Allá por 1961, cuando las mujeres lucían vestidos camiseros, asistían a clubs de jardinería y transportaban a legiones de niños en automóviles desprovistos de cinturón de seguridad sin pensárselo dos veces, cuando nadie sabía siquiera los movimientos sociales que traería consigo la década de los sesenta, y menos aún que sus integrantes dedicarían los sesenta años siguientes a relatarlos, cuando las grandes guerras ya quedaban atrás y las clandestinas acababan de iniciarse y el mundo empezaba a pensar de otra manera y a creer que todo era posible, la treintañera madre de Madeline Zott se levantaba cada día al rayar el alba con una sola certeza: su vida había terminado.
Pese a todo, cada mañana se abría paso hasta el laboratorio para prepararle la fiambrera a su hija.
«Carburante para el cerebro», escribió en un papelito antes de encajarlo dentro de la fiambrera de la niña. Luego se detuvo un instante, con el lápiz suspendido en el aire, como reflexionando. «Participa en los deportes durante el recreo, pero no dejes que los niños ganen porque sí», anotó en otro papel. «No son imaginaciones tuyas: la mayoría de la gente es horrible». Colocó las dos últimas notas en lo alto.
En la primera infancia la mayoría de los niños aún no han aprendido a leer, si acaso alguna palabra aislada como «mamá» o «casa». Madeline, sin embargo, leía desde los tres años, y ahora, cumplidos los cinco, ya había despachado casi toda la obra de Dickens.
Madeline era esa clase de niña; una niña capaz de tararear un concierto de Bach, pero incapaz de atarse los cordones de los zapatos; una niña que podía explicarte la rotación de la tierra y sin embargo tenía dificultades para jugar al tres en raya. Ahí estaba el problema, porque si bien a los niños superdotados para la música siempre se los celebra, a los lectores precoces, no. Y por la sencilla razón de que si destacan es gracias a una habilidad que los demás terminan desarrollando más adelante. Su precocidad no se considera especial, sino molesta sin más.
Madeline era consciente de su diferencia. De ahí que cada mañana, después de que su madre saliera de casa dejándola al cuidado de su vecina, Harriet, y mientras ésta estaba atareada en sus cosas, se preocupaba de sacar aquellas notas de la fiambrera y, tras haberlas leído, las ponía a buen recaudo junto con las demás, que guardaba dentro de una caja de zapatos escondida en el fondo de su armario. Después, en el colegio, fingía ser como los demás niños; es decir, prácticamente analfabeta. Para Madeline lo más importante del mundo era encajar. Había aprendido la irrefutable lección gracias a su madre, que nunca había encajado y así le había ido en la vida.
En Commons, una población del sur de California donde solía hacer calor, pero no en exceso, donde el cielo solía estar despejado pero no en exceso, y el aire era limpio, por la sencilla razón de que en aquellos tiempos el aire siempre era limpio, Madeline, acostada en la cama con los ojos cerrados, esperaba. Sabía que el tierno beso en la frente no tardaría en llegar, que luego la arroparían con mimo y murmurarían «carpe diem» a su oído. Un minuto después oiría el motor del coche al arrancar y el crujido de los neumáticos sobre la grava, mientras el Plymouth reculaba por el caminillo de entrada al garaje, seguido del chirrido de la caja de cambios al meter la primera. Luego su madre, que no salía de su decaimiento, se encaminaría hacia el estudio de televisión, donde se pondría el delantal y saldría a un plató.
El programa se llamaba Cena a las seis, y Elizabeth Zott era su estrella indiscutible.
Elizabeth Zott, en otro tiempo investigadora química, era una mujer con una tez impecable y el porte inconfundible de una persona que ni era ni sería nunca mediocre.
Como todas las grandes estrellas de la pantalla, Elizabeth había sido descubierta. En su caso, sin embargo, ese descubrimiento no se produjo porque alguien se fijara en ella en un bar, como suele suceder, o mientras estaba sentada en un banco, ni porque mediara una presentación oportuna. No, el descubrimiento de Elizabeth se debió a un robo; un robo de comida para ser exactos.
Ocurrió de la manera más tonta: a una niña llamada Amanda Pine, cuyo voraz apetito a juicio de algunos psicólogos rozaría lo patológico, le había dado por comerse el contenido de la fiambrera que Madeline llevaba al colegio para el almuerzo. Y es que su almuerzo era especial. Mientras los demás niños mascaban sándwiches untados con mantequilla de cacahuete y gelatina, Madeline, al abrir su fiambrera, podía encontrarse ante una contundente porción de sobras de lasaña con guarnición de calabacines rehogados en mantequilla, un exótico kiwi cortado en cuartos y cinco tomatitos cherry tipo pera, encajonados entre un salero minúsculo con sal de Morton, dos galletas con pepitas de chocolate todavía calientes y un termo rojo con estampado de cuadros escoceses lleno de leche bien fría.
A ese contenido se debía que todos ansiaran el almuerzo de Madeline, Madeline incluida. Pero la niña se lo cedía a Amanda, no sólo porque la amistad exige de ciertos sacrificios, sino también porque Amanda era la única compañera de todo el colegio que no se burlaba de la niña extraña que Madeline ya era consciente de ser.
Elizabeth no empezó a escamarse hasta que reparó en que a su flacucha hija la ropa le colgaba como unas cortinas mal hechas. Según sus cálculos, la niña ingería la cantidad diaria exacta que requería su desarrollo óptimo; luego, científicamente era imposible que hubiera perdido peso. ¿Tal vez algún estirón propio de la edad? No. Había tenido en cuenta el factor del crecimiento en sus cálculos. ¿Acaso un trastorno alimenticio precoz? En absoluto. En la cena Madeline comía como una lima. ¿Leucemia? Imposible. Elizabeth no era alarmista, no era de esas madres que se pasan la noche en vela imaginando a su hija aquejada de algún padecimiento incurable. Como buena científica, ella siempre procuraba encontrar explicaciones razonables para todo, y tan pronto como conoció a Amanda Pine, con su boquita manchada de roja salsa de tomate, supo que la había encontrado.
