Pulsión

Gabriela Exilart

Fragmento

Pulsión

1

“Quiero que los metan presos y les rompan bien el culo”. Era la frase que me venía a la mente cuando veía por televisión esos casos horribles en que un grupo de chicos mataba a otro, a un par, a otro chico como ellos, y me ponía en el lugar de la madre. La madre de la víctima. Pocas veces pensaba en las madres de esas bestias, algo inconsciente me protegía de ese pensamiento, quizá porque ya habría tiempo para eso. Mi cabeza me llevaba de inmediato a mis propios hijos, que bien podrían haber sido víctimas de semejante barbarie. Pero mis hijos casi no salían de noche y cuando lo hacían siempre era con amigos como ellos, bien educados, de buenas familias, chicos estudiosos que hacían deporte.

Algo hizo clic en mí cuando supe que los agresores eran deportistas. No pertenecían a un club o equipo determinado, al parecer algunos jugaban al rugby, otros al fútbol y algunos al básquet, como los míos. No eran turistas, eran de acá, de mi ciudad, una ciudad balnearia como cualquier otra que en verano se llenaba de todo. Al principio venían mucho de la Capital, gente que tenía sus departamentos o casas de veraneo; luego, cuando fue más fácil irse a vacacionar afuera, eligieron otros destinos, como Punta del Este, Colonia, Brasil, y mi ciudad fue recibiendo turismo de menor categoría, mucho jubilado o gente de fin de semana. Juventud, poca, preferían irse a otras playas más al norte. “La Feliz” se llenaba de los marginados que vomitaba la Capital, marginados que buscaban hacerse la temporada acá, limpiando vidrios, cuidando autos y robando. En eso se había convertido mi ciudad, que luego del verano quedaba sucia y maltrecha y con pocas ganancias para los que la trabajamos durante todo el año.

Pero los asesinos eran de mi ciudad, no habían venido de ningún lado a hacerse la temporada ese verano. Eran chicos como los míos, incluso uno había ido al mismo colegio que mi hijo mayor, al Santa Ignacia de la Buena Estrella, colegio católico, estricto y de una calidad académica de excelencia. Quizá Ramiro lo conocía, decían que uno de los chicos acusados —no entendía cómo podían seguir diciendo que era un chico cuando era una bestia— tenía diecisiete, como mi Damián.

Cuando me enteré, esa mañana de domingo mientras tomaba mate, maldije la hora en que adquirí la costumbre de ver las noticias mientras comía. Nunca eran buenas, siempre había desgracias, muertes, guerras o, como en este caso, un asesinato brutal. En mi ciudad. En el balneario al que solía ir. Con chicos de la edad de los míos.

Las imágenes eran espantosas y esa madrugada se me quedó grabada en la retina. Me quedé sin aire y empecé a temblar. Mis hijos no habían salido esa noche, pero ninguno estaba en casa. En verano preferían juntarse en algún chalet y organizar fiestas privadas, total para lo que ellos buscaban, tomar y arrimarse a alguna chica, daba igual si era un boliche, un garaje o un parque poco iluminado.

La noche anterior Ramiro me había dicho que se juntaban en el quincho de una de las chicas del grupo de la secundaria, con el cual se seguía viendo pese a haber terminado hacía dos años, y que luego se iba a dormir a lo de Iván, uno de sus amigos. No me había mandado mensaje cuando llegaron, pero yo había controlado —un hábito que no me podía sacar— las conexiones de su WhatsApp, y la última había sido a las seis cuarenta, casi en simultáneo con la de Iván, de modo que deduje que habían llegado bien, habían revisado sus teléfonos y se habían acostado.

Damián se había ido a dormir a la casa de Manuel, un compañero de colegio y de básquet, madre ama de casa pendiente de su único hijo, padre dueño de un supermercado que tenía tres sucursales, gente responsable. Se habían quedado jugando a la Play hasta las seis de la mañana, hora de su última conexión. Le había mandado un “buenas noches, que duermas bien”, y típico adolescente me había clavado el visto sin responderme. Imaginé que le daría vergüenza que su amigo se diera cuenta de que la mamá, pesada como yo, le mandaba mensajes de buenas noches. Así son los adolescentes.

Los había aleccionado bien. Me había cansado de repetirles que, si alguna vez se iban de boliche, nunca anduvieran solos, ni siquiera para ir al baño. Y así me tuve que aguantar sus quejas, “ma, eso lo hacen las minas, nosotros vamos de a uno”. Pero yo solía ser tan insistente que terminaban diciéndome que sí, y yo me creía, al menos para dormir tranquila, que me hacían caso.

Mis hijos no compartían amigos, tampoco salidas, así que cada fin de semana para mí era un calvario. Si bien confiaba en ellos, dormía de a ratos, siempre mirando el celular, porque en los primeros años de sus estrenadas libertades les pedía que me enviaran un mensaje diciéndome si ya habían llegado, si iba todo bien y que me avisaran cuando venían para casa. Me obedecían, sé que les daba vergüenza por sus amigos y los imaginaba mandando mensajes a escondidas para no aguantar las cargadas. El mayor lo hizo durante un tiempo, hasta que cumplió veinte y un día me dijo que ya era un hombre, que confiara en él, que tenía que dejarlo volar. Volar, pensé yo, si todavía estás estudiando y viviendo en casa, y por más que mi hijo mayor trabajaba desde los quince durante las temporadas, el invierno era largo y dependía de mí. Pero lo dejé en paz. Me quedaba el menor, de diecisiete, siempre más retobado para todo. Damián todavía cumplía con su obligación de darme aviso de dónde estaba las pocas veces que salía.

Fui a cambiar la yerba y cuando volví me quedé petrificada frente al televisor, todos los canales hablaban de lo mismo: el chico al que le habían partido la cabeza a patadas. En el balneario. En mi ciudad. Un chico como mi Damián, estudiante, deportista, un chico como los míos. Un chico al que habían matado delante de la novia, una rubiecita que aparecía en las cámaras llorando, custodiada por dos amigas que también lloraban, hasta que unos agentes de policía se las llevaron de allí.

Las imágenes se repetían una y otra vez, las mismas, y se me metían en el cerebro, lastimándome. La cámara impiadosa se acercaba al cuerpo que estaba tendido en el suelo, tapado con una lona que no llegaba a cubrir la mancha de sangre todavía fresca, que se agrandaba sobre el cemento.

Apagué el televisor y dejé de contener las lágrimas. Quería ver a mis hijos, abrazarlos, pero seguro estarían durmiendo. Les mandé mensaje, vengan para casa por favor. Así, sin explicaciones, seguramente cuando se levantaran se enterarían. Lloré hasta que me quedé seca, como si ese chico al que le habían roto la cabeza y las ilusiones fuera mío. Lloré por él, por su madre, por su novia, y por todo eso que uno no llora en su momento.

Después vino la bronca y fue cuando dejé de pensar en las víctimas y dirigí mi atención a los victimarios. Pensé en ellos y en sus madres, qué clase de madres habían sido para que sus hijos cometieran semejante salvajada. Y fue ahí cuando pensé que si alguno de mis hijos hubiera hecho algo así querría que lo metieran preso y le rompieran bien el

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