéndice, alguien que contribuye a la economía doméstica como lo haría un huésped.

Desde que tiene conocimiento se ha sentido el rey de la casa; de su madre recibe un apoyo ambiguo y una protección ansiosa: ansiosa y ambiguo porque, y él lo sabe, los niños no deben llevar la voz cantante. Pero si siente celos de alguien, no es de su padre, sino de su hermano pequeño. Su madre también apoya a su hermano: lo apoya e incluso lo favorece, pues su hermano es espabilado (aunque no tanto como él mismo, ni tan valiente ni aventurero). De hecho, su madre siempre parece estar detrás de su hermano, preparada para conjurar el menor peligro; mientras que, cuando se trata de él, ella permanece en segundo plano, esperando, escuchando, lista para acudir solo si él la llama.

Él desearía que se comportase con él como lo hace con su hermano. Pero lo desea como una señal, una prueba, nada más. Sabe que se pondría furioso si ella comenzara a protegerlo constantemente.

No para de tenderle trampas para que ella confiese a quién quiere más, si a él o a su hermano. Su madre las elude siempre. «Os quiero a los dos por igual», afirma sonriendo. Ni siquiera con las preguntas más ingeniosas –¿y si la casa ardiera, por ejemplo, y solo pudiera rescatar a uno de ellos?– consigue atraparla. «A los dos –dice–. Seguro que os salvaría a los dos. Pero la casa no arderá.» Aunque desprecia su falta de imaginación, él la respeta por su pertinaz constancia.

Las rabietas contra su madre son una de esas cosas que tiene que guardar celosamente en secreto y no confiar al mundo exterior. Solo ellos cuatro saben de los torrentes de desprecio que vierte sobre ella, de que la trata como a un inferior. «Si tus profesores y tus amigos supieran cómo le hablas a tu madre…», le dice su padre, moviendo significativamente un dedo. Él odia a su padre por ver con tanta claridad la fisura de su coraza.

Desea que su padre le pegue y lo convierta en un chico normal. Al mismo tiempo sabe que si su padre osara levantarle la mano, él no descansaría hasta vengarse. Si su padre fuera a pegarle, enloquecería: como un poseso, como una rata acorralada en un rincón, que se revuelve con furia, que lanza dentelladas con sus dientes venenosos, que resulta demasiado peligrosa para acercar siquiera la mano.

En casa, él es un déspota irascible; en la escuela, un cordero manso y dócil, que se sienta en la segunda fila empezando por detrás, en la fila más oscura, para que nadie note su presencia, y que se pone rígido de miedo cuando comienzan los azotes. Con esta doble vida ha cargado sobre sí el peso del engaño. Nadie más tiene que soportar algo parecido, ni siquiera su hermano, que, como mucho, es una imitación pobre y nerviosa de él. De hecho, tiene la sospecha de que su hermano, en el fondo, es normal. Él está solo. No puede esperar ayuda de ninguna parte. De él depende dejar atrás la infancia, dejar atrás la familia y el colegio, y empezar una nueva vida en la que ya no tenga que fingir más.

La infancia, dice la Enciclopedia de los niños, es un tiempo de dicha inocente, que debe pasarse en los prados entre ranúnculos dorados y conejitos, o bien junto a una chimenea, absorto en la lectura de un cuento. Esta visión de la infancia le es completamente ajena. Nada de lo que experimenta en Worcester, ya sea en casa o en el colegio, lo lleva a pensar que la infancia sea otra cosa que un tiempo en el que se aprietan los dientes y se aguanta.

Como en la asociación de los boy scouts de Worcester no hay un grupo para los «castores», es decir, los más pequeños, se le permite ingresar en el de los mayores a pesar de que solo tiene diez años. Se prepara concienzudamente para su bautizo como scout. Acompaña a su madre a la tienda de ropa para comprar el uniforme: un rígido sombrero de fieltro marrón claro con la insignia plateada, una camisa caqui, pantalones cortos y calcetines, un cinturón de piel con la hebilla de los boy scouts, hombreras verdes y emblemas del mismo color para los calcetines. Corta una rama de álamo de un metro y medio de largo, le quita la corteza y se pasa una tarde grabando en la madera blanca los códigos de telégrafo de banderas y morse con un destornillador al rojo vivo. Sale para ir a su primera reunión de scouts con la estaca colgada del hombro por un cordón verde que él mismo ha trenzado. Cuando hace el juramento y se lleva dos dedos a la frente, el saludo de los boy scouts, no hay duda de que es el que va más impecable de todos los chicos nuevos, de los «novatos».

Descubre que ser boy scout consiste, como en el colegio, en pasar exámenes. Por cada examen que pasas consigues un galardón que coses a tu camisa.

Los exámenes siguen un orden establecido. El primero consiste en atar nudos: el nudo llano y el doble nudo, el margarita y el as de guía. Lo pasa, pero sin destacar. No tiene claro qué hacer para pasar los exámenes de boy scout con nota, cómo sobresalir.

El segundo examen es para obtener el galardón de explorador. Para pasarlo, se le exige que encienda un fuego sin usar papel y utilizando un máximo de tres cerillas. En el descampado que hay junto a la iglesia anglicana, una tarde fría y ventosa, amontona las ramitas y los trozos de corteza, y luego, ante la mirada del líder de su tropa y del jefe de los scouts, enciende las cerillas una a una; pero en ninguno de sus intentos logra prender el fuego: las tres veces el viento apaga la tenue llama. El jefe y el líder de la tropa se van. No pronuncian las palabras: «Has suspendido», así que no está seguro de haber suspendido. ¿Y si se han alejado para hablar entre sí y decidir que, con ese viento, el examen no puede ser válido? El chico espera que regresen. Espera que le den el galardón de explorador de todos modos. Pero no ocurre nada. Permanece junto a su montón de ramitas y no ocurre nada.

Nadie vuelve a mencionarlo. Es el primer examen que ha suspendido en su vida.

Todos los años la tropa de scouts va de acampada durante las vacaciones de junio. Quitando la semana que pasó en el hospital cuando tenía cuatro años, nunca se ha separado de su madre, pero está decidido a ir con los scouts.

Hay una larga lista de cosas que tiene que llevarse. Una es una colchoneta aislante. Su madre no tiene una colchoneta aislante, ni siquiera está muy segura de saber lo que es. En su lugar le da un colchón de aire de color rojo. En el campamento descubre que los otros chicos tienen las colchonetas aislantes de color caqui reglamentarias. Su colchón rojo lo aísla inmediatamente de los demás. Eso no es todo. Es incapaz de hacer que se muevan sus intestinos sobre un agujero maloliente cavado en la tierra.

El tercer día de acampada van a nadar al río Breede. Aunque cuando vivía en Ciudad del Cabo, su hermano, su primo y él solían ir en el tren hasta Fish Hoek y se pasaban la tarde entera trepando por las rocas y haciendo castillos en la arena y chapoteando en las olas, no sabe nadar. Ahora, que es un boy scout, debe cruzar el río a nado y volver.