—¡Señor Pine! —exclamó Elizabeth un miércoles por la tarde irrumpiendo en el estudio de la televisión local tras pasar de largo por delante de la secretaria—, llevo tres días llamándolo por teléfono y no ha tenido la gentileza de devolverme la llamada ni una sola vez. Me llamo Elizabeth Zott, soy la madre de Madeline Zott. Nuestras hijas son compañeras de clase en Woody Elementary, y vengo a comunicarle que su hija se está aprovechando de su amistad con la mía. —Al ver el desconcierto del señor Pine, añadió—: Le roba la fiambrera.
—¿La... fiambrera? —acertó a decir Walter Pine, y miró de hito en hito a la deslumbrante mujer que tenía ante sí, con aquella blanca bata de laboratorio que irradiaba un aura de luz sagrada, salvo por un detalle: las iniciales «E. Z»., estampadas en rojo justo por encima del bolsillo.
—Su hija, Amanda —arremetió Elizabeth de nuevo—, se está comiendo la comida de mi hija. Según parece, viene sucediendo desde hace meses.
Walter seguía atónito. Elizabeth, alta y angulosa, el pelo del color de una tostada quemada untada de mantequilla, recogido con un lápiz, estaba plantada ante él con los brazos en jarras, los labios de un rojo descarado, la tez luminosa y la nariz recta. Lo contemplaba como un médico en un campo de batalla, evaluando si merecía o no la pena salvarle la vida.
—Y que encima pretenda hacerse pasar por amiga de Madeline —prosiguió— me parece de todo punto censurable.
—¿Quién... quién ha dicho usted que era? —farfulló Walter.
—¡Elizabeth Zott! —exclamó ella de mal talante—. ¡La madre de Madeline Zott!
Walter asintió con la cabeza, sin salir de su desconcierto. Como productor televisivo curtido en la programación de tarde estaba acostumbrado a los melodramas. Pero ¿tanta intensidad? Siguió mirándola de hito en hito. Era una mujer apabullante. Lo tenía literalmente apabullado. ¿Se había presentado allí para un casting o algo por el estilo?
—Lo siento —acertó a decir por fin—, pero ya tenemos asignados todos los papeles de enfermera.
—¿Cómo ha dicho? —saltó Elizabeth.
Se produjo un largo silencio.
—Amanda Pine —repitió Elizabeth.
Walter parpadeó.
—¿Mi hija? ¡Ah! —exclamó él, nervioso de pronto—. ¿Le ha ocurrido algo? ¿Es usted médico? ¿La envían del colegio? —dijo saltando del asiento.
—Qué colegio ni qué colegio —replicó Elizabeth impaciente—. Yo soy química. He tenido que desplazarme desde Hastings porque no se ha molestado en contestar a mis llamadas. —Al ver el semblante desconcertado del señor Pine, aclaró—: ¿Conoce el Instituto de Investigación Hastings? ¿El centro innovador en la innovación científica? —aclaró haciendo mofa de la ridícula coletilla publicitaria—. El caso es que yo procuro que el almuerzo de Madeline sea nutritivo, y seguro que usted hace lo mismo por su hija... —como Pine seguía con semblante inexpresivo, añadió—: porque le importa el desarrollo físico y cognitivo de Amanda. Porque sabe que ese desarrollo pasa por ofrecerle el aporte óptimo de vitaminas y minerales.
—El problema es que la señora Pine está...
—Sí, ya lo sé. Desaparecida en combate. He intentado ponerme en contacto con ella, pero me han dicho que reside en Nueva York.
—Estamos divorciados.
—Lo siento, pero eso no afecta a su comida.
—Podría parecer que no, pero...
—Preparar una fiambrera está al alcance de cualquier hombre, señor Pine. No es una imposibilidad biológica.
—Por supuesto que no —convino Walter, mientras intentaba torpemente ofrecerle una silla—. Siéntese, por favor, señora Zott.
—Tengo el ciclotrón esperando —respondió ella exasperada echando una ojeada al reloj—. ¿Nos hemos entendido o no?
—Ciclo...
—El acelerador de partículas subatómicas.
Elizabeth recorrió con la mirada las paredes de aquel despacho. Estaban forradas de carteles que anunciaban melodramáticos culebrones y efectistas concursos televisivos.
—Mi trabajo... —aclaró Walter, de pronto avergonzado por la vulgaridad de aquellas imágenes—. A lo mejor ha visto alguno de esos programas.
Elizabeth se volvió hacia él y lo miró a los ojos.
—Señor Pine —dijo con un talante algo más conciliador—, lamento no disponer de tiempo ni de recursos para prepararle el almuerzo a su hija. Tanto usted como yo sabemos que la alimentación es el catalizador que activa nuestro cerebro, que une a las familias y determina nuestro futuro. Sin embargo... —Elizabeth se interrumpió al reparar de repente en el cartel publicitario de un culebrón ilustrado con la imagen de una enfermera que ofrecía cuidados singulares a un paciente—. ¿Acaso alguien dispone de tiempo para enseñar a todo el país a cocinar como es debido? Ojalá yo pudiera, pero no es así. ¿Usted sí?
