Leche condensada

Fragmento

1. Cargatóxica

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Cargatóxica [1]

Aída está sentada en el suelo de la fiesta. Una jartada de piedras clavándosele, a través de los leggins, en la parte alta de los muslos, el merengue del cacho de tarta que se está comiendo todo empegostado en los dientes, imagina que su lengua es un cepillo y, mientras estrega, se fija en las puntas de los dedos de los chicos: parecen estrellas. Derretidas y a punto de arrastrarse por los cachetes de las chicas. Ellas no saben qué hacer, gritan, se cogen de brazos, unas cosidas a otras para formar un cuerpo gigante que las proteja de las manos enterrándose en los platos plásticos, brillando después bajo los focos de colores que le dan al garaje aspecto de cumpleaños.

Felicidades, felicidades, se oye a cada momento. El cumpleañero (su lunar enorme sobre el ojo) persigue a dos niñas (sus coletas rebotando al mismo ritmo) y las arrincona y les pinta las caras con una nieve que, al calor de sus lágrimas, ma, ma, mami, mira lo que me está haciendo, no se derrite. Todas huyendo: Aída es la única que está sentada en el suelo, que se mete la cuchara en la boca y la muerde hasta que se astilla, que se obliga a respirar y se observa las piernas y se dice no, no, ahora no te agobies, ahora no empieces tú. Busca, para calmarse, la mirada de su primo.

Moco no le ha hecho caso en toda la tarde. Él es el único niño que no se esconde ahora entre los coches, temeroso de la venganza de las niñas, mientras los cielos con estrellas estregadas mezclan las colillas de los ceniceros con coca-cola y hacen fuerza entre todos para agitar. El único cuyo trozo de tarta sigue reposando intacto encima de su rodilla. El único que solo se dedica a meterse en las uñas los cachos descascarillados del dibujo de Spiderman que resalta tanto sobre su camisa: la niña con la que habla (los pelos amarrados con un lazo granate, un top con el que se le ve el ombligo) es la otra única niña que no se chupa con disimulo lo de alrededor de la boca, la otra única, también, que puede fijarse en cómo la cicatriz del labio de abajo de Moco se enciende contra la luz azul, violeta, roja, pareciendo, de repente, el raspón de un hechizo. Una bruja haciéndolo especial. Aída no le está viendo la cicatriz de cerca, pero no le hace falta: si cierra los ojos, se la encuentra dentro.

Con los párpados bajados. Los trozos de la cuchara caminándole, tan picudos que teme clavárselos sin querer y que la madre la trinque, sobre la piel de los dedos. Empieza a no poder evitarlo y, sin tener ni que planteárselo, se agobia, le viene el sabor (como a potaje de antes de antes de antes de ayer) de la vergüenza que sintió en el coche, el primo sentado al lado, ella tapándose los muslos con la rebeca, él apoyando la cabeza en los nudillos y mirando por la ventana y preguntándole a la abuela ¿cuánto falta para llegar, abueli? y la abuela respondiendo un fisquito nada más, Jaimín mío, Aída repitiendo, dentro de su cabeza, vámonos, vámonos, vámonos. Como se repite ahora no te mires, no te mires, no te mires. Come más tarta si quieres, déjate tranquila aunque sea así: los hoyos de los muslos. Se los encontró estudiando su reflejo, distraída, justo después de hacer pis, el ruido del chorro metido en los oídos y los ojos volando por el baño y posándose en el espejo sin vapor. Últimamente solo se mira si está todo lleno y puede escribirse Aída, la tilde empinada y larga, encima de la frente. Solo si sabe que sus pelos van a parecer una nube de las de lluvia y no uno de los matos del terraplén.

Hoy, sin embargo, se subió sus leggins preferidos, el calambre del pis aún raspándola por dentro, y la luz venía de un lado y descubrió cráteres. Descubrió excavaciones. Durante gran parte de este verano, todo ha estado lleno de huecos: mira para la madre y la ve hablando con las otras madres en la mesa de los mayores y oye claramente que una de ellas le suelta ¿y la separación cómo la vas llevando? Yo me moriría si tuviera que irme de mi casa con todos los bártulos y todo y buscarme otro sitio con la niña y encima la edad más mala que tiene.

Ahora es, por ello, la única que sabe que al levantarse todo el mundo le verá los agujeros de los muslos, las picadas que no va a poder decir son de moscos, ¿eh?, una plaga de moscos en mi cuarto, yo huyendo pero nada, me agujerearon toda, mira. La única que tiene que imaginar que una bola le baja y le sube por el pecho para poder respirar bien, la única que observa a su primo y siente ganas de mandarle un bombazo y, a la vez, de abrazarse a su pantalón de chándal hasta exprimirlo.