Él detesta los ríos: el agua turbia, el limo que se pega a los dedos de los pies, las latas oxidadas y los cascos de botella que podría llegar a pisar; prefiere la arena de la playa, limpia y blanca. Pero se zambulle en el río y chapotea como puede hasta cruzarlo. Al llegar a la otra orilla se agarra a la raíz de un árbol y, como hace pie, se queda sumergido hasta la cintura en la corriente lenta y pardusca; le castañetean los dientes. Los demás chicos se dan la vuelta y empiezan a nadar de regreso. Lo dejan solo. No puede hacer otra cosa que zambullirse de nuevo.

A mitad de camino está exhausto. Deja de nadar e intenta hacer pie, pero el río es demasiado profundo. Su cabeza se hunde bajo el agua. Trata de salir a flote, de nadar otra vez, pero ya no tiene fuerzas. Se hunde por segunda vez.

Ve a su madre sentada en una silla de respaldo alto, leyendo la carta que la informa de su muerte. Su hermano está de pie, a su lado, leyendo por encima de su hombro.

Lo siguiente que sabe es que está tendido en la orilla del río y Michael, el guía de su tropa con el que aún no se había atrevido a hablar por timidez, está sentado a horcajadas sobre él. Cierra los ojos, lo domina una sensación de bienestar. Lo han salvado.

Durante las semanas siguientes no deja de pensar en Michael, en cómo arriesgó su vida zambulléndose en el río para rescatarlo. Cada vez que lo recuerda se queda maravillado de que Michael reparara en lo que estaba ocurriendo: reparara en él, reparara en que estaba ahogándose. Comparado con Michael (que está en séptimo y ha conseguido todos los galardones excepto los más altos y va a convertirse en un scout de mayor rango), él es un ser insignificante. Habría sido mucho más normal que Michael no reparara en que se hundía, incluso que no lo hubiera echado de menos hasta regresar al campamento. Entonces todo lo que se hubiera requerido de Michael habría sido que escribiera la carta a su madre, con el frío y formal comienzo característico de esas cartas: «Lamentamos comunicarle…».

A partir de ese día sabe que tiene algo especial. Podría haber muerto, pero no ha sido así. A pesar de ser indigno de ella, se le ha dado una segunda vida. Estuvo muerto, pero ahora está vivo.

A su madre no le cuenta una sola palabra de lo que le pasó en la acampada.

4

El mayor secreto de su vida en el colegio, el secreto que no le cuenta a nadie en casa, es que se ha convertido al catolicismo, que a efectos prácticos «es» católico.

Le es difícil plantear el tema en casa porque su familia «no es» nada. Naturalmente son sudafricanos, pero incluso ser sudafricano es un poco vergonzoso y por tanto no se habla de ello, puesto que no todo el que vive en Sudáfrica es sudafricano, o al menos no un sudafricano decente.

En lo que concierne a la religión, desde luego no son nada. Ni siquiera en la familia de su padre, que es mucho más moderada y normal que la de su madre, va nadie a la iglesia. En cuanto a él, solo ha estado en la iglesia dos veces en su vida: una para bautizarse y otra para celebrar la victoria en la segunda guerra mundial.

La decisión de «ser» católico la ha tomado sin pensárselo dos veces. La primera mañana en su nueva escuela, mientras el resto de la clase se dirige al salón de actos del colegio, se les pide a él y a otros tres chicos que esperen. «¿Cuál es tu religión?», pregunta la profesora a cada uno de ellos. Él mira a izquierda y derecha. ¿Cuál será la respuesta correcta? ¿Entre qué religiones se puede optar? ¿Es como lo de los rusos y los norteamericanos? Le llega el turno. «¿Cuál es tu religión?», le pregunta la profesora. Está sudando, no sabe qué contestar. «¿Eres protestante, católico o judío?», insiste impacientándose. «Católico», dice él.

Cuando el interrogatorio ha terminado, les pide a él y a otro chico que afirma ser judío que se queden allí; los dos que dicen ser protestantes van a reunirse con los demás.

Esperan a ver qué hacen con ellos. Pero no ocurre nada. Los pasillos están vacíos, el edificio en silencio, no quedan profesores.

Caminan hasta llegar al patio donde se unen a la chusma, los otros chicos que no han ido a la asamblea religiosa. Es la temporada de las canicas; en medio del silencio extraordinario que reina en el patio, solo roto por las llamadas de las palomas en el cielo y el eco apagado de los cánticos a lo lejos, juegan a las canicas. El tiempo pasa. La campana anuncia el fin de la asamblea. El resto de los chicos regresa del salón, marchando en filas, una por cada clase. Algunos parecen estar de mal humor. «Jood!», silba entre dientes un chico afrikáner cuando pasa por su lado: ¡ Judío! Cuando vuelven a clase, nadie sonríe.

El episodio le inquieta. Espera que al día siguiente les hagan esperar a él y a los otros chicos y les propongan elegir de nuevo. Entonces él, que obviamente se ha equivocado, podrá corregirse y ser protestante. Pero no habrá una segunda oportunidad.

Dos veces a la semana se repite la operación de separar la cizaña del buen grano. Se deja a los judíos y a los católicos con sus asuntos mientras los protestantes se reúnen para entonar himnos y escuchar sermones. Para vengarse de ello, y para vengarse de lo que los judíos le hicieron a Jesús, los chicos afrikáners, grandotes, brutales, apresan algunas veces a un judío o a un católico y le dan puñetazos en los bíceps, puñetazos rápidos y ensañados, o le pegan un rodillazo en la entrepierna, o le doblan los brazos detrás de la espalda hasta que suplica clemencia. «Asseblief!», gimotea el niño: ¡Por favor! «Jood! Vuilgoed!», le insultan por toda respuesta: ¡ Judío! ¡Asqueroso!

Un día, durante el recreo, dos chicos afrikáners lo acorralan y lo arrastran hasta la esquina más alejada del campo de rugby. Uno de ellos es gordo y enorme. Él les suplica. «Ek is nie ’n Jood nie», dice: Yo no soy judío. Les ofrece su bicicleta, les prestará su bicicleta toda la tarde. Cuanto más entrecortada le sale la voz, más se ríe el gordo. Eso es evidentemente lo que le gusta: que le suplique, que se rebaje.

El chico gordo saca algo del bolsillo de la camisa, algo que ahora explica por qué lo han arrastrado hasta este rincón apartado: es una oruga verde, que se agita. Mientras el amigo le sujeta los brazos por detrás de la espalda, el chico gordo le aprieta las barras de la mandíbula hasta abrirle la boca y le mete la oruga dentro. Él la escupe, ya partida y exudando los jugos. El gordo la estruja y le unta los labios. «Jood!», dice, y se limpia la mano en la hierba.