Cuando Elizabeth se volvió para salir del despacho, Pine, tratando de evitar su marcha y sin saber a ciencia cierta lo que su mente estaba urdiendo, dijo a toda prisa:
—Espere, por favor, espere un momento... se lo ruego. ¿Cómo... cómo ha dicho? ¿Qué era eso de enseñar a todo el país a cocinar como... como es debido?
Cena a las seis se estrenó cuatro semanas después. Y a pesar de que a Elizabeth en un principio no le entusiasmó la idea —ella era una investigadora química—, aceptó el puesto por las razones consabidas: un aumento de sueldo y una hija que mantener.
Desde el primer día que apareció en el plató luciendo aquel delantal, se puso de manifiesto que Elizabeth poseía ese «duende», esa cualidad inefable que la dotaba de un magnetismo absoluto para la pantalla. No sólo eso, sino que además era una mujer de carácter, tan franca y directa que descolocaba a los televidentes. A diferencia de lo que sucedía en otros programas de cocina, protagonizados por cocineros simpaticones que empinaban copitas de jerez alegremente, Elizabeth Zott era una presentadora seria. Nunca sonreía. Nunca hacía bromas. Y los platos que preparaba eran tan sencillos y naturales como ella misma.
En menos de seis meses el programa de Elizabeth había saltado a la fama. En menos de un año, había pasado a ser una institución. Y en menos de dos, había demostrado poseer una capacidad asombrosa no sólo para unir a padres e hijos, sino a los ciudadanos con su país. No sería una exageración afirmar que cuando Elizabeth Zott terminaba de cocinar, todo un país se sentaba a comer.
El mismísimo vicepresidente Lyndon Johnson era asiduo al programa. «¿Quiere saber lo que pienso? —le contestó a un reportero pertinaz para quitárselo de encima—. Pienso que debería usted escribir menos y ver más televisión. Empiece con Cena a la seis, esa mujer sabe lo que hace».
Efectivamente. A Elizabeth Zott nunca la verías explicando cómo preparar minúsculos sándwiches de pepino o delicados suflés. Sus recetas eran contundentes: estofados, guisos, cosas que requerían grandes cazuelas de acero. Siempre hacía hincapié en los cuatro grupos básicos de alimentos. Creía en raciones consistentes. Insistía en que sólo merecía la pena cocinar platos cuya elaboración no llevara más de una hora. E invariablemente concluía el programa con su característica coletilla: «Y ahora, niños, a poner la mesa, que vuestra madre necesita un descanso».
Pero luego un periodista de renombre publicó un reportaje titulado «Por qué estamos dispuestos a comernos todo lo que ella nos sirva», en el que la apodaba «Lujuriosa Lizzie», un mote tan apropiado como eufónico que se le pegó con la misma rapidez que al papel donde iba impreso. A partir de aquel día los desconocidos la llamaron «la Lujuriosa», pero su hija, Madeline, la llamaba «mamá», y aunque no era más que una niña ya intuía que el adjetivo menoscababa el talento de su madre. Su madre era química, no una cocinera de televisión. Y Elizabeth, cohibida ante su única hija, sentía vergüenza.
A veces, acostada en la cama por la noche, se preguntaba qué había hecho para que su vida tomara esa deriva. La incógnita, sin embargo, nunca tardaba en despejarse, porque su respuesta tenía nombre: Calvin Evans.
Diez años antes, enero de 1952
Calvin Evans también trabajaba en el Instituto de Investigación Hastings, pero a diferencia de Elizabeth, que desempeñaba su labor en una sala atestada de gente, él disponía de un espacioso laboratorio de uso propio.
A juzgar por su currículum, tal vez fuera merecedor de ese espacio. Antes de cumplir los diecinueve años Calvin Evans ya había llevado a cabo investigaciones capitales que más tarde contribuirían a que el afamado químico británico Frederick Sanger se hiciera con el Premio Nobel; a los veintidós, descubrió un método más rápido para la síntesis de las holoproteínas; a los veinticuatro, saltó a la portada del Chemistry Today con motivo de sus avances sobre la reactividad del dibenzo selenofeno. Además, había firmado dieciséis publicaciones científicas, intervenido como ponente en diez congresos internacionales y recibido la oferta de una beca de investigación en Harvard. En dos ocasiones. Becas que Calvin rechazó; en parte porque unos años antes Harvard había denegado su solicitud de acceso a esa universidad, y en parte porque... bueno, a decir verdad, ése había sido el único motivo. Calvin era un hombre brillante, pero si tenía un defecto era su natural rencoroso.
Además de esa propensión al rencor, se había granjeado fama de impaciente. Como a tantas personalidades brillantes, a Calvin le desesperaba la ignorancia. También era introvertido, lo que, sin ser un defecto, suele manifestarse en forma de altivez. Con todo y con eso, lo peor era su afición al remo.
Como cualquier persona ajena a ese deporte puede atestiguar, los amantes del remo no son gente divertida; y eso porque su único tema de conversación es el remo. En cuanto se juntan dos o más remeros en una habitación, la charla deriva de los temas habituales, como el trabajo o el tiempo, y da paso a largas y vanas disquisiciones sobre botes, ampollas en las manos, palas, agarres, ergómetros, hojas giradas, tablas de ejercicios, chumaceros, escálamos, toletes, ciabogas, estrepadas, paladas y si el agua estaba realmente «plana» o no. De ahí suele discurrir hacia lo que falló en la última remada; lo que podría fallar en la próxima y quién fue y/o será el culpable. En algún momento los remeros extenderán las palmas de las manos y compararán callosidades. Si tienes muy mala suerte, la perorata podría ir sucedida de varios minutos de reverentes inclinaciones de cabeza mientras alguno de ellos describe aquella remada perfecta en la que todo salió a pedir de boca.
