El duelo es esa cosa con alas

Max Porter

Fragmento

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PAPÁ

A los cuatro o cinco días de que ella muriera,
me encontraba sentado en el comedor, solo,
preguntándome qué hacer a continuación. Mi mente
daba vueltas en espera de que la conmoción comenzara a
remitir, en espera de que alguna forma de sentimiento
estructurado emergiera de la impostura organizativa en
que transcurrían las jornadas. Me sentía ansioso y vacío.
Los niños dormían. Yo bebía. Me asomaba a la ventana y
fumaba cigarrillos liados a mano. Pensaba que, como
consecuencia principal de su marcha, me iba a transformar
ya para siempre en ese tipo adicto al orden que
confeccionaba listas y comerciaba con los lugares
comunes del agradecimiento, en ese arquitecto casi
maquinal de rutinas para niños pequeños que han perdido
a su madre. El duelo parecía una cuarta dimensión, una
abstracción vagamente familiar. Tenía frío.

Los amigos y familiares que en un primer momento nos
llenaron de atenciones habían regresado a sus hogares
para continuar con sus vidas. Cuando los niños se iban a
la cama, el apartamento carecía de sentido, nada se movía
por su interior.

Sonó el timbre y me preparé para recibir una nueva
ración de atenciones. Otra lasaña, unos libros, un abrazo,
algunos platos precocinados para los niños. Claro, me
estaba convirtiendo en un experto en el comportamiento
de los elementos satélite del duelo. Hallarme en el
epicentro del mismo me otorgaba una curiosa conciencia
antropológica sobre quienes orbitaban a mi alrededor: los
abrumados, los que actuaban con afectada languidez, los
de-momento-nada, los que se quedaban más tiempo del
que debían, los mejores amigos que no le conocía a ella, ni
a mí mismo, ni a los niños. La gente que aún no tengo
puta idea de quién era. Me sentía como la Tierra en esa
espectacular foto que muestra el planeta rodeado por un
grueso cinturón de chatarra espacial. Tenía la sensación de
que pasarían años antes de que el tejido que hilvanaba las
representaciones ajenas de dolor por mi esposa muerta
mermara lo suficiente como para permitirme ver, de
nuevo, la oscuridad del espacio. Y, por supuesto –no hace
falta decirlo–, ese tipo de ideas me hacía sentir culpable.
A la vez pensaba, en solidaridad conmigo mismo, todo ha
cambiado, ella ya no está con nosotros y puedo opinar lo
que me dé la gana. Se trataba de una postura con la que
ella comulgaría, porque los dos fuimos siempre personas
exageradamente críticas, cínicas incluso, probablemente
desleales, confusas. Una pareja de comentaristas cabronazos
que de madrugada se dedicaba a practicar la autopsia a las
cenas organizadas por otras parejas, aunque siempre desde
la buena intención. Hipócritas. Compañeros.

El timbre sonó de nuevo.

Bajé por la escalera enmoquetada hacia el frío del
recibidor y abrí la puerta de casa.

No vi las farolas, los cubos de la basura ni el adoquinado
de la calle. No vi ningún perfil, ninguna luz, ninguna
forma, tan solo noté el hedor.

Sonó un chasquido, se produjo un movimiento fulgurante
y me sentí lanzado hacia atrás, perdí el aliento, me golpeé
contra la pared. El pasillo estaba oscuro como boca de
lobo, helado, y pensé «¿En qué mundo sería concebible
que me atracaran esta noche y además en mi propia
casa?». Y entonces pensé «¿Y eso qué importa, la verdad?».
Pensé también «Por favor, no despiertes a los niños,
necesitan descansar. Te daré hasta el último céntimo de lo
que tengo si no despiertas a los niños».

Abrí los ojos a la oscuridad, todo a mi alrededor crujía y
chirriaba.

Plumas.

Y un intenso olor a putrefacción, el tupido tufo dulzón
de la comida que acaba de pasarse, y olía a musgo, y olía a
cuero, y olía a levadura.

Plumas entre los dedos, ante los ojos, dentro de la boca;
bajo mi cuerpo, una hamaca mullida me mantenía
elevado un palmo por encima del suelo de baldosas.

Un ojo brillante, de color negro azabache y tan grande
como mi cabeza, parpadeaba lentamente en el interior de
una cuenca de piel estriada, sobresalía como un testículo
del tamaño de una pelota de fútbol.

CHSSSSSSSSSSSS

chsssssssss.

Y esto es lo que me dijo:

El día en que dejes de necesitarme me marcharé.

Bájame de aquí, le pedí.

Antes tienes que saludarme.

Bájame. De. Aquí, grazné, y mi orina caliente

fluyó por la curvatura de su ala.

Estás asustado. Solo tienes que saludarme.

Hola.

Hazlo como es debido.

Me eché hacia atrás, resignado, y deseé que mi esposa no
estuviera muerta. Deseé no hallarme tendido en el pasillo
de casa, aterrado, abrazado por el ala gigante de un pájaro.
Deseé no haberme obsesionado con aquella cosa justo
cuando se desencadenaba la peor tragedia de mi vida.
Todos estos eran anhelos objetivos. Se trataba de una
sensación amarga y maravillosa a la vez. Experimentaba
cierta claridad.

Hola Cuervo, le dije. Me alegro de conocerte al fin.

*

Y desapareció.

Por vez primera en varios días pude dormir. Soñé con las
tardes que habíamos pasado en el bosque.

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CUERVO

Muy romántico, cómo nos conocimos. Maleducado, cris
cras, para allá que te vas, un apartamento de dos niveles,
dos dormitorios, un roto en el alambrado, me colé fácil a
través del muro y hacia arriba, hasta la habitación de
arriba, para ver a esos niños que dormían silenciosos
envueltos en pijamas de algodón, el embriagador murmullo
de la inocencia infantil, pelusilla, aleteo, grajeo-pateo-
egreo, todo allí era luto severo, la Mamá muerta sobre
cada superficie, en cada lápiz de cera, tractor, abrigo, botas
de goma, todo cubierto por una película de dolor. Bajé
por las escaleras de la Mamá muerta, tin-tin, tin-tin, el
rumor de unas garras curvadas camino de la habitación
hoy de Papá y hasta hace poco de Mamá y de Papá.
Yo era Herne, el cazador fantasma, pero sin los cuernos,
chitón. Ochavón. Ahí está. Fuera de combate. Blanco
como el cadáver de un borracho. Me incliné sobre él
para olerle el aliento: puercoespín podrido, moscardones.
Le abrí la boca haciendo palanca y le conté los huesos,
picoteé un poco entre los dientes sin cepillar, se los
limpié, sacudí su lengua para aquí, para allá, levanté el
edredón. Le di un beso de esquimal. Le di un beso de
mariposa. Le di un beso de saltaparedes. Sus pelusillas
(reventona mugre entre los dedos de los pies) zorrea el
zurrón tan tristes y hogareñas, hundiéndose, elevándose
suavemente, se hunde, se eleva, a continuación se hunde,
se eleva, a continuación se hunde, rogaba porque su
aliento y su epidermis susurraran «carne, aah, carne, aah,
carne, aah», y me parec

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