Aquella fatídica mañana había decidido ser católico romano por Roma, por Horacio y sus dos camaradas que, espada en mano, llevando cascos con cimeras y con un brillo de valor indomable en la mirada, defendieron el puente sobre el Tíber de las hordas etruscas. Ahora, paso a paso, gracias a los otros chicos católicos, descubre qué es en realidad ser un católico. Los católicos no tienen nada que ver con Roma. Los católicos ni siquiera han oído hablar de Horacio. Los católicos van a catequesis los viernes por la tarde; se confiesan; toman la comunión. Eso es lo que hacen los católicos.

Los otros chicos católicos lo acorralan e interrogan: ¿ha ido a catequesis, se ha confesado, ha comulgado? ¿Catequesis? ¿Confesión? ¿Comunión? Ni siquiera sabe lo que significan esas palabras. «Solía ir en Ciudad del Cabo», dice, intentando salirse por la tangente. «¿Adónde?», le preguntan. No sabe el nombre de ninguna iglesia de Ciudad del Cabo, pero ellos tampoco. «El viernes tienes que venir a catequesis», le ordenan. Pero no va y los otros informan al cura de que hay un apóstata en tercer curso. El cura le envía un mensaje que los otros se encargan de transmitirle: debe ir a catequesis. Él sospecha que los otros se han inventado el mensaje, así que al viernes siguiente se queda en casa, sin llamar la atención.

Los chicos católicos mayores empiezan a darle a entender que no se creen sus historias de que era católico en Ciudad del Cabo. Pero ha ido demasiado lejos, ya no hay vuelta atrás. Si dice: «Cometí un error, en realidad soy protestante», sería una deshonra. Por otro lado, incluso teniendo que soportar las burlas de los afrikáners y los interrogatorios de los católicos auténticos, ¿no lo valen las dos horas libres a la semana, horas libres para vagar por los campos de juego desiertos, hablando con los judíos?

Un sábado por la tarde, cuando todo el mundo en Worcester, aturdido por el calor, se ha ido a dormir, saca su bicicleta y pedalea hasta Dorp Street.

Habitualmente evita pasar por Dorp Street, porque ahí es donde está la iglesia católica. Pero hoy esa calle está vacía, no se oye ningún ruido excepto el rumor del agua en los surcos. Él pasa pedaleando indiferente, haciendo como que no mira.

La iglesia no es tan grande como se pensaba. Es un edificio bajo, liso, con una pequeña estatua sobre el pórtico: la Virgen, con una capucha, sosteniendo al niño.

Llega al final de la calle. Le gustaría dar media vuelta y volver a pasar para echar un segundo vistazo, pero tiene miedo de tentar a la suerte, miedo de que aparezca un cura de negro y le ordene que se pare.

Los chicos católicos le regañan y hacen comentarios burlones, los protestantes lo persiguen, pero los judíos no juzgan. Los judíos hacen como si no se enteraran. Los judíos también llevan zapatos. Por alguna razón se siente cómodo con los judíos. Los judíos no son tan malos.

Sin embargo, hay que andarse con cuidado con los judíos. Porque están en todas partes, porque los judíos están adueñándose del país. Eso es lo que él escucha de boca de todos, pero especialmente de sus tíos, los dos hermanos solteros de su madre, cuando vienen a visitarla. Norman y Lance vienen todos los veranos, como las aves migratorias, aunque rara vez al mismo tiempo. Duermen en el sofá, se levantan a las once de la mañana, remolonean por la casa durante horas, medio vestidos, despeinados. Ambos tienen coche; a veces se les puede convencer para que lleven a su hermana y sus chicos a dar una vuelta por la tarde, pero parece que prefieren pasar el rato fumando y bebiendo té y hablando de los viejos tiempos. Después cenan, y después de cenar, juegan al póquer o a los naipes hasta medianoche con cualquiera al que logren convencer de que no se acueste.

Le encanta que su madre y sus tíos cuenten por enésima vez los episodios de su infancia en la granja. Nunca es tan feliz como cuando oye esas historias, y los chistes y las risas que las acompañan. Sus amigos no proceden de familias con historias semejantes. Eso es lo que lo separa de ellos: las dos granjas a sus espaldas, la granja de su madre, la de su padre, y las historias de aquellas granjas. Gracias a las granjas, su pasado tiene unas raíces; gracias a las granjas, él posee una entidad.

Hay una tercera granja: Skipperskloof, cerca de Williston. Su familia no tiene raíces allí, con ella han emparentado por matrimonio. Sin embargo, Skipperskloof es importante también. Todas las granjas lo son. Las granjas son lugares de libertad, de vida.

Por todas las historias que Norman, Lance y su madre cuentan revolotean las figuras de los judíos: cómicos y maliciosos, pero también taimados y crueles, como los chacales. Los judíos de Oudtshoorn iban a la granja todos los años a comprar plumas de avestruz al padre de ellos, su abuelo. Fueron los hermanos y la madre quienes lo convencieron de que debía dejar la lana para dedicarse solo a la cría de avestruces. Las avestruces lo harían millonario, le dijeron. Entonces, un día, la cotización de las plumas de avestruz cayó en picado. Los judíos se negaron a comprar más plumas y su abuelo se arruinó. Todos los propietarios del distrito se arruinaron y los judíos se apoderaron de sus granjas. Así es como operan los judíos, dice Norman: nunca te fíes de un judío.

Su padre se pone serio. Su padre no puede permitir que se desacredite a los judíos, porque es empleado de uno de ellos. Standard Canners, donde trabaja como contable, pertenece a Wolf Heller. De hecho fue Wolf Heller quien lo hizo venir de Ciudad del Cabo a Worcester cuando perdió su empleo en la administración pública. El futuro de su familia está ligado al de Standard Canners, que en los pocos años que han pasado desde que Wolf Heller tomó las riendas, se ha convertido en un gigante del negocio de las conservas. Su padre dice que para alguien como él, con méritos probados, hay unas perspectivas maravillosas en Standard Canners.

De modo que Wolf Heller está exento de las críticas a los judíos. Wolf Heller cuida de sus empleados. En Navidad incluso les compra regalos, aunque la Navidad no signifique nada para los judíos.

Los niños de Heller no van a la escuela de Worcester. Si Heller tiene algún hijo, probablemente lo ha enviado a SACS, en Ciudad del Cabo, que es una escuela judía en todo menos en el nombre. Tampoco hay familias judías en Reunion Park. Los judíos de Worcester viven en la parte más vieja, más frondosa, más umbría de la ciudad. Aunque hay judíos en su clase, estos nunca lo invitan a sus casas. Solo los ve en el colegio, sobre todo durante las horas de asamblea, cuando separan a los judíos y a los católicos y los someten a la ira de los protestantes.

Cada dos por tres, sin embargo, por razones nada claras, se suspende el permiso que los deja en libertad durante la asamblea y se les convoca para que acudan al salón.