Aparte de la química, el remo era lo único por lo que Calvin sentía verdadera pasión. De hecho, al remo se debió en primer lugar que solicitara ser admitido en la Universidad de Harvard: en 1945 remar por Harvard significaba remar por los mejores. O, para ser exactos, por los segundos mejores. La Universidad de Washington se alzaba la primera en el pódium, pero ésta se encontraba en Seattle y era bien sabido que en Seattle llovía mucho. Calvin odiaba la lluvia, por lo que decidió ampliar horizontes y optó por la otra Cambridge, la británica, poniendo con ello de manifiesto uno de los mitos más extendidos sobre los científicos: que su fuerte es la investigación.
El primer día que Calvin remó en el río Cam, llovió. El segundo día, llovió. El tercero: lo mismo. «¿Siempre llueve así?», se lamentó a sus demás compañeros de equipo mientras cargaban a hombros el pesado bote de madera camino del pantalán. «Qué va, nunca. En Cambridge suele hacer muy buen tiempo», lo tranquilizaron. Y luego se miraron como confirmando lo que sospechaban desde hacía tiempo: que los estadounidenses eran idiotas.
Por desgracia, esa idiotez se extendía también a sus relaciones con el sexo opuesto; un grave problema, teniendo en cuenta lo mucho que Calvin ansiaba enamorarse. Durante los seis solitarios años que pasó en Cambridge, consiguió invitar a salir a cinco chicas, y de las cinco, sólo una se avino a repetir, pero sólo porque al responder a su llamada telefónica lo confundió con otro. Su problema fundamental era la falta de experiencia. Se parecía a esos perros que, tras años y años intentándolo en vano, finalmente atrapan a una ardilla y luego no tienen ni la más remota idea de qué hacer con ella.
—Hola... Mmm... —dijo con el corazón desbocado, las manos sudorosas y la mente de pronto por completo en blanco cuando la chica le abrió la puerta—. ¿Debbie?
—Me llamo Deirdre —replicó ella con un suspiro y lanzó la primera de las múltiples ojeadas al reloj que se sucederían a lo largo de la noche.
Durante la cena en el restaurante, la conversación saltó de la estructura molecular de los hidrocarburos aromáticos (Calvin), a qué película estarían poniendo (Deirdre); de la síntesis de las proteínas no reactivas (Calvin) a si le gustaba bailar (Deirdre); y al final, tras muchas ojeadas al reloj, les dieron las ocho y media, y como Calvin tenía que salir a remar a la mañana siguiente, sugirió llevarla directamente a casa.
Huelga decir que había poco sexo tras esas citas. Ninguno, a decir verdad.
«No me puedo creer que te esté resultando tan difícil —le decían sus compañeros de equipo de Cambridge—. Si a las chicas les pirran los remeros». (Mentira). «Además, para ser yanqui, no estás tan mal». (Mentira también).
El problema, en parte, era su postura. Calvin era larguirucho y desgarbado, medía metro noventa, pero se escoraba a la derecha; probablemente porque siempre había remado en la posición de estribor. Pero lo peor era su cara. Llevaba el desamparo pintado en el rostro, como un niño que hubiera crecido solo en la vida, los ojos grandes y grises, el pelo tirando a rubio y desgreñado y los labios violáceos, a menudo hinchados por su propensión a mordisqueárselos. El suyo era un rostro que algunos considerarían anodino, pero la mediocridad de sus facciones no dejaba traslucir el anhelo ni la inteligencia que escondía salvo por un rasgo fundamental: la dentadura, unos dientes blancos perfectamente alineados que, cada vez que esbozaba una sonrisa, compensaban el resto de su fisonomía. Afortunadamente, sobre todo después de enamorarse de Elizabeth Zott, Calvin siempre sonreía.
Calvin y Elizabeth se conocieron o, mejor dicho, intercambiaron unas palabras, un martes por la mañana en el Instituto de Investigación Hastings de California, el luminoso laboratorio privado de investigación donde Calvin, tras licenciarse en Cambridge, doctorarse en tiempo récord y barajar cuarenta y tres ofertas de empleo, había aceptado un puesto de trabajo, en parte por su prestigio, pero sobre todo por su clima: en Commons llovía poco. Elizabeth, en cambio, había aceptado la oferta de Hastings porque no había recibido ninguna más.
Ante la puerta del laboratorio de Calvin Evans, observó varios y grandes letreros de advertencia:
NO PASAR
EXPERIMENTO EN CURSO
PROHIBIDA LA ENTRADA
PROHIBIDO EL PASO
Y luego abrió.
—¡Hola! —dijo elevando la voz sobre la de Frank Sinatra, que atronaba desde un equipo de música situado, extrañamente, en medio de la habitación—. ¡Tengo que hablar con la persona al cargo!
Calvin, sorprendido al oír una voz, asomó la cabeza por detrás de un voluminoso centrifugador.
—¡Disculpe, señorita —contestó crispado; llevaba unas gafas enormes que le protegían los ojos de algo que hervía a su derecha—, pero está prohibido entrar aquí. ¿No ha visto los letreros?!
—¡Los he visto, sí! —gritó a su vez Elizabeth y, haciendo caso omiso del tono en que Calvin se había dirigido a ella, cruzó el laboratorio para apagar la música—. Ya está. Ahora ya podemos oírnos.
Calvin se mordisqueó los labios y señaló.
—No puede entrar aquí. Los letreros —dijo.
—Ya, bueno, me han dicho que en su laboratorio sobran vasos de precipitados y abajo nos faltan. Viene todo explicado aquí —añadió, tendiéndole bruscamente un papel—. El encargado de inventario ha dado su autorización.
—A mí nadie me ha informado de nada —replicó Calvin examinando el papel—. En cualquier caso, sintiéndolo mucho, será imposible. Necesito todos los vasos disponibles. Quizá será mejor que se dirija a algún químico de la planta de abajo. O simplemente dígale a su jefe que me llame.
