Dos mujeres en Praga

Juan José Millás

Fragmento

libro-2

 

En el instante en el que Luz Acaso y Álvaro Abril se conocieron, sus vidas se enredaron como dos cordeles dentro de un bolsillo.

Luz, que había llegado a Talleres Literarios atraída por un anuncio del periódico, fue recibida por Álvaro, que la invitó a pasar a un pequeño despacho con libros en las paredes y en el suelo.

—Soy Álvaro Abril, hemos hablado por teléfono.

—Sí —dijo ella.

—Usted se sienta ahí y yo aquí —añadió el joven señalando dos sillas incómodas, situadas a ambos lados de una mesa barata.

—Ahora tengo ganas de salir corriendo —confesó la mujer desabrochándose el abrigo, sin llegar a quitárselo, a la vez que tomaba asiento.

—¿Y eso? —preguntó sonriendo Álvaro Abril.

—No sé.

El joven le explicó que la actividad principal de Talleres Literarios eran las clases de escritura creativa.

—Aunque también hacemos otras cosas, como la que aparece en el anuncio que la ha traído hasta nosotros.

—¿Y hay gente que se apunta? —preguntó ella.

—Empieza a haberla. En Barcelona llevan trabajando con buenos resultados desde hace cuatro o cinco años. En Madrid hemos sido nosotros los primeros. A mucha gente, cuando se jubila o tiene más tiempo libre del habitual, le apetece escribir la novela de su vida, pero para escribir, como para todo, hace falta oficio. Nosotros ponemos el oficio. La gente pone su vida y nosotros ponemos el oficio. Y es que no se trata solo de «escribir bien», sino de seleccionar y articular los materiales. En realidad, escribir una biografía es muy parecido a escribir una novela que luego puede regalarse a los hijos o a los nietos. Constituye una forma de permanecer del mismo modo que se permanece en el álbum de fotos familiar, ¿no?

Luz Acaso debió de pensar que recitaba la información. Álvaro Abril parecía un muchacho haciendo un negocio que le venía grande. Tal vez su sueldo dependía de que personas como ella picaran en el anzuelo.

—Bueno, yo no estoy jubilada. Apenas tengo cuarenta años —dijo aparentando una ofensa que quizá no había sentido.

—Es evidente que no tiene edad de estar jubilada, perdone. Me estaba refiriendo al tipo de usuario más frecuente, pero a cualquier edad se puede desear contar la propia vida. ¿Por qué cree que desearía hacerlo usted?

Luz Acaso miró al joven de frente y dijo:

—Es que me he quedado viuda.

Dijo esta frase, me he quedado viuda, y tras un breve estremecimiento se echó a llorar para sorpresa de Álvaro Abril, que permaneció quieto y perplejo al otro lado de la mesa.

Alguien abrió la puerta del despacho y tras advertir la existencia de algo raro volvió a cerrarla y desapareció. La irrupción reprimió violentamente el llanto de Luz Acaso, que pidió disculpas mientras se llevaba un pañuelo de papel a los ojos.

—La gente —señaló entonces Álvaro Abril— cree que para contar la propia vida es preciso empezar por el principio: año y lugar de nacimiento, etcétera. Pero se puede empezar por el final, o por el medio, por donde uno quiera. Yo no estoy seguro de que las cosas sucedan unas detrás de otras. Con frecuencia suceden antes las que en el orden cronológico aparecen después. Si usted quiere o necesita empezar por el fallecimiento de su marido, podemos empezar por ahí y luego ir a donde sea reclamada por la memoria o por el sentimiento. Lo importante es que los sucesos que seleccionemos tengan una carga de significado importante, para que el relato respire. Y se lo digo así desde el convencimiento de que la vida, de ser algo, es eso: un relato, un cuento que siempre merece la pena ser contado.

Álvaro Abril hablaba de los componentes de la biografía como un biólogo de un organismo animal, lo que a él mismo le produjo cierto asombro, como si acabara de descubrir que había alguna familiaridad insospechada entre el hecho de escribir y el de vivir. Entonces volvió a abrirse la puerta y alguien le hizo una señal, porque miró el reloj y dijo con expresión de disgusto que tenía que empezar una clase, pero que si Luz deseaba seguir adelante con el proyecto, tendrían que ponerse de acuerdo en las cuestiones de orden práctico. Normalmente, añadió, él trabajaría con un magnetófono, aunque tomaría apuntes también. Calculó que bastaría con que tuvieran media docena de entrevistas de una hora, aunque no había normas fijas. Podían ser más o menos.

—Hay gente que prefiere las biografías cortas y gente que las prefiere largas. Una vida puede contarse en cincuenta folios o en quinientos. Esa es su decisión.

Luz Acaso fue asintiendo a todo, incluido el precio de cada hora de trabajo y los costes de publicación del libro, si al final deseaba hacer una pequeña edición. Quería irse, seguramente para volver. Tal vez pensaba que cuanto antes terminara aquella entrevista preliminar, antes comenzarían las siguientes, de modo que debió de ser un alivio levantarse de la silla después de que se hubiera comprometido a acudir cada día a las doce. Álvaro Abril la acompañó tropezando consigo mismo hasta la puerta de Talleres Literarios, donde se despidieron entre grupos de jóvenes que entraban y salían con las manos llenas de cuadernos y libros.

Mientras cruzaba la calle, se abrochó el abrigo, que se volvió a desabrochar absurdamente cuando llegó al coche. Solía quitárselo y ponerlo en el asiento de atrás, para que no se arrugara, pero tenía mucho frío y esta vez se metió en el automóvil con él. La sede de Talleres Literarios estaba situada al fondo de un callejón de chalets antiguos que arrancaba en Alfonso XIII, cerca de López de Hoyos, e iba a morir violentamente contra el parapeto metálico de un ramal de la M-30. A la entrada del callejón, llamado Francisco Expósito, había una señal de tráfico con el símbolo de calle cortada.

Luz Acaso permaneció unos segundos pensativa dentro del automóvil. Cuando ya estaba a punto de arrancar, oyó unos golpes en la ventanilla de la derecha. Sobresaltada, giró la cabeza en esa dirección y vio al otro lado del cristal a una joven con un parche en el ojo derecho y una chaqueta de cuero del mismo color que el parche: negra. Llevaba el pelo muy corto y distribuido irregularmente.

—¿Qué pasa? —dijo Luz bajando la ventanilla.

—Que si vas hacia arriba, hacia Alfonso XIII.

—Sí.

—¿Y me puedes llevar?

—Sube.

La tuerta subió echando pestes del frío. Llevaba también una carpeta verde, de gomas, y un libro muy manoseado. Luz arrancó y preguntó a la tuerta adónde iba.

—Da lo mismo —respondió.

—¿Estudias en Talleres Literarios?

—He venido a preguntar cuánto cuestan las clases, pero son demasiado caras para mí.

La tuerta explicó a Luz que parte del prestigio de esa escuela se debía a que trabajaba en ella como profesor Álvaro Abril, un joven escritor que había triunfado a los veinte años con una novela de gran éxito, aunque llevaba cinco sin publicar nada. Se rumoreaba que tenía una crisis que lo hacía aún más atractivo.

—Yo me prostituiría a cambio de que él me diera clases de escritura —concluyó—. ¿Es profesor tuyo?

—Es mi biógrafo —respondió asombrada Luz Acaso.

—¿Tu biógrafo? ¿Qué es eso de tu b

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