El salón está siempre abarrotado. Los chicos mayores ocupan los asientos, mientras que los más pequeños se amontonan en el suelo. Los judíos y los católicos –a lo sumo una veintena entre todos– se abren paso entre ellos buscando sitio. Subrepticiamente, agarrándoles los tobillos con las manos, tratan de hacerles tropezar.

El pastor ya ha subido al estrado. Es un hombre joven y pálido vestido de negro y con corbata blanca. Pronuncia el sermón con voz alta, cantarina, alargando las vocales, articulando cada letra de cada palabra exageradamente. Cuando la locución termina, tienen que levantarse para rezar. ¿Qué debe hacer un católico durante los rezos protestantes? ¿Cierra los ojos y mueve los labios, o hace como si no estuviera allí? No alcanza a ver a ninguno de los auténticos católicos; mira al infinito y desenfoca la mirada.

El pastor se sienta. Todos sostienen el libro de los cánticos; es el momento de cantar. Una de las profesoras sube para dirigir. «Al die veld is vrolik, al die voëltjies sing.» Todo el campo está feliz, todos los pájaros cantan, entonan los más pequeños. Los mayores se levantan entonces. «Vit die blou van onse hemel.» Desde el azul de nuestro cielo, cantan impostando la voz, concentrados, mirando serios al frente: el himno nacional, el himno nacional de ellos. Con miedo, nerviosamente, los más jóvenes se les unen. Inclinándose sobre todos, moviendo los brazos como si estuviera recogiendo plumas, la profesora trata de animarlos, de darles fuerza. «Ons sal antwoord op jou roepstem, ons sal offer watt jy vra», cantan. Responderemos a tu llamada.

Por fin termina el himno. Los profesores bajan del estrado: primero el director del colegio, luego el pastor, y el resto detrás. Los chicos salen en fila del salón. Un puño se estrella contra sus riñones, un golpe seco, rápido, invisible. «Jood!» ¡ Judío!, susurra una voz. Está fuera, es libre, puede respirar aire fresco de nuevo.

Pese a las amenazas de los católicos auténticos, pese a la posibilidad siempre latente de que el cura visite a sus padres y lo desenmascare, está agradecido a la inspiración que le hizo elegir Roma. Siente gratitud por la iglesia que lo ampara; no lo lamenta, no desea dejar de ser católico. Si ser protestante significa entonar himnos y escuchar sermones y salir a atormentar a los judíos, no quiere ser protestante. No es culpa suya si los católicos de Worcester son católicos sin saber nada de Roma ni de Horacio y sus camaradas resistiendo en el puente sobre el Tíber («Tíber, el padre Tíber, al que nosotros, los romanos, rezamos»), ni de Leónidas y sus espartanos resistiendo el ataque en Termópilas, ni de Roland impidiéndoles el paso a los sarracenos. No concibe nada más heroico que repeler un ataque, nada más noble que dar la propia vida para salvar a otros que después llorarán sobre tu cadáver. Eso es lo que anhela ser: un héroe. Eso es lo que un católico auténtico debería ser.

Es una tarde de verano; después de un día largo y caluroso, ha refrescado. Se encuentra en los jardines públicos, donde ha estado jugando al críquet con Greenberg y Goldstein: Greenberg es brillante en clase pero pésimo en críquet; Goldstein, de grandes ojos castaños, lleva sandalias y es muy elegante. Es tarde, bien pasadas las siete y media. Los jardines están desiertos. Han tenido que dejar el críquet: está ya demasiado oscuro como para que puedan ver la pelota. Así que se dedican a pelear, a luchar como si fueran otra vez niños, rodando por el césped, haciéndose cosquillas, desternillándose de risa. Se levanta, respira hondo. Una oleada de gozo lo invade. «Nunca he sido más feliz en mi vida. Me gustaría quedarme con Greenberg y Goldstein para siempre», piensa.

Se marchan. Es verdad. Le gustaría vivir siempre así, paseando en bicicleta por las calles anchas y vacías de Worcester, al atardecer de un día de verano, cuando han llamado a todos los niños y solo él sigue fuera, como un rey.

5

Ser católico es una parte de su vida que se reserva para el colegio. Preferir los rusos a los norteamericanos es un secreto tan oscuro que no puede revelárselo a nadie. Que te gusten los rusos es un asunto serio. Pueden condenarte al ostracismo. Pueden enviarte a prisión.

Dentro de su armario, en una caja, guarda el libro de dibujos que hizo en 1947, en el momento álgido de su pasión por los rusos. Los dibujos, hechos con lápiz de punta gruesa y coloreados con ceras, muestran a los aviones rusos abatiendo a los aviones norteamericanos en el cielo, a los barcos rusos hundiendo a los barcos norteamericanos. Aunque ya ha remitido el fervor de aquel año, cuando las noticias de la radio provocaron una oleada de hostilidad contra los rusos y todo el mundo tuvo que tomar partido, él se mantiene leal en secreto: leal a los rusos, pero sobre todo leal a sí mismo, a quien era cuando hizo esos dibujos.

Aquí en Worcester nadie sabe que le gustan los rusos. En Ciudad del Cabo estaba su amigo Nicky, con quien jugaba a la guerra con soldaditos de plomo y un cañón con un muelle que disparaba cerillas; pero cuando se dio cuenta de lo peligrosas que eran sus alianzas, de lo que se estaba jugando, le hizo jurar a Nicky que guardaría el secreto, y pasado algún tiempo, para asegurarse, le contó que se había cambiado de bando y que ahora le gustaban los norteamericanos.

En Worcester, a nadie salvo a él le gustan los rusos. Su lealtad a la Estrella Roja lo aparta absolutamente de todos.

¿De dónde procede este enamoramiento, que incluso a él mismo le resulta extraño? Su madre se llama Vera: Vera, con su helada V mayúscula, una flecha cayendo. Vera, le contó su madre una vez, es un nombre ruso. La primera vez que le plantearon que los rusos y los norteamericanos eran antagonistas entre los cuales tenía que escoger («¿A quién prefieres: a Jan Christiaan Smuts o a Daniel-François Malan? ¿A quién prefieres: a Supermán o al Capitán América? ¿A quién prefieres: a los rusos o a los norteamericanos?»), escogió a los rusos como había escogido a los romanos: porque le gustaba la letra «r», especialmente la R mayúscula, la más sonora de todas las letras.