Calvin se dio la vuelta dispuesto a enfrascarse de nuevo en su trabajo, y de paso volvió a encender el equipo de música.
Elizabeth se había quedado estupefacta.
—¡O sea que quiere hablar con un químico, ¿no? Pero no CONMIGO, ¿verdad?! —dijo levantando la voz sobre la de Frank.
—¡Exacto! —contestó él, y luego añadió un poco más templado—: Mire, sé que no es culpa suya, pero no deberían enviar a una secretaria a que les resuelva la papeleta. Además, sé que quizá le resulte difícil de entender, pero tengo entre manos algo importante. Si no le importa, le dice a su jefe que me llame y listo.
Elizabeth lo miró furibunda. Le molestaba que la gente hiciera conjeturas basándose en apariencias a su juicio trasnochadas, como también le molestaban los hombres que suponían que el hecho de ser una secretaria, aunque ella no lo fuera, la incapacitaba para entender otra cosa que no fuera «Páseme esto a máquina por triplicado».
—¡Qué casualidad! —dijo Elizabeth en voz alta mientras se dirigía hacia un estante y arramblaba con una gran caja llena de vasos de precipitados—. ¡Yo también estoy muy ocupada!
Y luego salió del laboratorio echando chispas.
En el Instituto de Investigación Hastings trabajaban más de tres mil personas, por lo que Calvin tardó más de una semana en localizarla; cuando por fin lo consiguió, Elizabeth no pareció reconocerlo.
—¿Sí? —dijo volviéndose para ver quién acababa de entrar en su laboratorio; llevaba puestas unas enormes gafas protectoras que le ensanchaban los ojos y unos guantes inmensos que le cubrían las manos y los antebrazos.
—Hola. Soy yo —indicó Calvin.
—¿Yo? ¿No podría ser más explícito? —replicó Elizabeth volviendo a su trabajo.
—Yo. El de cinco plantas más arriba. ¿Recuerda que se llevó mis vasos de precipitados? —respondió Calvin.
—Mejor que se quede detrás de esa cortina —le dijo señalando con la cabeza hacia la izquierda—. La semana pasada tuvimos un percance en la sala.
—No había manera de dar con usted.
—Si no le importa, ahora soy yo quien tiene algo importante entre manos —dijo ella.
Calvin esperó pacientemente mientras Elizabeth terminaba de hacer mediciones, tomaba apuntes en la libreta, comprobaba de nuevo los resultados de la prueba del día anterior y luego iba al servicio.
—¿Sigue usted aquí? ¿No tiene trabajo? —dijo al regresar.
—Muchísimo.
—No pienso devolverle sus vasos.
—Ah, o sea que se acuerda de mí.
—Sí. Pero no guardo muy buen recuerdo.
—Venía a pedirle disculpas.
—No era necesario.
—¿Podría invitarla a comer?
—No.
—¿A cenar?
—No.
—¿Y un café?
—Mire, le advierto que está empezando a sacarme de mis casillas —dijo Elizabeth con los brazos en jarras, enfundados en los inmensos guantes.
Calvin, avergonzado, apartó la mirada.
—Le pido mis más sinceras disculpas. Ahora mismo me marcho.
—¿Ése era Calvin Evans? ¿Qué ha venido a hacer aquí? —preguntó un técnico de laboratorio al ver cómo Calvin se abría paso entre los quince científicos que trabajaban apretujados en un espacio cuatro veces más pequeño que el laboratorio privado de Calvin.
—Resolver un asuntillo sobre la propiedad de unos vasos —respondió Elizabeth.
—¿Vasos? —Se quedó pensando—. Un momento. No me irás a decir que esa caja enorme de vasos que dijiste haber «encontrado» la semana pasada era suya, ¿no? —dijo el técnico levantando uno de los nuevos vasos de precipitados.
—Yo no dije en ningún momento que me la hubiera encontrado. Dije que me había agenciado unos vasos.
—Pero ¿eran propiedad de Calvin Evans? ¿Tú estás loca o qué?
—Oficialmente, no.
—¿Te dio permiso para que te los llevaras?
—Oficialmente, no. Pero le presenté un formulario.
—¿Qué formulario? Sabes que necesitas mi autorización. El encargado de la provisión y gestión de recursos soy yo.
—Lo sé. Pero llevo más de tres meses esperando. Te lo he pedido cuatro veces; he rellenado cinco solicitudes requiriéndolos; lo he comentado con el señor Donatti. Ya no sabía qué más hacer, francamente. Necesito ese material para continuar con mi investigación, me es indispensable. Además, son sólo unos vasos.
El técnico de laboratorio cerró los ojos.
—Mira —dijo abriéndolos poco a poco como para recalcar la estupidez de Elizabeth—. Llevo aquí mucho más tiempo que tú y conozco el percal. Sabes de qué tiene fama Calvin Evans, ¿verdad? Química aparte.
—Sí. De acaparar material.
—No. De rencoroso. ¡Rencoroso! —contestó.
—¿Ah, sí? —dijo Elizabeth con repentina curiosidad.
Elizabeth también albergaba rencores. Los suyos, sin embargo, se dirigían fundamentalmente contra una sociedad patriarcal basada en el principio de que la mujer era un ser inferior. Inferior en capacidad. En inteligencia. En inventiva. Una sociedad donde se suponía que los hombres trabajaban y hacían cosas importantes —descubrir planetas, desarrollar productos, crear leyes— y las mujeres se quedaban en casa al cuidado de los niños. Elizabeth no quería tener hijos, eso lo sabía, pero también sabía que otras muchas mujeres no sólo querían hijos, sino también una carrera profesional. ¿Qué había de malo en ello? Nada. Los hombres bien que podían tener ambas cosas.