Es la única niña que no chinga a los niños con lo último que queda de la coca-cola enjediondada, que no se ríe, pasando los brazos por los hombros de las otras, de los charcos de espuma más negra de lo normal, también es la única del cumpleaños a la que se le sientan al lado, casi sin que se entere, dos chicos con camisas de Pokémon. Aída sale de sí misma (la sensación es parecida a la de cuando un espino por fin se explota) para contestarles oh. Qué tal. Son rubios, idénticos, uno tiene una paleta partida, el trozo que le falta parece, por lo recto del corte, arrancado: Blastoise y el Gyarados rojo abriendo las bocas en sus camisas nuevas, sin costras ni uñas intentando digerirlas.

Se convierte entonces en la única niña del cumpleaños a la que dos gemelos rubios, con unas moñas engrifadas y a la vez lisísimas, le proponen ir a jugar fuera: en realidad no le apetece, pero mira a Moco de reojo, Moco poniéndole a la del lazo una cara que ya no pone nunca, Moco soltando gracias, la otra partida el culo, ¿por qué?, si todo el mundo sabe que la graciosa de la familia es Aída, que la habladora y loquinaria y experta en burradas es Aída, y se obliga a desamarrarse el nudo de la vergüenza. Y pensando que a ella también le gustan los pokémon de tipo agua, lo consigue: ni leggin ni nada, se pone de pie de un brinco, ni ojalá hubiera aquí un vaho enorme ni ojalá falta de vista en todos los ojos presentes ni ojalá estos tíos no consigan fijarse bien en mí, no, no, que me vean, venga, venga, me da igual, los niños tienen las puntas de los dedos naranjas, Aída se mete la llaga de la lengua entre el diente y la encía para no preguntarle cómo se hizo eso. Y Moco y su cicatriz hablando todavía con la del lazo.

Esquivan las zancadillas que las chicas están intentando ponerles a los chicos y salen todos dispuestos. Hay una parte de la finca, explica el gemelo de la camisa de Gyarados, que está lejísimos y no se ve desde aquí pero en la que las piedras parecen sillones, ya vas a flipar cuando lleguemos, ¿cómo te llamas?

No entiende cómo pasa, pero pasa. Al principio se dejan caer sobre las piedras del borde de la finca, es verdad que parecen sillones, Aída imagina lámparas, velas, una alfombra por la que arrastrar las plantas de los pies hasta que le den escalofríos: los perros acostados donde estaría la mesa. Son dos, son preciosos. Los chicos (dos, preciosos) se sientan con las piernas muy abiertas, Aída también pero porque no quiere verse, decide que ya está bueno ya de pensar en eso, seguro que las otras también los tienen y seguro que en unos años, cuando haya vuelto a olvidar al cumpleañero del lunar enorme sobre el ojo, este día le parecerá enano, una cosa que quitarse como las caspas de las llagas de los talones. Ella (una, agujereada) tiene una suerte: verse desde dentro, nunca desde fuera como los demás, no desde los asientos en los que los gemelos se mueven para acomodarse. ¿No saben imaginar que hay cojines y una manta y reposapiés o qué? Ellos son dos, son preciosos, son iguales, los pelos rubios y tiesos y, esto solo el de la camisa de Blastoise, un espacio en la boca que lo hace salvaje.

Es bonito ser salvaje. Lo piensa mientras conversa con ellos. Es bonito, sabe bien, te sientes unida a los perros, a ella la madre le dice siempre que se parece a los perros, que los entiende mucho porque es pesadita y cariñosa y no se la puede hacer callar, cuando quiere parece un terremoto, es como que tiene un ansia metida en la garganta. Salvajita: se lo gritaba cuando se rompía la ropa al enredarse con las verjas. No sabe cómo pasa: al principio, se sientan en las piedras del borde de la finca, lejos del garaje y de la coca-cola ahumada y de las serpentinas y de acabaste tú con mi vida, preferistes a mi amiga. Se esconden donde nadie les dijo que se podía estar. Y hablan sobre sus razones para no haber querido asistir al cumpleaños. Y sobre la insistencia de las madres y sobre que las dos, en la misma mesa, se están jartando de latas y latas del mismo pack de dorada. Y sobre sí mismos: se preguntan hasta cuántos pelos tienen en la cuca. En el chocho, en el caso de Aída. Ellos dicen en el chocho mirándose los pies. Ella dice en la cuca mirándoles a los ojos. Luego empiezan a jugar a la cogida-no-cogida-esto-sí-me-hace-sentirme-bien, aunque Aída piensa varias veces, sin querer pensarlo, que como Moco la vea se va a ofender muchísimo. Se pierde en ello durante un segundo y, aunque le tiran de la camisa, apenas lo siente. Los gemelos se levantan y empiezan a correr, de repente, a su alrededor, saltan las piedras, saltan a los perros, levantan tanta tierra que el olor cambia y Aída no entiende cómo es posible eso. Aída ya no entiende cómo es posible nada: por eso ella también se echa a correr.