Eligió a los rusos en 1947, cuando todo el mundo se puso de parte de los norteamericanos; y como los había elegido, se entregó a leer cosas sobre ellos. Su padre poseía una historia de la segunda guerra mundial en tres volúmenes. Le encantaban esos libros y los estudiaba detenidamente, estudiaba las fotografías de los soldados rusos con sus uniformes blancos de esquí, los soldados rusos con ametralladoras escabulléndose entre las ruinas de Stalingrado, los comandantes de los carros blindados rusos escrutando el horizonte con sus binóculos. (El T-34 ruso era el mejor carro blindado del mundo, mejor que el Sherman de los norteamericanos, mejor incluso que el Tiger de los alemanes.) Se detenía una y otra vez en la ilustración que mostraba a un piloto ruso inclinando su bombardero sobre la columna de carros blindados alemanes destrozados y en llamas. Adoptó todo lo ruso. Adoptó al mariscal de campo Stalin, severo pero paternal, el mejor y el más perspicaz estratega de la guerra; adoptó el borzoi, el perro pastor ruso, el más veloz de todos los perros. Sabía todo lo que se podía saber sobre Rusia: la extensión en kilómetros cuadrados, la producción en toneladas de acero y de carbón, la longitud de cada uno de sus grandes ríos: el Volga, el Dniéper, el Yenisei y el Obi.

Y entonces lo comprendió por la desaprobación de sus padres, por la perplejidad de sus amigos, por lo que los padres de estos comentaban cuando les hablaban de él: no era ningún juego que le gustaran los rusos; estaba prohibido.

Al parecer, siempre se equivoca en algo. Quiera lo que quiera, le guste lo que le guste, tarde o temprano tiene que convertirlo en un secreto. Empieza a verse a sí mismo como una de esas arañas que vive en un agujero sellado con trampilla cavado en la tierra. La araña siempre tiene que estar regresando a toda prisa a su agujero, cerrando la trampilla, excluyéndose del mundo, escondiéndose.

En Worcester mantiene en secreto su pasado ruso, esconde el censurable libro de dibujos, con las estelas de humo de los cazas enemigos que se estrellan en el océano y los barcos de guerra hincando sus proas bajo las olas. En lugar de dibujar se dedica a jugar partidos de críquet imaginarios. Utiliza la raqueta de playa de madera y una pelota de tenis. El reto es mantener la pelota en el aire el máximo tiempo posible. Se pasa horas dando vueltas a la mesa del comedor y haciendo botar la pelota en la raqueta. Antes de empezar retira todos los jarrones y los adornos; cada vez que la pelota da en el techo, cae una fina ducha de polvo rojizo.

Juega partidos enteros, once bateadores a cada lado, cada uno batea dos veces. Cada golpe equivale a un run. Cuando, por falta de atención, pierde una bola, se elimina un bateador, y el chico anota su puntuación en el marcador. Los gigantescos totales van ascendiendo: quinientos runs, seiscientos runs. Una vez Inglaterra puntúa mil runs, algo que nunca ha hecho un equipo de verdad. Unas veces gana Inglaterra, otras Sudáfrica; rara vez Australia o Nueva Zelanda.

En Rusia y en Norteamérica no se juega al críquet. Los norteamericanos juegan al béisbol; los rusos no parece que jueguen a nada, quizá porque allí siempre está todo nevado.

Él no sabe qué hacen los rusos cuando no están en guerra. No les dice nada a los amigos de sus partidos privados de críquet, se los guarda para casa. Una vez, a los pocos meses de haber llegado a Worcester, un chico de su clase se coló en su casa por la puerta de entrada y se lo encontró tumbado boca arriba debajo de una silla. «¿Qué haces?», le preguntó.

«Pienso –le respondió sin pensar–: Me gusta pensar.» Al poco tiempo lo sabía toda la clase: el chico nuevo era raro, no era normal. Gracias a ese error ha aprendido a ser más prudente. Y la mejor forma de ser prudente siempre es hablar de menos antes que de más.

También juega al críquet auténtico con cualquiera que esté dispuesto a jugar. Pero jugar al críquet auténtico en la plaza vacía que hay en medio de Reunion Park es tan lento que resulta inaguantable; la bola siempre anda perdiéndose: la pierde el bateador, la pierde el receptor. Él odia ir a buscar las bolas que se han perdido. También odia hacer de jugador de campo sobre la tierra pedregosa, con la que te hieres las manos y las rodillas cada vez que te caes. Quiere batear o lanzar, eso es todo.

Con la promesa de prestarle sus juguetes convence a su hermano, aunque solo tiene seis años, de que le lance en el patio trasero. El hermano le lanza un rato, hasta que se aburre, se enfada y se mete en la casa corriendo en busca de protección. Intenta enseñar a lanzar a su madre, pero ella no logra concentrarse. Se troncha de risa ante su propia torpeza, y él se exaspera por momentos. Así que decide que sea ella quien batee. Pero el espectáculo es demasiado vergonzoso, cualquiera podría verlo con facilidad desde la calle: una madre jugando al críquet con su hijo.

Corta una lata de mermelada por la mitad y clava la parte del fondo a un palo de madera de medio metro. Monta el palo en un eje atravesado en una caja de cartón cargada de ladrillos. Ata al palo una cinta de goma de neumático que sujeta a la caja y, por la parte opuesta, una cuerda que pasa a través de una argolla. Mete una bola en la lata, retrocede nueve metros, tira de la cuerda hasta que tensa la goma, pisa la cuerda con el talón, toma posición de bateador y la suelta. A veces la bola se pierde en el aire, otras va directa a su cabeza; pero de vez en cuando vuela bastante bien y el chico puede golpearla. Se conforma con eso: ha lanzado y bateado él solo, es todo un triunfo, nada es imposible.

Un día en que se siente de humor para las confianzas temerarias, les pide a Greenberg y a Goldstein que cuenten sus primeros recuerdos. Greenberg pone impedimentos: no es un juego de su agrado. Goldstein cuenta una larga historia sin sentido sobre el día que lo llevaron a la playa, una historia a la que él apenas presta atención. Porque el objetivo del juego, naturalmente, es permitirle a él contar sus primeros recuerdos.

Está asomado a la ventana de su piso en Johannesburgo. Empieza a caer la noche. Un coche se acerca rápidamente a lo lejos, baja la calle. Un perro, un perro pequeño y moteado, salta delante del coche. El coche atropella al perro: las ruedas le pasan por encima, justo por la mitad del cuerpo. El perro se aleja arrastrándose con las patas traseras paralizadas, dando gañidos de dolor. Sin duda alguna morirá; pero en ese momento lo apartan del alféizar de la ventana.

Es un primer recuerdo magnífico, que empequeñecería cualquier cosa que el pobre Goldstein pueda pescar de su pasado. Pero ¿es cierto? ¿Por qué estaba él asomado a la ventana mirando una calle vacía? ¿Vio realmente cómo el coche arrollaba al perro, o solo oyó dar gañidos al perro y corrió a la ventana? ¿Es posible que no viera más que a un perro arrastrando sus patas traseras, y que inventara lo del coche y el conductor y el resto de la historia?

Tiene otro primer recuerdo, uno en el que confía enteramente pero que jamás contaría, y aún menos a Greenberg y a Goldstein, que lo divulgarían por todo el colegio, convirtiéndolo en el hazmerreír de sus compañeros.