Recientemente había leído que en cierto país ambos progenitores trabajaban y participaban por igual en la crianza de los hijos. ¿Qué país era? ¿Suecia, quizá? No lo recordaba. Pero el artículo venía a decir que el sistema funcionaba a las mil maravillas. La productividad aumentaba y la familia salía reforzada. Elizabeth se imaginó viviendo en una sociedad así. En un lugar donde nadie la confundiera automáticamente con una secretaria; un lugar en el que, al presentar los resultados de sus investigaciones en una reunión, no tuviera que lidiar con hombres que no dejaban de hablar entre sí sin prestarle atención, o peor aún, que se atribuyeran los méritos de su trabajo. Elizabeth negó con la cabeza. En lo tocante a igualdad, 1952 dejaba mucho que desear.
—Tienes que pedirle disculpas —dijo el técnico volviendo a la carga—. Cuando le devuelvas esos puñeteros vasos, te humillas si es preciso. No sólo has expuesto a todo el laboratorio, sino que encima me has hecho quedar en mal lugar.
—No te preocupes. Son sólo unos vasos —dijo Elizabeth.
Sin embargo, a la mañana siguiente los vasos de precipitados habían desaparecido y en su lugar sólo quedaban las miradas asesinas de unos cuantos compañeros del laboratorio, ya convencidos también de que Elizabeth los había expuesto al rencor legendario de Calvin Evans. Intentó hablar con ellos, pero todos, cada uno a su manera, le hicieron el vacío y, más tarde, al pasar por delante de la sala de estar, oyó a esos mismos colegas criticándola: por darse demasiada importancia, por creerse superior a ellos y haber rechazado sus invitaciones a salir, incluidas las de los solteros. Comentaron también que, si había obtenido ese máster en Química Orgánica por UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles, sólo podía deberse a un enchufe, e ilustraron el término con risitas y gestos lascivos. ¿Quién se había creído que era?
—Alguien debería ponerla en su sitio —amenazó uno.
—Tampoco es que sea una lumbrera —adujo otro.
—Es una zorra —declaró una voz conocida. Era su jefe, Donatti.
Elizabeth, acostumbrada a las descalificaciones anteriores, pero escandalizada ante esta última, se recostó en la pared con un repentino ataque de náuseas. Era la segunda vez que la llamaban así. La primera vez, de infausta memoria, fue en UCLA.
Había sucedido casi dos años antes. Faltaban diez días para la ceremonia de entrega del máster, eran las nueve de la noche y Elizabeth aún no había salido del laboratorio, convencida de haber detectado un fallo en el protocolo de investigación. Mientras calibraba sus sospechas, tamborileando sobre el papel con un lápiz del número 2 recién afilado, oyó abrirse la puerta.
—¿Quién es? —preguntó en voz alta. No esperaba a nadie.
—Sigue usted aquí —dijo una voz sin ápice de sorpresa. Era su supervisor.
—Ah, hola, doctor Meyers —dijo levantando la vista—. Sí. Es que estaba repasando los protocolos de investigación para mañana. Creo haber encontrado un fallo.
El doctor Meyers abrió un poco más la puerta y entró en el laboratorio.
—No le he pedido que lo hiciera. Le dije que estaba todo en regla —dijo con voz crispada.
—Lo sé, pero quería echarle una última ojeada.
Elizabeth no solía echarles una última ojeada a las cosas por gusto; si lo hacía era por obligación, para conservar su puesto en el equipo de investigación de Meyers, integrado exclusivamente por hombres. Aunque, a decir verdad, la investigación que su supervisor llevaba a cabo no le interesaba demasiado: le parecía poco arriesgada, en absoluto innovadora. Pese a la notable falta de creatividad de Meyers y de la ausencia alarmante de nuevos hallazgos por su parte, estaba considerado como uno de los investigadores más destacados de Estados Unidos en materia de ADN.
A Elizabeth no le gustaba Meyers; ni a ella ni a nadie. Excepto, tal vez, a UCLA, que lo tenía en un pedestal porque contaba con más publicaciones en su haber que ningún otro investigador en su campo. ¿El secreto de Meyers? Que esas publicaciones no las escribía él, sino sus alumnos del posgrado. Meyers, sin embargo, se atribuía el mérito de todas y cada una de sus palabras; a veces se limitaba a cambiar el título y alguna que otra frase aislada y presentaba el trabajo como si se tratara de una novedad absoluta; con total desfachatez además, porque, al fin y al cabo, ¿quién lee esos artículos científicos de cabo a rabo? Nadie. El número de sus publicaciones, por tanto, no dejaba de crecer, y con ellas, su celebridad. A eso obedecía que Meyers se hubiera alzado como investigador de renombre en el campo del ADN: a una cuestión de cantidad.
Aparte de su talento para pergeñar publicaciones irrelevantes, Meyers también se había labrado fama de libidinoso. En los departamentos científicos de UCLA no abundaban las mujeres, pero las pocas que había —principalmente secretarias—, siempre terminaban siendo objeto de su indeseada atención. Esas chicas solían abandonar su puesto de trabajo a los seis meses, con la autoestima tocada y los ojos hinchados, alegando motivos personales para su marcha. Elizabeth, sin embargo, no se marchó; no podía, necesitaba de esa titulación. Soportó, pues, las vejaciones diarias —los tocamientos, los comentarios lascivos, las repulsivas insinuaciones—, a la vez que puso de manifiesto su falta absoluta de interés por él. Hasta el día en que Meyers la citó en su despacho, con el pretexto de comentar su admisión en el programa de posgrado que él dirigía, y le metió la mano por debajo de la falda. Elizabeth, indignada, se la retiró bruscamente y luego amenazó con denunciarlo.