Odia el juego de la cogida con todas sus ganas, le pegaría fuego al juego de la cogida con toda la gente que propone jugar a la cogida dentro, pero es que esta vez no es la cogida, es una cosa más ligera, es ir cada uno para donde le apetezca y dar vueltas como un trompo y no caerse: imposible caerse así. Es ser capaz de inventar una trayectoria (dibujar un mosco con las patas, después una piscina, después una cascada de babas colgando de una risa) junto a dos chicos a los que no conoce de nada, que van tras ella como si ella fuera el centro, el objetivo, siente sus manos en los brazos y en los hombros y en el cuello, nota cómo el aire le aprieta el diafragma y le da igual: imposible asfixiarse así. Recuerda el lazo color vino, la cara de concentración, el miedo de ella, él no llegando para preguntarle qué te pasa, tía, te duele algo, tía, quieres que salgamos tú y yo a jugar fuera, tía, donde no nos pueda ver nadie, tía, corre, corre, vamos, tía. Después son aire, como en la canción de Mecano, aire que se agarra, y después, no sabe cómo, pasa.

Primero la botan al suelo. Cae sobre un mato. Se da en el hombro y, sobre todo, en la parte de atrás de la rodilla. Los mira desde abajo, sus chándales parecen cada vez más limpios, Gyarados y Blastoise con una forma distinta, las cosas al revés, se dice Aída, las cosas al revés son raras.

Le mandan una patada en los muslos, Aída se acuerda de los leggins, en su cabeza aparece la imagen de una tela negra con un montón de piedras clavadas, debajo una celulitis extendida como la pinocha. Seguro que se fijaron, piensa, y en realidad no le duele, le están apretando las canillas con las suelas de los tenis (dos, preciosos) y en verdad es que ni le duele.

¿Dolerle? ¿A ella? A ella. A ella. Que se ha pegado casi todo el verano botada en el sillón, las patas subidas al respaldo, la ansiedad caminándole por dentro de la cabeza, un escalofrío más picudo que las puntas de las hojas de las palmeras que ahora se ven desde la ventana de su cocina, un pensamiento asqueroso que, aunque a veces se le va, le vuelve siempre: no voy a volver a vivir en la casa en la que crecí. Ni en mi pueblo. Antes Aída vivía en Granadilla, un pueblo que siempre tiene una nube encasquetada encima, ahora su madre y ella viven sin el padre en un piso de paredes blancas enfrente de la playa del Médano. Al principio: sí, vamos a bajar unas semanas para bañarnos las dos como unas loquinarias en el mar todos los días, ¿quieres? Luego no se iban. Luego no se iban. Y, hace un mes y pico, la madre le confesó por fin: pues nos vamos a quedar aquí porque aquí vamos a estar mejor y yo ya no podía más con lo que había arriba.

¿Dolerle las patadas (suaves, además: les da miedo pasarse, se miran para pedirse permiso) a ella? ¿Cuando se ha dedicado a clavarse las uñas y arrancarse después los pellejos, tirando hasta que le sale una gota de sangre? Tirando porque no sabe qué hacer ya. Harta de recorrer el piso de punta a punta, cinco segundos, a lo mejor seis, como mucho siete, para qué va a contar el tiempo si gotea como un grifo. En sus manos apretando el mando: no hay vía digital, en la tele normal no dan nada, la play sola le da nervios, la madre no le contesta sino shh, muchacha, shh, que estoy mala, las palabras se le mezclan con las flemas y tiene que irse al baño a escupirlas y le cuesta tanto que se le descuelguen de los labios, no consigue dormir si quiere dormir pero, si quiere analizarse y preguntarse por qué desde que la madre le dio la noticia respira diferente y tiene que repetirse no te agobies, ahora no, no ahora, acaba hasta roncando. Porque ya no le apetece la playa, ni la piscina, ni el Fefo, ni el skatepark, ni jugar con las pelotas nuevas del sótano de la casa de la abuela, ni nada. Es que es eso: cosas nuevas, fos. Solo se siente feliz cuando aparece algo viejo y le recuerda a sí misma y puede estregarse por el suelo o correr con dos niños o pintarse la cara con rotulador. Solo le apetece, en realidad, que Moco baje al Médano a verla, confiar en que él le haga sentir que nada ha cambiado, jugar juntos al juego de Pressing Catch y que elijan al bozal de las rastas y lo pongan a darse piñas con el Enterrador, y, si puede ser, además, en la jaula, entre rejas para que se revienten vivos y no puedan huir el uno del otro como no se puede huir de la ansiedad. Así se lo dijo la pediatra: no se puede huir de la ansiedad, solo afrontarla.

¿Dolerle a ella? Son dos niñatos rubios, limpios porque seguro que no se atreven a escalar árboles ni a dejar que los perros (los oye echarse, levantarse, irse, volver) les baben todas las bocas, eran los únicos que no estaban hablando con nadie, los únicos que se acercaron a ella, a la única que. Por eso no dice, no hace. Se cansan de pegarle, la ponen a dar vueltas por donde Aída decide que estaría la alfombra del salón inventado, es un peso muerto y aun así la empujan. Oye ladrar a un perro. Le da pena no conocerlos: no distingue cuál es.

Al mirar a los chicos, piensa que ellos saben que tienen un poder pero no cómo usarlo.

Si algo ha a

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