Está sentado junto a su madre en el autobús. Debe de hacer frío, porque lleva unas polainas de lana de color rojo y un gorro de lana con un pompón. El motor del autobús funciona trabajosamente; están subiendo por la carretera salvaje y desolada del desfiladero de Swartberg Pass.

Lleva un envoltorio de caramelo en la mano. Lo sostiene fuera de la ventana, apenas abierta un dedo. El envoltorio flamea y tremola en el aire.

«¿Lo suelto?», le pregunta a su madre.

Ella asiente con la cabeza. El chico lo suelta.

El trozo de papel vuela hacia el cielo. Abajo no hay nada, salvo el siniestro abismo del desfiladero, rodeado por las cumbres heladas de las montañas. Estira el cuello y consigue echar un último vistazo al papel, todavía volando con arrojo.

«¿Qué le ocurrirá al papel?», le pregunta a su madre; pero ella no sabe de qué le habla.

Ese es el otro primer recuerdo, el secreto. No deja de pensar en el trozo de papel, solo en aquella inmensidad, y en que él lo abandonó cuando no debería haberlo abandonado. Algún día tendrá que regresar a Swartberg Pass para encontrarlo y rescatarlo. Es su obligación: no morirá antes de haberlo hecho.

Su madre desprecia profundamente a los hombres que «no son hábiles con las manos», entre los que cuenta a su padre, pero también a sus propios hermanos, y sobre todo al mayor de ellos, a Roland, que si hubiera trabajado lo bastante para saldar sus deudas podría haber conservado la propiedad de la granja, pero no lo hizo. De los muchos tíos que tiene por parte de su padre (contando seis carnales y otros cinco políticos), al que ella admira más es a Joubert Olivier, que ha instalado un generador eléctrico en Skipperskloof e incluso ha aprendido odontología por su cuenta. (En una de sus visitas a la granja, a él le da dolor de muelas. El tío Joubert lo sienta en una silla bajo un árbol y, sin anestesia, perfora el agujero y lo llena con gutapercha. Nunca antes en su vida había sufrido un dolor tan intenso.)

Cuando se rompen las cosas –platos, adornos, juguetes–, su madre las arregla con cuerda o con pegamento. Las cosas que ata se aflojan, porque no sabe hacer nudos. Las cosas que pega se despegan; ella culpa al pegamento.

Los cajones de la cocina están llenos de clavos doblados, trozos de cuerda, bolas de papel de estaño, sellos usados. «¿Por qué los guardamos?», pregunta él. «Por si acaso», le responde.

Cuando está enfadada, su madre empieza a criticar los estudios. Debería mandarse a los niños a las escuelas de artes y oficios, dice, y después ponerlos a trabajar. Estudiar, simplemente, carece de sentido. Mejor es formarse como ebanista o carpintero, aprender a trabajar la madera. Está desencantada del trabajo en la granja: ahora que los granjeros se han hecho ricos de repente, lo único que cultivan es la holgazanería y la ostentación.

Porque el precio de la lana está subiendo como la espuma. Según la radio, los japoneses están pagando lo que se les pida por la de mejor calidad. Los granjeros que tienen ovejas se compran coches nuevos y se van a la playa por vacaciones. «Deberías darnos algún dinero, ahora que eres rico», le dice ella al tío Son durante una de sus visitas a Voëlfontein. Sonríe mientras habla, como si estuviera bromeando, pero no tiene ninguna gracia. El tío se avergüenza, murmura una respuesta que él no consigue captar.

Su madre le cuenta que la granja no estaba destinada únicamente al tío Son: la heredaron los doce hijos e hijas a partes iguales. Para salvarla de ser subastada a algún desconocido, los hijos y las hijas accedieron a vender sus partes a Son; de esa venta se llevaron pagarés por unas pocas libras cada uno. Ahora, gracias a los japoneses, la granja vale miles de libras. Son debería compartir su dinero.

A él le avergüenza la crudeza con que su madre habla del dinero.

«Debes hacerte doctor o abogado –le dice–. Esos son los que ganan dinero.» Sin embargo, en otros momentos afirma que los picapleitos son todos unos ladrones. Él no pregunta dónde encaja su padre en todo esto; su padre, el abogado que no ganó dinero.

Los doctores no se interesan por sus pacientes, le asegura ella. Tan solo te dan pastillas. Los doctores afrikáners son los peores, porque encima son unos incompetentes.

Dice tantas cosas distintas en distintos momentos que él no tiene ni idea de lo que piensa realmente. Él y su hermano discuten con ella, echándole en cara sus contradicciones. Si cree que los granjeros son mejores que los abogados, ¿por qué se casó con un abogado? Si cree que aprender de los libros carece de sentido, ¿por qué se hizo profesora? Cuanto más discuten, más sonríe ella. Disfruta tanto de la pericia de sus niños con las palabras que cede en todos los asaltos, sin defenderse apenas, deseando que ellos le ganen.

Él no comparte su placer. No le encuentra la gracia a esas discusiones. Desea que ella crea en algo. Lo exasperan sus juicios infundados, fruto de estados de ánimo pasajeros.

En cuanto a él, seguramente se hará profesor. Esa será su vida cuando se haga mayor. Parece una vida aburrida, pero ¿hay alguna otra posibilidad? Durante mucho tiempo pensó en hacerse maquinista. «¿Qué vas a ser de mayor?», solían preguntarle sus tías y tíos. «¡Maquinista!», gritaba él con voz aguda, y todo el mundo asentía con la cabeza y sonreía. Ahora entiende que «maquinista» es lo que se espera que digan todos los niños pequeños, igual que de las niñas pequeñas se espera que digan «enfermera». Él ya no es pequeño, pertenece al mundo adulto; tendrá que aparcar la fantasía de conducir un tren enorme y cumplir con lo que se espera de él. Se le da bien el colegio, y no ha descubierto ninguna otra cosa que sepa que se le da bien, por lo tanto se quedará en el colegio, ascendiendo de categoría. Algún día, puede que incluso llegue a inspector. Pero no se someterá a un trabajo de oficina. ¿Cómo puede alguien trabajar de la mañana a la noche, con apenas dos semanas de vacaciones al año?

¿Qué clase de profesor será? Puede formarse una imagen muy vaga de sí mismo. Ve a alguien con chaqueta de sport y pantalones de franela (es lo que parece que visten los profesores), que camina por un pasillo llevando unos libros debajo del brazo. Apenas lo entrevé, un instante después la imagen se ha borrado. No ha podido verle la cara.

Espera que, cuando llegue el día, no lo envíen a enseñar a un sitio como Worcester. Aunque quizá Worcester sea un purgatorio por el que hay que pasar. Quizá Worcester sea el sitio al que envían a la gente para probarla.