—¿A quién piensa denunciarme? —repuso él con sorna.
Luego le reprochó que fuera una «estrecha» y, tras darle una palmadita en el trasero, le exigió que le llevara el abrigo, colgado en el armario del despacho, a sabiendas de que cuando Elizabeth abriera la puerta descubriría su interior forrado con imágenes de mujeres con los pechos al descubierto, algunas desparrancadas a cuatro patas, la mirada vacía y el zapato de un hombre posado triunfalmente sobre su espalda.
• • •
—Aquí está. El punto 91, en la página 232. La temperatura. Estoy convencida de que es excesiva: a tantos grados la enzima se inactivaría y el resultado se vería alterado —le dijo al doctor Meyers.
Él la observaba desde la puerta.
—¿Se lo ha mostrado a alguien más?
—No. Acabo de darme cuenta —admitió Elizabeth.
—O sea que no ha hablado con Phillip.
Se refería al auxiliar jefe del equipo de investigación de Meyers.
—No. Se ha marchado hace un momento. Seguro que todavía estoy a tiempo de pillarlo... —dijo Elizabeth.
—No será necesario —la interrumpió Meyers—. ¿Hay alguien más por aquí?
—Que yo sepa, no.
—El protocolo es correcto —reconoció Meyers con sequedad—. La experta no es usted, así que deje de cuestionar mi autoridad. Y no le mencione esto a nadie. ¿Entendido?
—Yo sólo pretendía ayudar, doctor Meyers.
Él se quedó mirándola, como sopesando la veracidad de esa afirmación.
—Y necesito su ayuda —dijo él, y se volvió hacia la puerta y echó la llave.
El primer golpe le cayó en forma de bofetada, con tanta fuerza que le volvió la cabeza hacia la izquierda, como si fuera una pelota de goma. Elizabeth, aturdida y sin aliento por un instante, consiguió enderezarse, con la boca manando sangre y los ojos desorbitados por la incredulidad. Meyers torció el gesto, se diría que un tanto insatisfecho con el resultado, y volvió a pegarle, esta vez con tal ímpetu que la tiró del taburete. Era un hombre corpulento, pesaba más de cien kilos, aunque debía su fuerza al volumen de su cuerpo más que a su forma física. Se agachó al suelo, donde Elizabeth estaba tirada y, agarrándola por las caderas, la levantó como una grúa izaría una carga de leños mojados y luego la plantó de nuevo sobre el taburete cual muñeca de trapo. Después la puso de espaldas, retiró el taburete de una patada y le aplastó la cara y el pecho contra la encimera de acero inoxidable.
—Quieta ahí, hija de puta —le ordenó, mientras ella forcejeaba, y le metió las zarpas por debajo de la falda.
Elizabeth se quedó sin aliento; el sabor a metal le llenó la boca. Meyers le levantó la falda por encima de la cintura y, con la otra mano, le retorció la entrepierna. Con la cara aplastada contra la encimera, Elizabeth apenas podía respirar y mucho menos gritar. Coceaba como un animal atrapado en una trampa, pero su forcejeo no hacía sino aumentar la cólera de Meyers.
—No te resistas —le advirtió mientras el sudor resbalaba por su barriga y caía sobre la parte trasera de los muslos de ella.
Aprovechando un movimiento de Meyers, el brazo de Elizabeth se liberó de su peso.
—¡He dicho que te estés quieta! —gritó furioso mientras ella se retorcía a un lado y otro, con el aliento entrecortado por la conmoción, intentando desembarazarse de aquel torso bulboso que le aplastaba el cuerpo como una tortilla.
En un último intento de recordarle quién mandaba allí, la agarró por el pelo y tiró de él. Luego la penetró como un borracho baboso, jadeando de satisfacción, hasta que soltó un berrido de dolor.
—¡Qué coño...! —exclamó retirando su mole de encima de ella—. Pero ¿qué coño ha sido eso?
La apartó de un empujón, aturdido por una lancinante punzada en el costado derecho. Se miró el vientre flácido tratando de buscar la procedencia del dolor, pero lo único que vio fue una gomita de borrar de color rosa asomando de su zona ilíaca derecha. Alrededor se formaba un estrecho foso de sangre.
El lápiz. Elizabeth, buscando a tientas con la mano libre, había echado mano de él y se lo había clavado en el costado. No un trozo, el lápiz entero. Su afilada punta de grafito, su vistosa madera amarilla y su brillante banda dorada: diecisiete centímetros de lápiz contra diecisiete centímetros de carne. Y al clavárselo, no sólo perforó el intestino grueso y el intestino delgado de Meyers, sino también su carrera académica.
—Pero ¿usted está en esta universidad? —le preguntó el policía del campus después de que se llevaran al doctor Meyers en una ambulancia—. Tendrá que enseñarme algo que acredite que es estudiante.
Elizabeth, con la ropa desgarrada, las manos temblando y un gran hematoma que empezaba a aflorar en su frente, lo miró sin dar crédito.
—Es una pregunta perfectamente válida —repuso el policía—. ¿Qué hace una mujer en un laboratorio a estas horas de la noche?
—Soy estudiante del pos... posgrado. En Química —farfulló, con la sensación de que iba a vomitar.
El policía suspiró como si no estuviera de humor para esas tonterías y luego sacó una libretita.
—¿Por qué no me cuenta lo que ha pasado, según usted?
Elizabeth le informó de los pormenores, con voz monocorde por la conmoción. El policía fingió tomar notas, pero al volverse para decirle a otro agente que lo tenía «todo controlado», Elizabeth se fijó en que el papel estaba en blanco.