Un día les encargan a los alumnos que escriban una redacción en clase: «Lo que hago por las mañanas». Se supone que tienen que escribir sobre las cosas que hacen antes de partir hacia el colegio. Él sabe el tipo de cosas que se espera que escriba: que hace la cama, que friega los platos del desayuno, que prepara los bocadillos para el recreo. Aunque en realidad no hace ninguna de estas cosas –se las hace su madre–, miente lo bastante bien como para no ser descubierto. Pero se pasa de listo cuando describe cómo se limpia los zapatos. En su vida se ha limpiado los zapatos. En la redacción dice que el cepillo se usa para quitar la suciedad, y que después utiliza un trapo para dar betún al zapato. La señorita Oosthuizen coloca un gran signo de exclamación azul junto a la descripción del cepillado de los zapatos. Él se siente mortificado, reza para que no lo saque a leer su redacción delante de toda la clase. Esa tarde se fija atentamente en cómo su madre le limpia los zapatos, para no volver a equivocarse jamás.

Deja que su madre le limpie los zapatos al igual que la deja hacer por él todo lo que ella quiera. La única cosa que no la dejará hacer más es entrar en el cuarto de baño cuando está desnudo.

Sabe que es un mentiroso, sabe que es malvado, pero se niega a cambiar. No cambia porque no quiere cambiar. Lo que lo diferencia de los otros chicos quizá guarde relación con su madre y su familia anormal, pero también está ligado a sus mentiras. Si dejara de mentir tendría que dar betún a sus zapatos y hablar con educación y hacer todo lo que los chicos normales hacen. En ese caso, dejaría de ser él mismo. Y si ya no fuera él mismo, ¿merecería la pena vivir?

Es un mentiroso y también es frío de corazón: un mentiroso para el mundo en general, frío de corazón con su madre. A su madre le duele que se vaya apartando de ella cada vez más, y él se da cuenta. Sin embargo, endurece su corazón dispuesto a no ceder. Su única excusa es que tampoco tiene piedad consigo mismo. Miente, pero no se miente a sí mismo.

–¿Cuándo vas a morirte? –le pregunta a su madre un día, retándola, sorprendido de su propio atrevimiento.

–Yo no voy a morirme –le contesta.

Su voz es alegre, pero hay una nota falsa en su alegría.

–¿Y si contraes cáncer?

–Solo contraes cáncer si te golpean en el pecho. No tendré cáncer. Viviré siempre. No me moriré.

Él sabe por qué le dice eso. Lo dice por él y su hermano, para que no se preocupen. Es una tontería decir eso, pero se lo agradece.

No puede imaginarse a su madre muriendo. Ella es la cosa más firme de su vida. Es la roca en la que él se sostiene. Sin ella no sería nada.

Su madre se protege los pechos cuidadosamente por si se los golpean. Su primer recuerdo de todos, anterior al del perro, anterior al del trozo de papel, es el de sus pechos blancos. Sospecha que debió herirlos cuando era un bebé, golpearlos con los puñitos, porque de otro modo ella no se los negaría tan inequívocamente, ella que no le niega nada.

El cáncer es el temor más grande de la vida de la madre. En cuanto a él, le han enseñado a ser precavido con los dolores en el costado, a tratar cada punzada como un síntoma de apendicitis. ¿Conseguirá la ambulancia llevarle al hospital antes de que su apéndice estalle? ¿Conseguirá despertarse de la anestesia? No le gusta pensar que un médico desconocido le abra por la mitad. Por otro lado, sería estupendo tener una cicatriz para presumir de ella ante la gente.

Cuando, durante el recreo en el colegio se reparten cacahuetes y pasas, él deja que el viento se lleve las pieles rojizas, finas como el papel, que recubren los cacahuetes, pues dicen que van a parar al apéndice, donde se pudren.

A él lo absorben sus colecciones. Colecciona sellos. Colecciona soldaditos de plomo. Colecciona cromos: cromos de jugadores australianos de críquet, cromos de futbolistas ingleses, cromos de coches del mundo. Para conseguir los cromos hay que comprar paquetes de cigarrillos hechos de pasta de almendra y azúcar glaseado, con las boquillas pintadas de rosa. Sus bolsillos están llenos de cigarrillos deshechos y pegajosos que olvidó comerse.

Pasa horas interminables con su juego de Meccano, demostrándole a su madre que también él puede ser habilidoso. Construye un molino emparejando piezas de poleas. Las aspas giran tan rápido que levantan brisa en la habitación.

Él corre por el patio lanzando una bola de críquet al aire y recogiéndola sin romper el paso. ¿Cuál es la verdadera trayectoria de la bola: va derecha hacia arriba y derecha hacia abajo, que es como él la ve, o sube y cae trazando una parábola en el aire, que es como la vería alguien parado? Cuando le habla a su madre de esto, percibe en sus ojos una expresión desesperada: ella sabe que ese tipo de cosas son importantes para él, y quiere comprender por qué, pero no puede. En cuanto a él, desearía que ella se interesara en las cosas por las cosas mismas, no porque le interesen a él.

Cuando hay que realizar un trabajo práctico que ella no sabe cómo hacer –por ejemplo, arreglar un grifo que gotea–, llama a un hombre de color de la calle, cualquiera, el que pase en ese momento por allí. ¿Por qué, le pregunta él enojado, tiene tal fe en la gente de color? Porque están acostumbrados a trabajar con las manos, le responde.

Parece una tontería creer eso, que porque alguien no haya ido a la escuela tiene que saber cómo arreglar un grifo o reparar un hornillo; aun así, es tan distinto de lo que cree todo el mundo, tan excéntrico, que a pesar de sí mismo lo encuentra atractivo. Prefiere que su madre espere maravillas de la gente de color a que no espere absolutamente nada de ellos.

Siempre está intentando darle sentido a lo que dice su madre. Los judíos son explotadores, dice; pero prefiere a los doctores judíos porque saben lo que se hacen. La gente de color son la sal de la tierra, dice, pero ella y sus hermanas están siempre chismorreando sobre supuestas blancas con antecedentes secretos de color. Él no puede entender que su madre sostenga tantas creencias contradictorias a la vez. Bueno, al menos tiene creencias. Sus hermanos también. Su hermano Norman cree en Nostradamus y en sus profecías sobre el fin del mundo; él cree en los platillos volantes que aterrizan durante la noche y se llevan a la gente. No puede imaginarse a su padre o a la familia de su padre hablando del fin del mundo. El único objetivo que tienen en la vida es evitar las polémicas, no ofender a nadie, ser agradables todo el tiempo; en comparación con la familia de su madre, la de su padre resulta blandengue y aburrida.