—Por favor, necesito... necesito que me vea un médico.
El policía cerró la libreta de golpe.
—¿Quiere hacer una declaración de arrepentimiento? —le dijo, y luego echó un vistazo a la falda de Elizabeth como si la prenda de por sí constituyera una invitación a propasarse—. Al fin y al cabo, lo ha apuñalado. Le saldría más a cuenta mostrar cierto arrepentimiento.
Elizabeth lo miró con los ojos hundidos.
—No... no ha entendido usted bien, agente. Ese hombre me ha agredido. He... he actuado en defensa propia. Necesito que me vea un médico.
El policía dejó escapar un suspiro.
—Entonces no hay declaración de arrepentimiento, ¿no? —dijo cerrando el bolígrafo con un clic.
Elizabeth lo miró fijamente, la boca entreabierta, el cuerpo temblando. No entendía qué estaba pasando. Bajó la vista hacia el muslo, donde la huella de la mano de Meyers se perfilaba en una leve tonalidad púrpura. Le asaltaron arcadas y contuvo las ganas de vomitar.
Cuando levantó la vista otra vez, alcanzó a ver al policía mirando de reojo el reloj con aire hastiado. Elizabeth alargó la mano y le arrebató el documento de identidad, que el policía sujetaba entre los dedos.
—Pues sí, agente —dijo con la voz tensa como la alambrada de espino de un presidio—. Pensándolo bien, sí me arrepiento de algo.
—Así me gusta. Vamos por buen camino —manifestó el policía, y abrió otra vez el bolígrafo con un clic—. Dígame, pues.
—Lápices —dijo Elizabeth.
—Lápices —repitió el agente tomando nota.
Elizabeth levantó la cabeza y lo miró a los ojos; un hilillo de sangre le resbalaba por la sien.
—Me arrepiento de no tener más lápices a mano.
La agresión, o «el desagradable incidente», como lo calificó la comisión de admisiones justo antes de anular oficialmente la plaza de Elizabeth en el programa de posgrado, había que imputársela a ella. El doctor Meyers la había pillado falseando datos. Elizabeth había intentado cambiar un protocolo de investigación con el propósito de alterar los resultados del experimento —allí mismo estaban las pruebas—, y al encararse Meyers con ella, la chica se le había echado encima insinuándose sexualmente. Viendo que sus avances no daban resultado, se había enzarzado en una pelea con él y, de buenas a primeras, le había clavado el lápiz en las tripas. Suerte tenía de seguir con vida.
Casi nadie se tragó la historia. El doctor Meyers tenía mala fama. Pero también era un personaje en el mundo académico, y UCLA de ninguna manera iba a perder a un individuo de su categoría. Elizabeth quedaba expulsada. Su máster había concluido. Sus hematomas sanarían. Alguien redactaría una carta de recomendación. Fuera.
Así fue como Elizabeth terminó en el Instituto de Investigación Hastings. Y allí estaba en ese momento, junto a la puerta de la cantina de Hastings, la espalda apoyada contra la pared y el estómago revuelto.
Al levantar la vista, Elizabeth se topó con la mirada del técnico de laboratorio clavada en ella.
—¿Estás bien, Zott? —le preguntó—. Te veo un poco rara.
Elizabeth no contestó.
—Es culpa mía, Zott. No debería haber armado tanto jaleo por lo de esos vasos. En cuanto a ésos —dijo inclinando la cabeza hacia el comedor (era evidente que había oído la conversación)—, ni caso. Se las dan de gallitos, eso es todo.
Pero Elizabeth no podía no hacerles caso. De hecho, justo al día siguiente, su jefe, el doctor Donatti, el que la había llamado zorra, la destinó a un nuevo proyecto.
—Será mucho más fácil. Más acorde con su intelecto —le dijo.
—¿Por qué, doctor Donatti? ¿He hecho algo mal?
Elizabeth había sido la principal impulsora del actual proyecto de investigación, el motor del grupo, y gracias a ella estaban a punto de presentar nuevos hallazgos. Donatti, sin embargo, le daba la patada. Al día siguiente le asignaron un estudio de segunda categoría sobre aminoácidos.
El técnico del laboratorio notó su creciente malestar y le preguntó por qué quería ser científica.
—No es que quiera ser científica —replicó secamente Elizabeth—, ¡es que lo soy!
En su fuero interno, Elizabeth decidió que no permitiría que un pez gordo de UCLA, ni su jefe ni un puñado de colegas miserables le impidieran alcanzar sus objetivos. No era la primera vez que el viento soplaba en su contra. Ya capearía el temporal.
Pero todo temporal conlleva un desgaste. Transcurrieron los meses y su fortaleza se vio puesta a prueba una y otra vez. Sólo en el teatro encontraba cierto consuelo, y a veces incluso eso la defraudaba.
Era un sábado por la noche, transcurridas dos semanas aproximadamente del incidente con los vasos. Elizabeth había comprado una entrada para El Mikado, una opereta que se suponía divertida. Pero, aunque llevaba tiempo ilusionada con ver aquella función, a medida que avanzaba la obra se dio cuenta de que no tenía ninguna gracia. El libreto era racista, los actores blancos, y era obvio que la culpa de todos los despropósitos de los personajes terminaría cayendo sobre la protagonista femenina. La historia guardaba tanto parecido con su situación laboral que decidió cortar por lo sano y salir en el intermedio.
El azar quiso que Calvin Evans asistiera a la misma función esa misma noche, y de haber podido prestar atención al espectáculo tal vez hubiera suscrito totalmente la opinión de Elizabeth. Pero Calvin había acudido al teatro acompañado de una secretaria del departamento de Biología, con la que salía por pri