Él está demasiado apegado a su madre, su madre demasiado apegada a él. Esa es la razón por la que, dejando de lado la caza y todas las otras cosas de hombre que hace durante sus visitas a la granja, la familia de su padre nunca lo haya acogido en su seno. Tal vez su abuela fuera severa al negarles un hogar a ellos tres durante la guerra, cuando estaban viviendo con la paga parcial de un cabo interino, cuando eran tan pobres que ni siquiera podían comprar mantequilla o té. Sin embargo, a la madre de su padre no le falló la intuición. Su abuela no está tan ciega como para no ver el oscuro secreto de Poplar Avenue número doce: a saber, que el niño mayor es el primero de la casa; el segundo niño es el segundo, y el hombre, el marido, el padre, el último. Puede que su madre no se haya molestado lo suficiente en ocultar esta perversión del orden natural a la familia de su padre, o que su padre se haya quejado en privado. En cualquiera de ambos casos, a la abuela no le parece bien y no esconde su desaprobación.

Algunas veces, cuando la sorprenden en plena discusión con su padre y quiere apuntarse un tanto, su madre se queja amargamente del trato que recibe por parte de la familia de su marido. Sin embargo, por el bien de su hijo, porque sabe el lugar tan especial que ocupa la granja en el corazón de él, porque ella no puede ofrecerle nada a cambio, la mayoría de las veces intenta congraciarse con ellos de una forma que él considera falta de tacto, al igual que sus bromas sobre el dinero, bromas que no son bromas.

Él desearía que su madre fuera normal. Si ella fuera normal, él también sería normal.

Ocurre lo mismo con las dos hermanas de su madre. Tienen un niño cada una, un hijo, y están encima de ellos con una solicitud sofocante. Su primo Juan, en Johannesburgo, es el mejor amigo que tiene en el mundo: se escriben cartas, están deseando ir juntos de vacaciones al mar. Sin embargo, no le gusta ver a Juan avergonzado obedeciendo todas las instrucciones de su madre, incluso cuando ella no está allí para vigilarlo. De los cuatro primos, él es el único que no está enteramente bajo el control de su madre. Se ha distanciado, o se ha distanciado a medias: tiene sus propios amigos, que él mismo ha elegido, sale con la bicicleta sin decir adónde va ni cuándo volverá. Sus primos y su hermano no tienen amigos. Los ve pálidos, tímidos, siempre metidos en casa bajo la mirada vigilante de las fieras de sus madres. El padre llama a las tres hermanas de la madre las tres brujas. «Dobla y redobla el afán de la olla», dice, citando a Macbeth. Él repite las palabras de su padre con gran regocijo, maliciosamente.

Cuando la madre se siente especialmente amargada de la vida en Reunion Park, se lamenta de no haberse casado con Bob Breech. Él no se toma sus lamentaciones en serio. Pero al mismo tiempo no da crédito a sus oídos. Si ella se hubiera casado con Bob Breech, ¿dónde estaría él? ¿Quién sería? ¿Sería hijo de Bob Breech? ¿Sería el hijo de Bob Breech la misma persona que él?

Solo queda un testimonio tangible del Bob Breech auténtico. Se topa con él por casualidad en uno de los álbumes de su madre: una fotografía borrosa de dos jóvenes con pantalones blancos y chaquetas oscuras, de pie en una playa rodeando con un brazo el hombro del otro, con los ojos entornados por el sol. A uno de ellos lo conoce: es el padre de Juan. ¿Quién es el otro hombre?, le pregunta a su madre. Bob Breech, le responde. ¿Dónde está ahora? Se murió, dice ella.

Estudia con atención los rasgos del fallecido Bob Breech. No descubre nada de sí mismo en ellos.

No la interroga más. Pero escucha a las hermanas, suma dos y dos, y así se entera de que Bob Breech vino a Sudáfrica por motivos de salud; que al cabo de un año o dos se volvió a Inglaterra; que allí murió. Murió tísico, pero se insinúa que regresó con el corazón partido y que eso precipitó su declive: le partió el corazón una joven profesora de escuela de pelo oscuro, ojos oscuros y mirada cautelosa a la que conoció en Plettenberg Bay y que no quiso casarse con él.

Le encanta ojear los álbumes de su madre. No importa lo desdibujada que sea la fotografía, siempre la distingue a ella entre el grupo: la de la mirada huidiza, a la defensiva, en la cual se reconoce a sí mismo. Gracias a sus álbumes él sigue la vida de su madre en los años veinte y treinta: primero, las fotografías de equipo (hockey, tenis); luego, las de su viaje a Europa: Escocia, Noruega, Suiza y Alemania; Edimburgo, los fiordos, los Alpes y Bingen, a la orilla del Rin. Entre sus recuerdos guarda un lapicero de Bingen con una mirilla diminuta a un lado por la cual se ve una vista del castillo encaramado en lo alto de un acantilado.

A veces ojean el álbum juntos, él y ella. Ella suspira, dice que ojalá pudiera visitar Escocia otra vez, ver los brezos, las campánulas. Él piensa: Tuvo una vida antes de nacer yo, y esa vida vive todavía en ella. Se alegra, en cierto modo, por ella, porque ya no tiene una vida propia.

El mundo de su madre es bien distinto del mundo que muestra el álbum de su padre, donde sudafricanos con uniforme caqui posan ante las pirámides de Egipto o entre los escombros de ciudades italianas. Pero en este álbum se entretiene menos con las fotografías que con las fascinantes octavillas intercaladas entre estas, las octavillas que los aviones alemanes dejaban caer sobre las tropas aliadas. En una se explica a los soldados cómo provocarse fiebre (tomando sopa); otra muestra a una mujer atractiva sentada en las rodillas de un judío gordo y de nariz ganchuda, bebiendo una copa de champán. «¿Sabes dónde está tu mujer esta noche?», reza el pie de foto. Y después hay un águila de porcelana azul que su padre encontró entre las ruinas de una casa de Nápoles y que se trajo en su macuto, el águila del imperio que ahora está sobre la repisa de la chimenea del salón.

Él está orgullosísimo de que su padre participara en la guerra. Lo sorprende –y lo complace– descubrir que pocos de los padres de sus amigos lucharon en ella. De lo que no está seguro es de por qué su padre no llegó más que a cabo interino: disimuladamente se calla lo de «cabo» cuando les cuenta a sus amigos las aventuras de su padre. Pero guarda como un tesoro la fotografía, tomada en un estudio de El Cairo, de su guapo padre mirando por el cañón de un fusil, con un ojo cerrado, el pelo pulcramente peinado, la boina doblada, como dictaba la moda, bajo la charretera. Si lo dejaran, la pondría en la repisa de la chimenea también.

Su padre y su madre discrepan en lo que concierne a los alemanes. A su padre le gustan los italianos (no tenían el corazón puesto en la guerra, dice: todo lo que querían era rendirse y regresar a casa), pero odia a los alemanes. Cuenta la anécdota de un alemán al que dispararon mientras estaba acuclillado en el retrete. Unas veces es él quien dispara al alemán, otras veces es un amigo suyo; pero en ninguna de las versiones muestra compasión alguna, solo diversión ante la confusión del alemán tratando de levantar las manos y de subirse los pantalones a la vez.

Su madre sabe que no es buena idea el

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